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martes, 27 de marzo de 2018

10 ~ Cambio de perspectiva (1/2)

Tercera parte
Transformación del sufrimiento

10 ~ Cambio de perspectiva (1/2)


Había una vez un discípulo de un filósofo griego al que el maes­tro le ordenó entregar dinero durante tres años a todo aquel que le insultara. Una vez superado ese período de prueba, el maestro le dijo: «Ahora puedes ir a Atenas y aprender sabiduría». Cuando el discípulo llegó a Atenas vio a un sabio sentado a las puertas de entrada de la ciudad que se dedicaba a insultar a todo el que entraba y salía. También insultó al discípulo, que se echó a reír. «¿Por qué te ríes cuan­do te insulto?», le preguntó el sabio. «Porque durante tres años he te­nido que pagar por esto mismo y ahora tú me lo ofreces gratuitamen­te», contestó el discípulo. «Entra en la ciudad -le dijo el sabio- Es toda tuya...»

En el siglo IV, los padres del desierto, un grupo de personas ex­céntricos que se retiraron al desierto, en los alrededores de Scete, para llevar una vida de sacrificio y oración, contaban esta historia para ilus­trar el valor del sufrimiento y la resistencia. Sin embargo, no fue ésta la que abrió la «ciudad de la sabiduría» al discípulo. Lo que le permitió afrontar de un modo tan efectivo una situación difícil fue su capacidad para cambiar de perspectiva, para ver su situación desde una atalaya diferente.
La capacidad para cambiar de perspectiva puede ser una de las he­rramientas más efectivas de que disponemos para afrontar los pro­blemas de la vida cotidiana. El Dalai Lama explicó:
-La capacidad de ver los acontecimientos desde perspectivas di­ferentes puede ser muy útil. Al practicarla, podemos utilizar ciertas experiencias, tragedias próximas para desarrollar la serenidad de la mente. Tenemos que damos cuenta de que cada fenómeno, cada acon­tecimiento, tiene aspectos diferentes. Todo tiene una naturaleza rela­tiva. En mi caso, por ejemplo, he perdido mi país. Desde ese punto de vista, es muy trágico... y todavía hay cosas peores. En nuestro país se ha producido mucha destrucción. Eso es algo muy negativo. Pero cuan­do abordo el mismo acontecimiento desde otro ángulo, me doy cuen­ta de que, como refugiado, hay otra perspectiva. Como refugiado no tengo necesidad de formalidades, ceremonia, protocolo. Si todo fue­ra como antes habría multitud de ocasiones en las que únicamente ha­ríamos los movimientos, fingiríamos. Pero cuando se pasa por situa­ciones desesperadas, no hay tiempo para fingir. Así que, desde ese ángulo, esta trágica experiencia ha sido muy útil para mí. El hecho de ser un refugiado también crea numerosas oportunidades para encon­trarme con mucha gente. Gente de otras confesiones diferentes, de distintos ámbitos de la vida, a las que muy probablemente no habría conocido si hubiera permanecido en mi país. Así que, en ese sentido, todo esto ha sido muy, muy útil.
»A menudo, cuando surgen los problemas, nuestra perspectiva se estrecha. Quizá tengamos concentrada toda nuestra atención en preo­cuparnos por el problema y abriguemos la sensación de que única­mente nosotros pasamos por tales dificultades. Eso puede conducir a una especie de ensimismamiento que hace que el problema parezca muy grave. Cuando sucede eso, creo que puede ayudar mucho el ver las cosas desde una perspectiva más amplia, dándonos cuenta, por ejem­plo, de que hay muchas personas que han pasado por experiencias si­milares e incluso peores. Este cambio de perspectiva puede ser muy útil incluso en ciertas enfermedades o cuando se sufre. Claro que cuan­do aparece el dolor resulta muy difícil practicar la meditación para se­renar la mente. Pero si se hacen comparaciones, si se ve la situación desde una perspectiva diferente, algo ocurre. Si sólo se observa el acon­tecimiento, en cambio, éste parece cada vez más y más importante. Si se fija la atención intensamente en un problema, éste termina por pa­recer incontrolable. Pero si se compara con otro de mayor enverga­dura, entonces parece más pequeño y menos abrumador.

Poco antes de una de las sesiones con el Dalai Lama, me encontré con el administrador de una clínica en la que trabajé durante algún tiempo y donde tuvimos una serie de encontronazos porque yo esta­ba convencido de que él desviaba nuestra atención de los pacientes a las consideraciones financieras. No le había visto desde hacía tiempo, y en cuanto estuve frente a él pasaron por mi mente todas las discusio­nes que habíamos mantenido y sentí crecer en mi interior la cólera y el odio. Cuando me permitieron entrar en la suite del Dalai Lama, ya me había calmado bastante, a pesar de que aún me sentía algo inquieto. -La respuesta natural e inmediata cuando alguien nos hace daño -dije- es enojarse; incluso mucho después, cada vez que pensamos en ello, volvemos a enfadamos. ¿Cómo se puede afrontar esta situación? El Dalai Lama me miró con expresión reflexiva. Me pregunté si percibiría que planteaba el tema no sólo por razones puramente aca­démicas.
-Si examina la situación desde un ángulo diferente -contestó-, seguramente se dará cuenta de que la persona que provocó esa cólera tiene también cualidades positivas. Si observa cuidadosamente des­cubrirá también que aquello que le había molestado le proporcionó ciertas oportunidades que, de otro modo, no habría tenido. Así que podrá ver desde un ángulo diferente el acontecimiento. Eso ayuda.
-Pero ¿qué hacer si se buscan los aspectos positivos de una per­sona o acontecimiento y no se puede encontrar ninguno?
-En tal caso, la situación requeriría un esfuerzo. Dedique algún tiempo a buscar seriamente una perspectiva diferente. Necesitará uti­lizar toda su capacidad de razonamiento y examinar la situación del modo más objetivo posible. Por ejemplo, puede reflexionar sobre el hecho de que cuando está realmente enojado con alguien, tiende a percibir en el otro sólo cualidades negativas, del mismo modo que al sentirse fuertemente atraído por alguien, suele ver únicamente sus cualidades positivas. Si su amigo, al que considera una persona exce­lente, le causara deliberadamente daño, de repente usted se percata­ría de que no sólo tiene buenas cualidades. De modo similar, si su ene­migo, al que detesta, le pidiera sinceramente perdón y se mostrara amable, es poco probable que siguiera considerándolo totalmente malo. Así pues, aunque esté enojado con alguien y crea que esa per­sona no posee cualidades positivas, recuerde que nadie es totalmente malo. Si busca lo suficiente, seguro que encontrará algunas cualida­des positivas. En consecuencia, su visión de un individuo como abso­lutamente negativo se debe a su propia proyección mental, más que a la verdadera naturaleza de ese individuo.



»Asimismo, una situación inicialmente percibida como totalmen­te negativa puede tener algunos aspectos positivos. Pero creo que este descubrimiento no es suficiente. Es necesario recordar esos aspectos positivos en muchas ocasiones, para que gradualmente cambie el sen­timiento negativo. En resumen, se debe pasar por un proceso de apren­dizaje, de formación, para familiarizarse con los nuevos puntos de vis­ta que permiten afrontar esas situaciones.
Después de reflexionar un momento, con su habitual pragmatis­mo, añadió:
-Sin embargo, si a pesar de sus esfuerzos no encontrara aspectos positivos, lo mejor que puede hacer es, sencillamente, tratar de olvi­dar el asunto por el momento.
Inspirado por las palabras del Dalai Lama, esa misma noche in­tenté descubrir algunos «aspectos positivos» del administrador que mencioné. No me resultó tan difícil. Sabía, por ejemplo, que era un padre cariñoso, que trataba de educar a sus hijos lo mejor que podía. y tuve que admitir que mis encontronazos con él al fin y a la postre me habían beneficiado, puesto que me impulsaron a dejar aquella clí­nica, lo que me permitió realizar un trabajo más satisfactorio. Aun­que estas reflexiones no tuvieron como resultado inmediato que el hombre me cayera simpático, no cabe duda de que contribuyeron mu­cho a disminuir mis sentimientos de aversión, al precio de un esfuer­zo sorprendentemente pequeño. El Dalai Lama no tardaría en darme una lección todavía más profunda: cómo transformar por completo la actitud hacia los enemigos y empezar a apreciarlos.

Una nueva perspectiva del enemigo

El método fundamental utilizado por el Dalai Lama para trans­formar la actitud ante los enemigos supone llevar a cabo Un análisis sistemático y racional de nuestra respuesta habitual cuando nos causan daño.
-Empecemos por examinar la actitud característica hacia nues­tros enemigos -explicó-. En términos generales, es evidente que no les deseamos lo mejor. Pero aunque nuestro adversario se hunda a con­secuencia de nuestras acciones, ¿a qué viene alegrarse por ello? ¿Pue­de haber algo más lamentable que esos sentimientos de animadversión? ¿Desea uno ser realmente tan mezquino?
» Vengarse no hace sino crear un círculo vicioso. La otra persona no lo va a aceptar y, entonces, la cadena de venganzas es interminable. En ciertas sociedades, esa dinámica, puede transmitirse de una gene­ración a otra. El resultado es que ambas partes sufren y la vida se en­venena; puede comprobarse en los campos de refugiados, donde se cultiva el odio hacia el enemigo desde la infancia. Es muy triste. La có­lera o el odio son como el anzuelo de un pescador. Es de vital impor­tancia no morder ese anzuelo.
»Algunas personas consideran que el odio es bueno para el interés nacional, lo cual me parece muy negativo y de miras muy estrechas. Contrarrestar esta forma de pensar constituye la base del espíritu de la no violencia y la comprensión.
Tras haber rechazado nuestra actitud característica frente al ene­migo, el Dalai Lama ofreció otra opción, una nueva perspectiva que podría revolucionar nuestra vida.
-En el budismo -explicó- se presta mucha atención a las acti­tudes que adoptamos ante nuestros enemigos. Ello se debe a que el odio puede ser nuestro mayor obstáculo para el desarrollo de la com­pasión y la felicidad. Si se aprende a ser paciente y tolerante con los enemigos, todo lo demás resulta mucho más fácil, y la compasión flu­ye con naturalidad.
»Así pues, para alguien que practica la espiritualidad, los enemi­gos juegan un papel crucial. Tal como veo las cosas, la compasión es la esencia de la vida espiritual y para alcanzar una práctica cabal del amor y la compasión, es indispensable la práctica de la paciencia y la tolerancia. No hay fortaleza similar a la paciencia, no hay peor aflic­ción que el odio. En consecuencia, no debemos ahorrar esfuerzos en la erradicación del odio al enemigo, y aprovechar el enfrentamiento como una oportunidad para intensificar la práctica de la paciencia y la tole­rancia.
»De hecho, el enemigo es el elemento necesario para practicar la paciencia. Sin su oposición no pueden surgir la paciencia o la toleran­cia. Normalmente, nuestros amigos no nos ponen a prueba ni nos ofre­cen la oportunidad de cultivar la paciencia; eso es algo que sólo hacen nuestros enemigos. Así que, desde este punto de vista, podemos con­siderar a nuestro enemigo un gran maestro, y reverenciado incluso por habernos proporcionado esa preciosa oportunidad.
»En el mundo son relativamente pocas las personas con las que in­teractuamos, y todavía menos las que nos causan problemas. Por tan­to, encontrarse ante la oportunidad de practicar la paciencia y la to­lerancia debería suscitar nuestra gratitud, porque se da raras veces. Del mismo modo que si hubiéramos tropezado con un tesoro en nues­tra propia casa, deberíamos sentirnos felices y agradecidos al enemi­go por proporcionarnos esa preciosa oportunidad. Porque para alcan­zar éxito en la práctica de la paciencia y la tolerancia, que son factores esenciales para contrarrestar las emociones negativas, además de nuestros esfuerzos hemos de tener la oportunidad aportada por un enemigo. .
»Mucho, argumentarán, "¿Por qué debo venerar a mi enemigo, reconocer sus aportaciones, si él no tuvo intención de ofrecerme esa oportunidad para practicar la paciencia, ni tampoco de ayudarme? Y no sólo no tuvo intención ,alguna de ayudarme, sino que tuvo el propósito deliberado y malicioso de causarme daño. Es apropiado de­testarlo, porque no merece mi respeto". En realidad, es precisamente esta animosidad del enemigo, su intención de causarnos daño, lo es­pecífico: si sólo se trata del daño, deberíamos odiar a todos los médi­cos Y considerarlos enemigos, porque a veces adoptan métodos que pueden ser dolorosos. Sin embargo, no juzgamos esos actos dañinos ni propios de un enemigo, porque, la intención del médico ha sido la de ayudarnos. En consecuencia, es precisamente la intención de cau­sarnos daño lo que singulariza al enemigo; y nos ofrece una preciosa oportunidad de practicar la paciencia.

Al principio me resultó un tanto difícil aceptar la sugerencia del Dalai Lama de venerar al enemigo por las oportunidades de crecimiento que nos depara. Pero la situación es análoga a la persona que trata de tonificar y fortalecer el propio cuerpo mediante el levantamiento de pesas. Claro que, al principio, la actividad de levantar las pesas resulta incómoda. Uno se esfuerza y suda. Y, sin embargo, es el acto mismo de esforzarse por superar la resistencia lo que en último termino nos fortalece. Se aprecia el buen equipo de pesas no por el placer inmediato que nos aporta, sino por el beneficio último que se deriva de él.
Quizá hasta las expresiones del Dalai Lama sobre la «rareza» y «valor precioso» del enemigo sean algo más que simples racionaliza­ciones de algo imaginario. Mientras escucho a mis pacientes describir sus dificultades con los demás, eso queda bastante claro; en el fondo, la mayoría de la gente no tiene legiones de enemigos y antagonistas a los que enfrentarse, al menos personalmente. Habitualmente, eso que­da limitado a unas pocas personas. Quizá un jefe o un colaborador, una ex esposa, un hermano. Desde ese punto de vista, el enemigo es re­almente «raro», de modo que nuestro «suministro de enemigos» es li­mitado. y es la lucha, el proceso de resolver el conflicto con el enemi­go, a través del aprendizaje, el examen, el descubrimiento de formas alternativas de afrontar los conflictos, lo que en último término da como resultado el verdadero crecimiento como una terapia acertada. Imaginemos cómo serían las cosas si pasáramos por la vida sin encontrarnos jamás con un enemigo u otros obstáculos, si desde la cuna hasta la tumba todo el mundo nos halagara y mimara, nos abrazara y alimentara (con comida suave y blanda, fácil de digerir), si nos di­virtiera con carantoñas y ocasionales arrullos. Si nos llevaran desde la infancia en un cestillo (más tarde, quizá en una silla de manos), si no tuviéramos que enfrentamos nunca a ningún desafío, si nunca nos viéramos sometidos a prueba, en resumen, si todos continuaran tra­tándonos como a bebés. Quizá eso parezca conveniente al principio. Sería incluso apropiado durante los primeros meses de vida. Pero si la situación persistiera tendría como resultado convertimos en una masa gelatinosa, en una verdadera monstruosidad, con el desarro­llo mental y emocional de una ternera. Es la lucha misma la que nos hace ser lo que somos. y son nuestros enemigos los que nos ponen a prueba, los que nos oponen la resistencia necesaria para el creci­miento.

¿Es práctica esta actitud?

Ciertamente, me pareció que valía la pena enfocar nuestros pro­blemas racionalmente y aprender a considerarlos, al igual que a nues­tros enemigos, desde perspectivas distintas, aunque me preguntaba hasta qué punto podría suponer eso una transformación fundamental de actitudes. Recordé entonces haber leído en una entrevista que una de las prácticas espirituales diarias del Dalai Lama era recitar una oración, Ocho versículos sobre la educación de la mente, escrita en el siglo XI por el santo tibetano Langri Thangpa. He aquí un fragmento:

Cuando me acerque a alguien, en el fondo de mi corazón me consi­deraré el más bajo de todos y al otro el más alto... 
Cuando vea a seres de naturaleza malvada, oprimidos por el peca­do de la violencia y por la aflicción, los consideraré tan raros como un precioso tesoro...
Cuando otros, por envidia, me traten mal, abusen de mí, me difa­men o me causen daños similares, aceptaré la derrota y a ellos ofreceré la victoria...
Aquel que tras haberle otorgado yo toda mi confianza me cause un grave daño, será mi supremo maestro.
En suma, que pueda yo dispensar beneficio y felicidad, directa e in­directamente a todos los seres, que pueda asumir en secreto el daño y el sufrimiento de todos los seres...

Después de leer esto, le pregunté al Dalai Lama:
-Sé que ha reflexionado mucho sobre esta oración, pero ¿cree que es realmente aplicable en estos tiempos que corren? Fue escrita por un monje que vivió en un monasterio, un lugar donde lo peor que podía suceder era que alguien chismorreara o dijera mentiras sobre uno o quizá le propinara un golpe o una bofetada. En un caso así podría ser fácil “ofrecerles la victoria”, pero en la sociedad actual el “daño” que se recibe de los demás puede ser la violación, la tortura o el asesinato.

Desde ese punto de vista, la actitud que muestra la oración no parece realmente adecuada.
Me sentí muy pagado de mí después de esta observación, que me parecía muy aguda.
El Dalai Lama guardó silencio, con el ceño fruncido, sumido en profundos pensamientos.
-Es posible que haya algo de cierto en lo que dice -admitió luego.
A continuación habló de casos en los que quizá fuera necesario modificar esa actitud, precaverse contra las agresiones.
Más tarde, esa misma noche, pensé en nuestra conversación. Dos puntos destacaron vivamente. Primero, la extraordinaria facilidad con que el Dalai Lama adoptaba una nueva perspectiva acerca de sus pro­pias creencias y prácticas, como por ejemplo su disposición a volver a evaluar una oración que sin duda formaba parte de el después de acompañarle durante tantos años en sus prácticas espirituales. El se­gundo punto era ingrato. Me sentí abrumado por la arrogancia. Le había sugerido que la oración podría no ser apropiada porque no se adaptaba a las duras realidades del mundo actual. Hasta mas tarde no me di cuenta de que me había dirigido a un hombre que habla perdido su país como resultado de una de las más brutales invasiones de la historia. Un hombre que había vivido en el exilio durante casi cuatro décadas mientras toda una nación depositaba en él sus esperanzas y sueños de libertad. Un hombre dotado de un profundo sentido de la responsabilidad, que había escuchado con compasión a una continua corriente de refugiados que contaban sus experiencias sobre asesina­tos, violaciones, torturas, sobre los sufrimientos del pueblo tibetano a manos de los chinos. Más de una vez había observado la expresión de infinita preocupación y tristeza en su rostro mientras escuchaba todas aquellas narraciones, contadas a menudo por gentes que había cruzado el Himalaya a pie (en un viaje de dos años) simplemente para poder verlo..., ..­
Aquellas historias no hablaban sólo de violencia física, sino también del intento de destruir el espíritu del pueblo tibetano. En cierta ocasión, un refugiado tibetano me habló de la «escuela» china a la que se le obligó a asistir como adolescente en el Tíbet. Las mañanas se de­dicaban al adoctrinamiento y el estudio del Libro rojo del presidente Mao, y las tardes a informar sobre los diversos deberes que había que realizar en casa. Por lo general, los «deberes» estaban diseñados para erradicar el espíritu del budismo, profundamente enraizado en el pueblo tibetano. Por ejemplo, conocedor de la prohibición budista de matar y de la convicción de que toda criatura viva es un precioso «ser sensible», un maestro de escuela encargó a sus estudiantes la ta­rea de matar algo y llevarlo a la escuela al día siguiente. Para calificar a los estudiantes se asignaron puntos a los animales muertos; una mosca, por ejemplo, valía un punto, un gusano dos, un ratón cinco, un gato diez... (Recientemente, al contarle esta historia a un amigo, sa­cudió pesaroso la cabeza, con una expresión de asco, y musitó: «Me pregunto cuántos puntos recibiría el alumno por asesinar a su conde­nado maestro».)
A través de prácticas espirituales como el recitado de Ocho ver­sículos sobre la educación de la mente, el Dalai Lama ha podido re­conciliarse con esta situación y, a pesar de todo, continuar una cam­paña activa por la liberación y por los derechos humanos en el Tíbet desde hace cuarenta años. Al mismo tiempo, ha mantenido una acti­tud de humildad y compasión con respecto a los chinos, lo que ha inspirado a millones de personas en todo el mundo. Y allí estaba yo, diciéndole que esa oración quizá no fuera relevante para las «reali­dades» del mundo actual. Todavía me sonrojo cuando recuerdo aquella conversación.
Dalai Lama con Howard C. Cutler, M. D.
EL ARTE DE LA FELICIDAD

Traducción de José Manuel Pomares

lunes, 26 de marzo de 2018

IX ~ La cazadora divina

¡MARAVILLOSA Semana!!!
La Maestría del Amor
Dr Miguel RUIZ

IX
La cazadora divina

En la mitología griega existe una historia sobre Artemisa, la cazadora divina.
Artemisa era la cazadora suprema porque podía cazar sin tener que esforzarse demasiado. Satisfacía sus necesidades con gran facilidad y vivía en perfecta armonía con el bosque. Era amada por todos los animales, y ser cazado por ella se consideraba un honor. Nunca daba la impresión de estar cazando; todo lo que necesitaba se le acercaba y eso es lo que la convertía en la mejor cazadora, pero, a la vez, también, en la presa más difícil. Su forma animal era la de un ciervo mágico al que resultaba casi imposible cazar.
Y así vivió Artemisa en perfecta armonía con el bosque, hasta que, un día, el rey le dio una orden a Hércules, el hijo de Zeus, que iba en busca de su propia trascendencia.
Le ordenó que cazara al ciervo mágico de Artemisa. Hércules, invicto hijo de Zeus, no se negó, y se adentró en el bosque para cumplir su misión. El ciervo, cuando vio a Hércules, no se asustó, e incluso le permitió acercarse. Sin embargo, al ver que éste se disponía a capturarlo, se alejó corriendo, poniendo claramente de manifiesto que a menos que sus dotes de cazador fuesen mejores que las de Artemisa, jamás podría cazarlo.
Ante esta situación, Hércules recurrió a Hermes, el mensajero de los dioses por ser el más rápido, para que le prestase sus alas, lo que le permitió ser más rápido que Hermes, y cazar la presa más valiosa. Ya te puedes imaginar la reacción de Artemisa.
Había sido cazada por Hércules, y por supuesto, quiso vengarse. No obstante, aunque hizo todo lo que pudo para capturar a Hércules, éste se había convertido en la presa más difícil. Hércules gozaba de plena libertad y, aunque Artemisa no cejó en su intento, no fue capaz de conseguir atraparlo.
A todo esto, Artemisa no necesitaba a Hércules para nada. Sentía una imperiosa necesidad de capturarlo, pero no se trataba de nada más que de una ilusión. Creía que estaba enamorada de él y lo quería para ella sola, de manera que lo único que tenía en la mente era conseguirlo, y esto llegó a convertirse en una obsesión que la llevó a perder la felicidad. Empezó a cambiar. Dejó de estar en armonía con el bosque, y se puso a cazar sólo por el placer de conseguir una presa. Y así rompió sus propias reglas y se convirtió en una predadora. Ahora los animales le tenían miedo y el bosque empezó a rechazarla; sin embargo, a ella no le importó. No era capaz de ver la verdad; Hércules era lo único que ocupaba su mente.
Había muchos trabajos que requerían la atención de Hércules, pero aun así, en ocasiones iba al bosque a fin de visitar a Artemisa. Y cada vez que acudía, ella hacía todo lo que estaba en sus manos para cazarlo. Cuando estaba con Hércules, se sentía desbordada de felicidad por estar a su lado, aunque sabía que él se marcharía, lo que la hacía sentirse celosa y posesiva. Cada vez que Hércules se marchaba, ella sufría y lloraba.
Lo odiaba y lo amaba al mismo tiempo. Hércules no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo en la mente de Artemisa; no advirtió que pretendía cazarlo. En su mente, él no se consideró nunca una presa. Amaba y respetaba a Artemisa, pero no era eso lo que ella deseaba. Quería poseerlo; quería cazarlo y ser su predadora. Por supuesto, en el bosque todos advirtieron el cambio que había experimentado Artemisa, excepto ella. En su mente seguía considerándose la cazadora divina. No había cobrado conciencia de que había fallado. No era consciente de que el bosque, que antes había sido el cielo, ahora se había convertido en un infierno, porque, tras su caída, el resto de los cazadores cayeron con ella y todos se convirtieron en predadores.
Un día, Hermes adoptó una forma animal, y en el mismo instante en que ella se disponía a destrozarlo, se convirtió en un Dios, lo que le permitió descubrir de nuevo la sabiduría que había perdido. Hermes le explicó que había fallado, y con esta nueva conciencia, Artemisa se acercó a Hércules y solicitó su perdón. Lo que había provocado su caída no había sido nada más que su importancia personal. Al hablar con Hércules comprendió que no había llegado a ofenderlo nunca porque él desconocía lo que había estado sucediendo en su mente. Entonces, contempló el bosque y vio lo que le había hecho. Pidió disculpas a cada flor y a cada animal hasta que recobró el amor, y así se convirtió, de nuevo, en la cazadora divina.
Te explico esta historia para que sepas que todos somos cazadores y todos somos presas. Todo lo que existe es, a la vez, cazador y presa. ¿Por qué cazamos? Cazamos a fin de satisfacer nuestras necesidades. He hablado de las necesidades del cuerpo en oposición a las necesidades de la mente. Cuando esta cree que es el cuerpo, las necesidades no son más que ilusiones y por eso es imposible satisfacerlas. Cuando intentamos cazar esas necesidades irreales de la mente, nos convertimos en predadores: intentamos atrapar algo que no necesitamos.
Los seres humanos persiguen el amor. Sentimos que necesitamos ese amor porque creemos que no tenemos amor, y eso nos pasa porque no nos amamos a nosotros mismos. Vamos en busca del amor en otros seres humanos como nosotros y esperamos recibirlo de ellos cuando, de hecho, esos seres humanos se encuentran en la misma situación que nosotros. Tampoco se aman a sí mismos, de modo que, ¿cuánto amor podemos recibir de ellos? Por lo tanto, lo único que hacemos es crear una mayor necesidad que no es real; seguimos buscando afanosamente, pero en el lugar equivocado, porque los demás seres humanos no tienen el amor que nosotros necesitamos.
Cuando Artemisa fue consciente de su caída, volvió a ser quien había sido porque todo lo que necesitaba estaba en su interior. Y lo mismo vale para todos nosotros, ya que todos somos como Artemisa tras su caída y antes de su redención. Buscamos afanosamente el amor. Perseguimos la justicia y la felicidad. Perseguimos a Dios, pero Dios está en nuestro interior.

La caza del ciervo mágico te enseña que tienes que buscar en tu interior. Es una gran historia que merece la pena recordar. Si no te olvidas de Artemisa, siempre encontrarás amor en tu interior. Los seres humanos que se persiguen afanosamente unos a otros en busca de amor nunca se sentirán satisfechos; nunca encontrarán el amor que necesitan en otros seres humanos. La mente siente la necesidad, pero no es posible satisfacerla porque no está ahí. Nunca está ahí.
El amor que necesitamos buscar es el que reside en nuestro interior, pero ese amor es difícil de apresar. Resulta muy difícil acechar en tu interior y conseguir el amor que hay en ti. Tienes que ser muy rápido, tan rápido como Hermes, porque cualquier cosa puede distraerte y apartarte de tu objetivo. Cualquier cosa que capte tu atención te distraerá y obstaculizará la consecución de tu objetivo, que es conseguir la presa que reside en tu interior: el amor. Si eres capaz de capturar la presa, verás que el amor crecerá con fuerza en tu interior y que satisfará tus necesidades. Esto es de vital importancia para tu felicidad.
Por lo general, los seres humanos inician una relación como si fuesen a cazar.
Buscan lo que creen que necesitan y esperan encontrarlo en otra persona, para después descubrir que no está ahí. Por eso, cuando se inicia una relación sin esta necesidad, es otro asunto.
¿Cómo cazar en tu interior? Para capturar el amor que está en tu interior tienes que entregarte a ti mismo como el cazador y su presa. Dentro de tu mente existe un cazador y también una presa. ¿Quién es el cazador y quién es la presa? En la gente corriente, el cazador es el Parásito. El Parásito lo sabe todo de ti y lo que quiere son las emociones que provienen del miedo. El Parásito es un comedor de basura. Adora el miedo y la desdicha; adora el enfado, los celos y la envidia; adora cualquier emoción capaz de hacerte sufrir. El Parásito quiere desquitarse y quiere tener el control.
El método que adopta el Parásito para que te maltrates a ti mismo es el acoso continuo durante veinticuatro horas al día; te persigue constantemente. De este modo nos convertimos en la presa del Parásito, una presa muy fácil. El Parásito es quien te maltrata. Es más que un cazador; es un predador y te está comiendo vivo. La presa, el cuerpo emocional, es esa parte de nosotros que sufre y sufre sin cesar; es la parte de nosotros que quiere ser redimida.
En la mitología griega, también encontramos la historia de Prometeo que, encadenado a una roca, contemplaba día tras día cómo un águila le devoraba las entrañas. Pero ¿cuál es el significado de esta historia? Cuando Prometeo está despierto, tiene un cuerpo físico y emocional. El águila es el Parásito que se come sus entrañas.
Por la noche, no tiene cuerpo emocional y se recupera. Vuelve a nacer para convertirse en el alimento del águila hasta que Hércules llega para liberarlo. Hércules, al igual que Cristo, Buda o Moisés, rompe la cadena del sufrimiento y le concede la libertad.
A fin de buscar en tu interior es necesario que empieces a acechar todas las reacciones que tienes. Cambia un hábito de una vez. Es una guerra para liberarte del sueño que controla tu vida. Es una guerra entre el predador y tú, en la que la verdad está situada entre los dos. En todas las tradiciones del oeste, desde Canadá hasta Argentina, nos denominamos guerreros porque el guerrero es el cazador que se acecha a sí mismo. Se trata de una gran guerra, porque es una guerra contra el Parásito. Que seas un guerrero no significa que ganes la guerra, pero al menos te rebelas y dejas de aceptar que el Parásito te devore vivo.
Convertirte en cazador es el primer paso. Cuando Hércules acudió al bosque en busca de Artemisa, vio que no tenía posibilidades de capturar al ciervo. Entonces se fue a ver a Hermes, el supremo maestro, y aprendió a ser un cazador más hábil.
Necesitaba ser mejor que Artemisa a fin de darle caza. Para cazarte a ti mismo también necesitas ser mejor cazador que el Parásito.
Si el Parásito trabaja veinticuatro horas al día, tú también tienes que trabajar veinticuatro horas al día. Pero el Parásito tiene una ventaja: te conoce muy bien. Te resulta imposible esconderte de él. El Parásito es la presa más difícil. Es la parte de ti que intenta justificar tu conducta delante de los demás, pero cuando estás solo, se convierte en el peor juez. Siempre está juzgando, culpando y haciéndote sentir culpable.
En una relación normal en el infierno, el Parásito de tu pareja se alía con tu Parásito en contra de tu verdadero yo. Tienes en tu contra no sólo a tu propio Parásito, sino también al Parásito de tu pareja, que se une al tuyo para hacer que el sufrimiento sea eterno. Ahora bien, si eres consciente de esto, podrás establecer un cambio. Podrás tener una mayor compasión hacia tu pareja y permitirle enfrentarse a su propio Parásito. Te sentirás feliz cada vez que ella dé un nuevo paso hacia la libertad, y serás consciente de que, cuando esté disgustada, entristecida o celosa, no estás tratando con la persona que amas sino con el Parásito que está poseyéndola en ese momento.
Cuando sabes que el Parásito está ahí y comprendes qué es lo que le está sucediendo a tu pareja, eres capaz de ofrecerle el espacio necesario para que se enfrente a él. Y dado que tú sólo eres responsable de tu mitad de la relación, le permitirás a ella que se ocupe de su propio sueño personal. De ese modo te resultará más fácil no tomarte como algo personal lo que tu pareja haga. Esto será de gran ayuda para la relación, porque no te tomarás a mal nada de lo que haga tu pareja. Ella estará despachando su propia basura, y si tú no te lo tomas como un asunto personal, te resultará muy fácil mantener una relación maravillosa con ella. 

domingo, 18 de marzo de 2018

VIII ~ Sexo: el mayor demonio en el infierno

¡MARAVILLOSA Semana!
La Maestría del Amor
Dr Miguel Ruiz

VIII
Sexo: el mayor demonio en el infierno

Si fuésemos capaces de sacar a los seres humanos de la creación del universo, veríamos que toda ella -las estrellas, la Luna, las plantas, los animales, todas las cosas, es perfecta tal y como es. La vida no necesita justificaciones ni juicios; sin nosotros sigue funcionando igualmente. Ahora bien, si incluyes a los seres humanos en la creación, pero arrebatando la capacidad de juzgar, descubrirás que somos exactamente iguales al resto de la naturaleza. Ni buenos ni malos ni tenemos razón ni estamos equivocados: somos sencillamente como somos.
En el Sueño del Planeta, tenemos la necesidad de justificarlo todo: hacer que todo sea bueno o malo, correcto o incorrecto, cuando, sencillamente, las cosas son como son y punto. Los seres humanos acumulamos muchos conocimientos; aprendemos todas esas creencias, toda esa moral y las reglas de nuestra familia, de la sociedad y de la religión. Basamos la mayor parte de nuestra conducta y de nuestros sentimientos en esos conocimientos. Creamos ángeles y demonios, y claro, el sexo se convierte en el mayor demonio del infierno. El sexo es el mayor pecado de los seres humanos, cuando el cuerpo humano está hecho para el sexo.
Biológicamente eres un ser sexual, y no hay más. Tu cuerpo es muy sabio. Toda la inteligencia reside en los genes, en el ADN. El ADN no necesita comprender ni justificar las cosas; sólo sabe. El problema no reside en el sexo. El problema reside en el modo en que manipulamos el conocimiento y en nuestros juicios, cuando, en realidad, no hay nada que justificar. A la mente le resulta muy difícil rendirse, aceptar que es, sencillamente, como es. Tenemos toda una serie de creencias sobre lo que debería ser el sexo, sobre cómo deberían ser las relaciones, y esas creencias están completamente distorsionadas.
En el infierno pagamos un precio muy alto por un encuentro sexual, pero el instinto es tan fuerte que, de todos modos, lo hacemos. Entonces, sentimos mucha culpa y mucha vergüenza; oímos todos los chismes sobre el sexo. «¡Oh! ¡Mira lo que está haciendo esa mujer! ¡Mira a ese hombre!» Tenemos una definición completa de lo que es una mujer, de lo que es un hombre, de cuál debería ser el comportamiento sexual de una mujer y de cuál debería ser el comportamiento sexual de un hombre. Los hombres son siempre demasiado machos o demasiado débiles, dependiendo de quien los juzgue. Las mujeres son siempre demasiado delgadas o demasiado gordas. Tenemos todas esas creencias sobre cómo debería ser una mujer para ser considerada hermosa.
Tienes que comprar la ropa adecuada, crearte una imagen apropiada a fin de resultar seductora y ajustarte a esa imagen. Si no encajas en esa imagen de belleza, creces con la creencia de que careces de valor, de que no le gustarás a nadie.
Nos creemos tantas mentiras sobre el sexo que no lo disfrutamos. El sexo es para los animales. El sexo es maligno. Deberíamos avergonzarnos de tener sentimientos sexuales. Estas reglas sobre el sexo van completamente en contra de la naturaleza y sólo son un sueño, pero nos las creemos. Tu verdadera naturaleza aflora y no encaja con todas esas reglas. Te sientes culpable. No eres lo que deberías ser. Eres juzgado;  una víctima. Te castigas a ti mismo y no es justo. Esto abre heridas que se infectan con veneno emocional.
La mente juega a este juego, pero al cuerpo no le importa lo que la mente crea; el cuerpo sólo siente la necesidad sexual. En un momento determinado de nuestra vida nos resulta imposible no sentir una atracción sexual. Esto es completamente normal; no comporta ningún problema. El cuerpo sentirá un deseo sexual cuando se excite, cuando sea tocado, cuando sea visualmente estimulado, cuando vea la posibilidad de sexo. El cuerpo puede sentir un deseo sexual, y unos minutos más tarde, dejar de sentirlo. Si la estimulación cesa, el cuerpo deja de sentir la necesidad de sexo, pero la mente es otro cantar.
Digamos que estás casada y que recibiste una educación católica. Tienes todas esas ideas sobre cómo debería ser el sexo: sobre lo que es bueno o malo o correcto o incorrecto, sobre lo que es pecado y lo que resulta aceptable. Necesitas firmar un contrato para que el sexo sea aceptado; si no lo haces, el sexo es pecado. Has dado tu palabra de que serás fiel, pero un día, cuando vas por la calle, un hombre se cruza en tu camino. Sientes una fuerte atracción; el cuerpo siente la atracción. No hay ningún problema porque no significa que vayas a emprender una acción, sin embargo, eres incapaz de evitar ese sentimiento porque es algo completamente normal. Cuando el estímulo desaparece, el cuerpo lo libera, pero la mente necesita justificar lo que siente el cuerpo.
La mente «sabe», y ahí reside el problema. Tu mente sabe, tú sabes, pero ¿qué es lo que sabes? Sabes lo que crees. No importa si es bueno o malo, adecuado o inadecuado, correcto o incorrecto. Has sido educada para creer que eso es malo, y de inmediato, haces ese juicio. En ese momento empieza el drama y el conflicto.
Más adelante piensas en ese hombre, y sólo con pensar en él, tus hormonas vuelven a aumentar. Dada la poderosa memoria de la mente, es como si tu cuerpo volviese a verlo de nuevo. El cuerpo reacciona porque la mente piensa en ello. Si la mente dejase al cuerpo en paz, la reacción se desvanecería como si nunca hubiese tenido lugar.
Pero la mente lo recuerda, y como sabes que no está bien, empiezas a juzgarte. La mente dice que no está bien e intenta reprimir lo que siente. Pero, cuando tratas de reprimir tu mente, adivina qué ocurre. Piensas todavía más en ello. Entonces vuelves a ver a ese hombre, y aunque esta vez la situación sea distinta, tu cuerpo reacciona con mayor fuerza.

Si la primera vez hubieses liberado el juicio, ahora quizás al verlo por segunda vez, no experimentarías ninguna reacción. Sin embargo, en estos momentos, al verlo, tienes sentimientos sexuales, juzgas esos sentimientos y piensas: «Oh, Dios mío, no está bien.
Soy una mujer terrible». Necesitas ser castigada; eres culpable; y de este modo entras en una espiral descendente, por nada, porque todo está en la mente. Quizás ese hombre ni siquiera ha advertido tu existencia. Empiezas a imaginarte toda la escena, haces suposiciones y llegas a desearlo todavía más. Entonces, por la razón que sea, lo conoces, hablas con él y te resulta maravilloso. Al final se convierte en una obsesión; es muy atractivo, pero te da miedo.
Acabas haciendo el amor con él y es, a la vez, la mejor y la peor experiencia que has tenido. Ahora realmente necesitas ser castigada. «¿Qué clase de mujer permite que su deseo sexual sea más importante que sus principios morales?» Quién sabe a qué juegos va a jugar la mente. Sientes dolor, pero intentas negar tus sentimientos; intentas justificar tus acciones a fin de evitar el dolor emocional. «Bueno, probablemente mi marido hace lo mismo.»
La atracción cobra fuerza, pero no es a causa del cuerpo, sino de la mente, que está siguiendo un juego. El miedo se convierte en una obsesión, y así, el que sientes en relación a tu atracción sexual se intensifica. De este modo, cuando haces el amor con él, tienes una gran experiencia, pero no porque él sea maravilloso ni tampoco porque lo sea el sexo, sino porque liberas toda la tensión y todo el miedo. Entonces, para que vuelva a crecer de nuevo, la mente sigue creyendo en el juego de que es así por el hombre, pero eso no es verdad.
El drama sigue creciendo y no se trata de otra cosa que de un sencillo juego mental. Ni siquiera es real. Tampoco es amor, porque una relación como esta se vuelve muy destructiva. Es autodestructiva porque te hieres a ti misma y lo que más te duele es lo que crees. No importa que tus creencias sean correctas o incorrectas, buenas o malas, estás rompiendo con ellas, algo deseable cuando se hace a la manera del guerrero espiritual, pero no cuando se hace a la manera de la víctima. Y lo que estás haciendo es utilizar esa experiencia para adentrarte más profundamente en el infierno, no para salir de él.
Tu mente y tu cuerpo tienen unas necesidades completamente diferentes, pero la mente controla al cuerpo. Este tiene unas necesidades que no es posible evitar: comer, beber, guarecerse, dormir y satisfacerse sexualmente. Todas esas necesidades son completamente normales y muy fáciles de satisfacer. El problema reside en que la mente dice que esas son «sus» necesidades.
En nuestra mente creamos una imagen dentro de esta burbuja de ilusión. La mente se responsabiliza de todo. Piensa que tiene necesidad de comida, de agua, de cobijo, de ropa y de sexo, aunque lo cierto es que no la tiene, ya que no experimenta necesidades físicas. La mente no necesita comida, no necesita oxígeno ni agua, ni tampoco sexo.
Pero ¿cómo sabemos que esto es verdad? Cuando tu mente dice: «Necesito comida» y comes, el cuerpo se siente completamente satisfecho, pero no la mente, que sigue pensando que todavía necesita más. Entonces sigues comiendo sin parar, y, aun así, no eres capaz de que tu mente se sienta satisfecha, porque esa necesidad no es real.
La necesidad de cubrir el cuerpo es otro ejemplo. Sí, el cuerpo necesita ser cubierto cuando el viento es demasiado frío o cuando el sol quema en exceso, pero quien tiene esa necesidad es el cuerpo y es fácil satisfacerla. Por eso, cuando la necesidad está en la mente, aunque te eches encima toneladas de ropa, la mente seguirá necesitando más.
Entonces abres el armario, y aunque está lleno de ropa, tu mente no se siente satisfecha, así que dices: «No tengo nada que ponerme».
La mente necesita otro coche, otras vacaciones, una casa para invitar a tus amigos: todas esas necesidades que no eres capaz de satisfacer plenamente están en la mente.
Pues bien, lo mismo ocurre con el sexo. Cuando la necesidad está en la mente, no es posible satisfacerla. Cuando la necesidad está en la mente también están ahí todo el juicio y todo el conocimiento, lo que hace muy difícil hacerle frente al sexo. La mente no necesita sexo. Lo que realmente necesita es amor, no sexo. Más que la mente, es tu alma la que necesita amor, porque tu mente es capaz de sobrevivir con el miedo. El miedo también es energía y alimento para la mente: no exactamente el alimento que deseas, pero funciona.
Necesitamos liberar al cuerpo de la tiranía de la mente, ya que cuando ésta deja de necesitar comida y sexo, todo resulta muy fácil. Para ello, el primer paso que hay que dar es dividir las necesidades en dos categorías: en las necesidades que tiene el cuerpo,
y en las necesidades que tiene la mente.
La mente confunde las necesidades del cuerpo con las suyas porque necesita saber:  «¿Quién soy yo?». Vivimos en un mundo de ilusión y no tenemos la menor idea de qué somos. Por lo tanto, la mente elabora todas estas preguntas. «¿Qué soy yo?» se convierte en el mayor misterio y cualquier respuesta satisface la necesidad de sentirse a
salvo. La mente dice: «Yo soy el cuerpo. Yo soy lo que veo; yo soy lo que pienso; yo soy lo que siento; siento dolor; estoy sangrando».
La afinidad entre la mente y el cuerpo es tan grande que la mente se cree el siguiente postulado: «Yo soy el cuerpo». El cuerpo tiene una necesidad y la mente dice: «Yo necesito». La mente se toma como algo personal todo lo que tiene relación con el cuerpo porque intenta comprender «¿Qué soy yo?». Por eso resulta completamente normal que, en un momento determinado, la mente empiece a ganar control sobre el cuerpo. Y vives tu vida de esta manera hasta que sucede algo que te conmociona y te permite ver lo que no eres.
Sólo empiezas a cobrar conciencia cuando ves lo que no eres, cuando tu mente empieza a comprender que no es el cuerpo. Cuando se dice a sí misma: «Entonces, ¿qué soy yo? ¿Soy la mano? Si me corto la mano, todavía sigo siendo yo. Entonces, no soy la mano». Eliminas lo que no eres hasta que, al final, lo único que queda es lo que realmente eres. La mente atraviesa un largo proceso hasta descubrir su propia identidad. En ese proceso liberas tu historia personal, lo que te hace sentir seguro, hasta que finalmente comprendes lo que en verdad eres.
Descubres que no eres lo que crees que eres porque nunca escogiste tus creencias, que estaban ahí cuando naciste. Descubres que tampoco eres el cuerpo, porque empiezas a funcionar sin él. Empiezas a advertir que no eres el sueño, que no eres la mente. Y si profundizas más, te llegas a dar cuenta de que tampoco eres el alma. 
Entonces, lo que descubres resulta verdaderamente increíble. Descubres que lo que eres es una fuerza: una fuerza que le permite a tu cuerpo vivir, una fuerza que permite que tu mente sueñe.
Sin ti, sin esa fuerza, tu cuerpo se derrumbaría. Sin ti, todo tu sueño se disolvería hasta convertirse en nada. Lo que realmente eres es esa fuerza que es la Vida. Y si miras a los ojos de alguien que esté cerca de ti descubrirás esa conciencia propia, la manifestación de la Vida que brilla en ellos. La vida no es el cuerpo, no es la mente, no es el alma. Es una fuerza, y por medio de esta fuerza un recién nacido se convierte en un niño, en un adolescente, en un adulto; se reproduce y envejece. Cuando la Vida abandona el cuerpo, este se descompone y se convierte en polvo.
Eres Vida que atraviesa tu cuerpo, que atraviesa tu mente, que atraviesa tu alma. Y una vez que descubres esto, no con la lógica, no con el intelecto, sino porque la sientes, descubres que eres la fuerza que hace que se abran y se cierren las flores, que hace que el colibrí vuele de una flor a otra, que estás en cada árbol, en cada animal, en cada vegetal y en cada roca. Eres esa fuerza que mueve el viento y que respira a través de tu cuerpo. Todo el universo es un ser viviente movido por esa fuerza, y eso es lo que tú eres. Eres vida.

lunes, 12 de marzo de 2018

VII ~ El maestro del sueño

¡MARAVILLOSA Semana!!!
La Maestría del Amor
Dr Miguel Ruiz

VII
El maestro del sueño

Toda relación en tu vida es susceptible de ser sanada, toda relación puede ser maravillosa, pero siempre empezará por ti. Es necesario que tengas valentía para utilizar la verdad, para hablarte a ti mismo con la verdad, para ser completamente sincero contigo mismo. Quizá no es necesario que te muestres sincero con todo el mundo, pero puedes serlo contigo mismo. Quizá no seas capaz de controlar lo que ocurrirá a tu alrededor, pero puedes controlar tus propias reacciones. Esas reacciones guiarán el sueño de tu vida, tu sueño personal. Son tus reacciones las que te hacen sentir muy desdichado o muy feliz.
Tus reacciones son la clave para tener una vida maravillosa. Si eres capaz de aprender a controlar tus propias reacciones, entonces podrás cambiar tus costumbres y cambiarás tu vida.
Eres responsable de las consecuencias de todo lo que haces, piensas, dices y sientes. Tal vez te resulte difícil comprender qué acciones provocaron una consecuencia determinada -qué emociones, qué pensamientos-, pero lo que sí ves es la consecuencia porque, bien la estás sufriendo, o estás disfrutando de ella. Controlas tu sueño personal mediante las elecciones. Comprueba si la consecuencia de tu elección te resulta satisfactoria o no. Si es una consecuencia que te permite disfrutar, entonces sigue adelante. Perfecto. Pero si no te gusta lo que está ocurriendo en tu vida, si no estás disfrutando de tu sueño, intenta averiguar qué está originando las consecuencias que tanto te disgustan. Así es como se transforma el sueño.
Tu vida es la manifestación de tu sueño personal. Si eres capaz de transformar el programa de tu sueño personal te convertirás en un maestro del sueño. Un maestro del sueño crea una vida que es una obra maestra. Pero llegar a ser un maestro del sueño representa un gran reto, ya que normalmente los seres humanos se convierten en esclavos de sus propios sueños. El modo en que aprendemos a soñar es una trampa.
Con todas las creencias que tenemos de que nada es posible, resulta difícil escapar del sueño del miedo. A fin de despertar del sueño, necesitas dominarlo.
Por esa razón los toltecas crearon la Maestría de la Transformación, para liberarse del viejo sueño y crear un nuevo sueño donde todo es posible, incluso escapar del sueño. En la Maestría de la Transformación, los toltecas dividen a la gente en soñadores y en cazadores al acecho. Los soñadores saben que el sueño es una ilusión y juegan en ese mundo de ilusión sabiendo que se trata sólo de eso. Los cazadores al acecho son como un tigre o un jaguar, y están al acecho de toda acción y reacción.
Tienes que acechar tus propias reacciones; trabajar en ti mismo a cada instante.
Requiere mucho tiempo y valor porque resulta más fácil tomarse las cosas como algo personal y reaccionar de la misma manera que acostumbras a hacer. Y eso te  conduce  a cometer muchos errores y a padecer mucho dolor, porque tus reacciones sólo generan más veneno emocional e incrementan la desdicha.
Ahora bien, cuando seas capaz de controlar tus reacciones, descubrirás que no tardas nada en ver, es decir, en percibir las cosas como realmente son. Por lo general, la mente percibe las cosas como son, pero debido a toda la programación y a todas las creencias que tenemos, hacemos interpretaciones de lo que percibimos, de lo que oímos, y sobre todo, de lo que vemos.
Existe una gran diferencia entre ver de la manera en que la gente ve en el sueño y ver sin establecer juicios, tal como es. La diferencia reside en el modo en que reacciona tu cuerpo emocional frente a lo que percibes. Por ejemplo, si vas andando por la calle y un desconocido te dice: «Eres un estúpido» y se aleja, puedes percibir la situación y reaccionar de muchas maneras diferentes. Aceptar lo que esa persona te ha dicho y pensar: «Sí, debo de ser un estúpido». Enfurecerte o sentirte humillado, o sencillamente ignorarlo.
Lo cierto es que esa persona te está enfrentando a su propio veneno emocional y te ha hecho ese comentario porque has sido el primero que se ha cruzado en su camino. No tiene nada que ver contigo. No hay nada personal en ello. Y si eres capaz de ver esa verdad, tal como es, no reaccionarás.
Dirás: «Cómo sufre esa persona», pero no te lo tomarás como algo personal. Es sólo un ejemplo, pero se puede aplicar a la mayoría de las cosas que suceden continuamente. Tenemos un pequeño ego que se toma todas las cosas de manera personal, que nos hace reaccionar exageradamente. No vemos lo que está ocurriendo realmente porque reaccionamos al instante y lo convertimos en parte de nuestro sueño.
Tu reacción proviene de una creencia interior muy profunda. Has repetido esa manera de reaccionar miles de veces y al final se ha convertido en un hábito para ti.
Estás condicionado a ser de una determinada manera. Y ahí reside el reto: cambiar tus reacciones normales, cambiar tus hábitos, arriesgarte y hacer elecciones diferentes. Si no consigues la consecuencia que querías, cámbiala una y otra vez hasta obtener finalmente el resultado que deseas.
He dicho que nunca hicimos la elección de tener en nuestro interior al Parásito, que es el Juez, la Víctima y el Sistema de Creencias. Si sabemos que no teníamos otra opción y adquirimos conciencia de que no es nada más que un sueño, recobraremos algo que perdimos y que es muy importante: algo que las religiones llaman «libre albedrío», y que es lo que Dios les concedió a los seres humanos cuando los creo. Es cierto, pero el sueño nos lo arrebató y se lo quedó, porque el sueño es quien controla la voluntad de la mayoría de los seres humanos.
Algunos dicen: «Quiero cambiar, realmente quiero cambiar. No hay ninguna razón para que sea tan pobre. Soy inteligente. Merezco vivir una vida mejor, ganar mucho más dinero del que gano actualmente». Lo saben, pero sólo es lo que su mente les dice.
¿Y qué hacen? Encender el televisor y pasarse horas y horas mirándolo. Entonces, ¿dónde está la fortaleza de su voluntad?
Una vez que tenemos conciencia, podemos hacer una elección. Si fuésemos capaces de tener esa conciencia de manera permanente, cambiaríamos nuestras costumbres, nuestras reacciones y nuestra vida entera. Cuando cobramos esa conciencia, volvemos a tener el libre albedrío. Cuando recobramos el libre albedrío, entonces somos capaces de recordar quienes somos en cualquier momento. Y si lo olvidamos, podemos escoger otra vez, pero sólo si tenemos esa conciencia. De lo contrario, no tenemos elección.
Cobrar conciencia significa ser responsable de la propia vida. No eres responsable de lo que está sucediendo en el mundo. Eres responsable de ti mismo. No fuiste tú quien hizo el mundo tal como es; el mundo ya estaba como es ahora antes de que tú nacieses. No viniste aquí con la gran misión de salvar al mundo y de cambiar la sociedad, pero, indudablemente, viniste con una gran misión; una misión importante. 
La verdadera misión que tienes en la vida es hacerte feliz, y a fin de ser feliz, debes examinar tus creencias, la manera que tienes de juzgarte a ti mismo, tu victimismo.
Sé completamente sincero con respecto a tu felicidad. No proyectes una falsa impresión de felicidad diciéndole a todo el mundo: «Mírame. He triunfado en la vida, tengo todo lo que quiero, soy muy feliz», cuando no te gustas.
Todo está ahí para nosotros, pero lo primero que necesitamos es tener la valentía de abrir los ojos, de utilizar la verdad y de ver las cosas como son en realidad. Los seres humanos están muy ciegos y la razón de tanta ceguera es que no quieren ver. Por ejemplo: Una mujer joven conoce a un hombre y de inmediato siente una fuerte atracción hacia él.
Tiene una subida de hormonas y lo único que quiere es a ese hombre. Todas sus amigas ven qué tipo de hombre es. Consume drogas, no trabaja, tiene todas las características que hacen sufrir tanto a las mujeres. Pero cuando ella lo mira, ¿qué es lo que ve? Sólo ve lo que quiere ver. Ve que es alto, guapo, fuerte, encantador. Se crea una imagen de él e intenta negar lo que no quiere ver. Se miente a sí misma. Realmente quiere creer que la relación funcionará. Las amigas le dicen: «Pero toma drogas, es un alcohólico, no trabaja». Y ella les contesta: «Sí, pero mi amor hará que cambie». 
Su madre no soporta a ese hombre, claro, y lo mismo le sucede a su padre. Los dos están preocupados por ella porque ven adonde la va a llevar el camino que ha tomado.
Le dicen: «No es un buen hombre». Pero ella les responde: «Me estáis diciendo lo que tengo que hacer». Se enfrenta a su madre y a su padre, hace caso de sus hormonas y se miente a sí misma en un intento de justificar su elección: «Es mi vida y voy a hacer con ella lo que quiera».
Meses más tarde, la relación la devuelve a la realidad. La verdad empieza a aflorar y ella le culpa a él por las cosas que no quiso ver anteriormente. No hay respeto, la maltrata, pero, ahora, lo que más le importa es su orgullo. ¿Cómo va a volver a su casa y reconocer que su madre y su padre tenían razón? Con eso sólo conseguiría que se sintiesen satisfechos. ¿Cuánto le va a costar a esta mujer aprender la lección? ¿Cuánto se ama a sí misma? ¿Hasta qué punto se va a maltratar?
Todo ese sufrimiento se deriva de no querer ver, aun cuando las cosas se nos muestran claramente ante nuestros ojos. Por eso, cuando conocemos a alguien que intenta fingir que es mejor de lo que es, y que a pesar de haberse puesto esa falsa máscara, no puede ocultar su falta de amor, su falta de respeto, no queremos verlo ni oírlo. A eso se debe que un anciano profeta dijera una vez: «No hay hombre más ciego que el que no quiere ver. Y tampoco hombre más sordo que el que no quiere oír. Y no hay hombre más loco que el que no quiere comprender».
Estamos muy ciegos, lo estamos de verdad y lo acabamos pagando. Ahora bien, si llegamos a abrir los ojos y ver la vida tal y como es, seremos capaces de evitar mucho dolor emocional. Esto no significa que no nos arriesguemos. Estamos vivos y necesitamos arriesgarnos, y si fallamos, bueno, ¿qué pasa?, ¿a quién le importa? Da lo mismo. Aprendemos y seguimos adelante sin hacer juicios.
No necesitamos juzgar; no necesitamos culpar ni sentirnos culpables. Sólo necesitamos aceptar nuestra verdad y proponernos un nuevo principio. Si somos capaces de vernos a nosotros mismos tal y como somos, habremos dado el primer paso hacia nuestra propia aceptación, hasta anular el rechazo de uno mismo. Desde el mismo momento en que somos capaces de aceptarnos como somos, todos los cambios son posibles.
Todas las personas tienen un valor, y la vida respeta ese valor. Pero ese valor no se mide en dólares ni en oro; se mide en amor. Más que eso, se mide en el amor hacia uno mismo. Tu valor viene dado por la cantidad de amor que te tienes a ti mismo: y la vida respeta ese valor. Cuando te amas a ti mismo, tu valor es muy alto, lo cual significa que tu tolerancia frente a los maltratos que tú mismo te infliges es muy baja. Es muy baja porque te respetas. Te gustas tal y como eres y eso aumenta tu valor. Siempre que haya cosas en ti que no te gustan, tu valor será un poco más bajo.
En ocasiones, la autocrítica es tan fuerte que la gente necesita atontarse para poder estar consigo misma. Cuando no te gusta una persona, puedes apartarte de ella. Cuando no te gusta un grupo de gente, te puedes apartar de él. Pero si no te gustas a ti mismo, no importa adónde vayas, siempre estarás ahí. Para evitar tu propia compañía necesitas tomar algo que te atonte, que aparte tu mente de ti. Quizás el alcohol te ayude. O quizás alguna droga. Puede que la comida: sólo comer, comer y comer. Pero el maltrato de uno mismo puede llegar a ser mucho peor que todo esto. Hay gente que realmente se odia a sí misma. Es autodestructiva, se mata poco a poco porque no tiene la suficiente valentía para hacerlo de golpe.
Si observas a las personas auto destructivas, verás que atraen a gente parecida.
¿Qué hacemos cuando no nos gustamos a nosotros mismos? Intentamos atontarnos con alcohol a fin de olvidar nuestro sufrimiento. Esa es la excusa que utilizamos. ¿Y adónde vamos para obtener alcohol?
Vamos a un bar a beber, y una vez allí ¿adivina con quién nos encontramos? Con alguien igual que nosotros, alguien que también intenta evitarse a sí mismo y atontarse.
Así pues, nos atontamos juntos, empezamos a hablar de nuestros sufrimientos y nos comprendemos muy bien. Hasta empezamos a disfrutarlo. La razón de que nuestro entendimiento mutuo sea tan perfecto es porque vibramos en la misma frecuencia.
Ambos somos auto destructivos. Entonces yo te hago daño y tú me haces daño: una relación perfecta en el infierno.
¿Qué ocurre cuando cambias? Por la razón que sea, ya no necesitas el alcohol.
Ahora te sientes bien cuando estás contigo mismo y realmente lo disfrutas. Ya has dejado la bebida, pero tienes los mismos amigos y todos beben. Se embriagan, empiezan a sentirse más felices, pero tú ves claramente que su felicidad no es real. Lo que llaman felicidad es una rebelión en contra de su propio dolor emocional. En esa «felicidad» están tan heridos que se divierten causando dolor a otras personas y a sí mismos.
Al final, te resulta imposible encajar en ese ambiente, y por supuesto, ellos se enfadan contigo porque advierten que han dejado de gustarte. «Oye, veo que me rechazas porque has dejado de beber conmigo, porque ya no nos emborrachamos juntos.» Ahora es el momento de hacer una elección: retroceder o bien avanzar hacia otra frecuencia distinta y conocer a aquellos que acabarán por aceptarse a sí mismos como lo estás haciendo tú. Por fin descubres que existe otro reino de realidad, una nueva manera de relacionarse y ya no aceptas determinados tipos de maltrato.