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"Te advierto, quien quieras que fueres, ¡Oh! Tú que deseas sondear los arcanos de la naturaleza, que si no hallas dentro de ti mismo aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera. Si tú ignoras las excelencias de tu propia casa, ¿cómo pretendes encontrar otras excelencias? En ti se halla oculto el Tesoro de los Tesoros ¡Oh! Hombre, conócete a ti mismo y conocerás el universo y a los Dioses." ORACULO DE DELFOS

domingo, 25 de noviembre de 2018

FASE CUATRO: EL DIOS REDENTOR (5/8) (Respuesta intuitiva)

¡MARAVILLOSA Semana!!!
CONOCER A DIOS
El Viaje del Alma hacia el Misterio de los Misterios
Deepak CHOPRA


FASE CUATRO:
EL DIOS REDENTOR (5/8)
(Respuesta intuitiva)

El cerebro sabe cómo ser activo y cómo estar en reposo. Entonces ¿por qué no termina aquí la cosa? ¿Adonde podría ir la mente cuando ha encontrado paz consigo misma? Las fases más elevadas de espiritualidad parecen misteriosas cuando están expresadas de esta forma, porque no hay ningún sitio a donde ir más allá del silencio. Tenemos que mirar qué silencio puede crecer en nuestro interior, y éste es la sabiduría.
Los psicólogos saben muy bien que la sabiduría es un fenómeno real. Si planteamos una batería de problemas a diversos sujetos en una amplia gama de edades, es perfectamente predecible que los de más edad darán respuestas más sabias que los jóvenes. Los problemas planteados pueden ser de cualquier tipo: decidir si hemos sido engañados en un trato de negocios, o cómo solucionar un incidente internacional que podría conducir a una guerra. Una respuesta sabia podría ser esperar a ver qué pasa antes de actuar de forma impulsiva, pedir consejo a diversas personas, o no hacer presuposiciones. No importa cuál es el problema, la sabiduría es una perspectiva aplicada a cualquier situación.
Del mismo modo que la fase tres contempla el nacimiento de un Dios de paz, la fase cuatro contempla el nacimiento de un Dios sabio que no desea actuar siguiendo sus impulsos vengativos, que ya no esgrime nuestros pecados contra nosotros y cuyas miras van más allá del bien y del mal.
En el papel de Dios Redentor, empieza a considerar todas las sentencias que lastran la vida y, por lo tanto, su sabiduría crea el sentimiento de ser amado y mimado. En este aspecto, la soledad del mundo interior comienza a suavizarse. Las cualidades de Dios Redentor son todas positivas:

Comprensivo
Tolerante
Misericordioso
No crítico
Completo
Acogedor

Démonos cuenta de que ninguna de estas cualidades es el resultado de pensar y que, si las encontrásemos en una persona, las llamaríamos cualidades o carácter. La versión psicológica de la sabiduría es que nos interesa para nuestros fines. Para un psicólogo, la sabiduría tiene una relación directa con la edad y la experiencia, aunque hay también algo más profundo. Los maestros espirituales hablan de una misteriosa facultad conocida como la «segunda atención». La primera atención tiene relación con lo que estamos haciendo, y con los datos aportados por los cinco sentidos, y se expresa a sí misma como pensamientos y sentimientos. La segunda atención es diferente, ya que mira más allá de lo que estamos haciendo, algo así como ver la vida desde una perspectiva más profunda. Desde esta fuente se deriva la sabiduría y el Dios de la fase cuatro sólo aparecerá cuando se ha cultivado la segunda atención.
Conozco a un escritor ambicioso que tuvo un golpe de suerte inesperado con un libro que sorprendió a todo el mundo al llegar a ser un bestseller. En su euforia por los cientos de miles de dólares, decidió arriesgarlo todo en una compañía petrolera de alto riesgo. Sus amigos le hacían ver que la inmensa mayoría de oportunidades de este tipo pluman a sus inversores antes de que se llegue a descubrir una sola gota de petróleo, pero el escritor ni se inmutó y, sin tener experiencia ninguna, se lanzó a invertir, llegando al extremo de visitar los pozos de petróleo que le proponían y que estaban diseminados por todo el estado de Kansas.
Cuando le volví a encontrar en un acto editorial seis meses más tarde, parecía muy afligido porque todo su dinero se había evaporado. «Todo el mundo está muy amable conmigo —me dijo bastante turbado—. Mis amigos se aguantan las ganas que tienen de decirme que ya me lo habían advertido. Pero lo peor de todo esto no es ni perder el dinero ni la humillación que he sufrido. El problema es otro. Desde el principio, yo ya sabía que las inversiones no iban a funcionar y no tenía ni la menor duda de que estaba tomando una decisión terrible. Sin embargo, día tras día actuaba como un esquizofrénico, con una confianza ciega, por una parte, y sabiéndome destinado a fracasar, por otra.»
Esto es un ejemplo dramático del hecho de que vivimos en más de un nivel de realidad al mismo tiempo. La primera atención organiza la superficie de la vida, mientras que la segunda tiene relación con los niveles más profundos. Tanto la intuición como la sabiduría surgen de la segunda atención y, por lo tanto, no pueden compararse con el pensamiento ordinario. Nuestro hombre no prestó atención a su intuición y siguió adelante con su fatal proyecto, ignorando la parte subconsciente de sí mismo que ya sabía de antemano lo que sucedería. El Dios de la fase cuatro sólo entra en nuestras vidas cuando nos hemos hecho amigos de él con el subsconsciente.
Los terapeutas tienen un ejercicio para esto, que consiste en imaginarnos a nosotros mismos en una cueva oscura en la que hemos entrado para encontrar al mentor perfecto que nos está esperando al final de un túnel. Empezamos a andar hacia él por la cueva, que es cálida y en la que nos sentimos fuera de peligro, con sentimientos de calma y de esperanza. A medida que nos vamos acercando al final del túnel se abre una habitación y vemos a nuestro mentor vuelto de espaldas a nosotros. Se vuelve lentamente y éste es el momento en que parece que vamos a darnos cuenta de quién es la persona con la que vamos a encontrarnos, de entre todas las que podamos haber conocido. Sea quien sea, nuestro abuelo, un antiguo profesor o incluso una persona a la que no conozcamos, como Einstein o el Dalai Lama, esperaremos encontrar algunas virtudes en nuestro mentor:

• Un mentor debe saber quiénes somos y cuáles son nuestras aspiraciones. El Dios Redentor es comprensivo.
• Un mentor debe aceptarnos incluso con nuestras faltas. El Dios Redentor es tolerante.
• Cuando hablamos de cosas que nunca hemos dicho a nadie porque nos hacen sentir culpables y avergonzados, un mentor debe absolver esta culpa. El Dios Redentor es misericordioso.
• Como es sabio, un mentor no debe interferir en nuestras decisiones o decirnos que son equivocadas. El Dios Redentor no es crítico.
• Un mentor debe ser capaz de entender toda la naturaleza humana. El Dios Redentor es completo.
• Con nuestro mentor nos sentimos fuera de peligro y propensos a intimar con él. El Dios Redentor es acogedor.

El papel de mentor no implica género alguno. El Mentor original, que se apareció como tutor y guía del hijo de Ulises, tomó forma masculina pero en realidad era Atenea, diosa de la Sabiduría. De hecho, podemos decir por primera vez que el Dios de la fase cuatro tiene una inclinación hacia la hembra ya que la intuición y la inconsciencia han sido generalmente vistos como femeninos en contraste con la fuerza y la razón masculinas. La misma división se expresa biológicamente como dominio de los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro. El hecho de que el hemisferio derecho del cerebro controle la música, el arte, la imaginación, la percepción espacial y quizá la intuición no significa que el Dios de la fase cuatro viva ahí, aunque esto es una implicación fuerte. Por todas partes hay mitos en los que encontramos héroes que hablan directamente con los dioses, y algunos antropólogos han especulado que, del mismo modo que el hemisferio derecho del cerebro puede evitar al hemisferio izquierdo para recibir percepciones no verbales y no racionales, así los antiguos humanos podían evitar la racionalidad y percibir dioses, hadas, gnomos, ángeles y otros seres cuya existencia material pone en duda el hemisferio izquierdo.
Hoy en día estamos más inhibidos, por lo que muy pocas personas podrán decir que han estado hablando con la Virgen María, mientras que los demás diremos que hemos internalizado voces divinas como la intuición. Los instintos están muy cerca del oráculo de Delfos y muchas personas pueden tenerlos. Es muy cierto que podemos evitar la razón para ganar en percepción, una intuición que no implica reflexión o ejercicio, sino que destella en la mente, arrastrando un sentido de la veracidad que desafía cualquier explicación.
Opino que los dos hemisferios del cerebro podrían muy bien ser la mejor fuente de la primera y de la segunda atención, porque «dominante» no significa dominador, y podemos intuirlo y razonarlo todo al mismo tiempo. Los médicos han tenido pacientes que han sabido de antemano si tenían o no cáncer o si una operación saldrá bien o no. En mis primeros años de práctica, conocí a una mujer que abrigaba temores por la vida de su esposo, el cual estaba a punto de ingresar en el hospital para someterse a una intervención de cirugía menor que en modo alguno amenazaba su vida. «Todo esto ya lo sé —insistía ella—, pero no es la operación en sí lo que me preocupa. Hay algo que no me gusta.» Todos, incluyendo su marido y yo mismo, tratamos de tranquilizarla y aunque el mismo cirujano era una eminencia y muy hábil, ella siguió con sus temores.
Pero sucedió un hecho inesperado: en mitad de la intervención, su marido tuvo una extraña reacción a la anestesia y murió en la mesa de operaciones sin posibilidad de reanimación. Fue una conmoción; la viuda estaba desconsolada porque sabía que iba a suceder aunque a nivel racional no tenía motivo alguno para dudar de la cirugía. Este conflicto entre la primera y la segunda atención forma el drama central de la fase cuatro. La gran pregunta es cómo podremos aprender a tener confianza en la segunda atención si el inconsciente tiene la reputación de no ser digno de crédito sino, bien al contrario, se le considera oscuro y amenazador. Una vez que nos hemos identificado con el conocedor, que es esta parte de nosotros mismos que se siente intuitiva, sabia y que actúa como si el mundo cuántico fuera su propia casa, entonces Dios toma una nueva forma y se vuelve todopoderoso y omnisciente.

¿Quién soy?
El conocedor interno.

Nunca nos fiaremos de nuestra intuición hasta que nos identifiquemos con ella, cosa que tiene relación con la autoestima. En las primeras fases del crecimiento interior, se estima a una persona que pertenece al grupo y que mantiene sus valores. Si el conocedor interno intenta hacer objeciones es sofocado. La intuición se vuelve un enemigo, porque dice cosas horrorosas que se supone que no debemos escuchar, por ejemplo, un soldado que sacrifica su vida en las líneas del frente no puede permitirse pensar sobre la barbaridad que es la guerra y estimar que lo correcto es el pacifismo. Si su voz interior le dice: «¿Cuál es la cuestión? El enemigo no es más que yo mismo en la piel de otro hombre», la autoestima se hace añicos.
Una persona que ha llegado a la fase cuatro hace tiempo que ha abandonado los valores de grupo, y para ella han dejado de existir las seducciones de la guerra, la competencia, la bolsa de valores, la fama y la fortuna. Sin embargo, el aislamiento no es cosa buena y, por lo tanto, el conocedor interno acude para ayudar, dándonos una nueva fuente de autoestima basada en cosas que no pueden saberse de ningún otro modo. Si nos estremecemos con las siguientes líneas del gran místico persa Rumi, significa que entendemos de qué modo el mundo interior puede ser más conmovedor que cualquier otra cosa exterior:

Cuando yo muera
me elevaré con ángeles.
Y cuando muera para los ángeles,
no puedo imaginar
qué será de mí.

En la fase cuatro, la vacuidad de la vida exterior se vuelve irrelevante porque se ha empezado un nuevo viaje. Los sabios no se sientan para contemplar lo sabios que son, sino que están volando por el espacio y el tiempo, guiados en un viaje del alma que nada puede impedir. Las ansias de soledad, característica de cualquiera que esté en la fase cuatro, viene del suspense total. La persona no puede esperar a descubrir cuál es el próximo paso en la revelación del drama del alma.
La palabra redención nos da sólo una pálida sensación de cuan implicatoria es esta expedición.
Para el conocedor interno existen muchas más cosas aparte de sólo estar libre de pecado, ya que una persona que siente todavía la carga de la culpa y la vergüenza nunca se embarcará en el viaje.
No tenemos que ser perfectos para intentar alcanzar a los ángeles, sino que tenemos que poder vivir con nosotros mismos teniendo nuestra propia compañía durante largos períodos de tiempo. Tener un sentido de pecado afectará esta capacidad. Como suele decir un psiquiatra amigo mío, que es algo cínico: «Sabrás mucho más sobre las motivaciones humanas cuando te des cuenta de una cosa: el noventa y nueve por ciento de la humanidad pasa un noventa y nueve por ciento de su tiempo intentando evitar las verdades dolorosas.»
Las personas que pasan el tiempo en otras cosas pueden parecer misteriosas. El conocedor interno poco puede hacer con los cinco sentidos y le preocupa poco lo racional que pueda parecer una situación, porque el conocedor interno lo sabe. Este misterio es el tema de una famosa parábola zen: 

un joven monje se dirige a su maestro, el abad del monasterio, y le dice: «Tengo que conocer el significado de la vida. ¿Me lo diréis, señor?»
El maestro, que tenía una gran reputación como calígrafo, tomó su pincel y escribió rápidamente la palabra «atención» en un papel. El discípulo esperó, pero no sucedió nada. «Señor, estoy decidido a permanecer aquí sentado hasta que me digáis el sentido de la vida», repitió.
Se sentó y, al cabo de un momento, el maestro volvió a tomar su pincel y volvió a escribir la palabra «atención» en el papel.
«No lo entiendo —protestó el discípulo—. Se dice que habéis alcanzado la más alta revelación y yo estoy ansioso por saber. ¿No me diréis el secreto?» Pero, por tercera vez, el maestro no dijo nada y se limitó a mojar el pincel en la tinta negra y a escribir la palabra «atención». La impaciencia del joven monje se volvió desánimo.
«O sea que ¿no tiene nada que enseñarme? —dijo tristemente—. Si al menos supiera adonde ir; he estado buscando durante tanto tiempo.» Se levantó y se fue mientras el viejo maestro le siguió con una mirada compasiva. Luego tomó el pincel y de un solo trazo escribió la palabra «atención».

Esta pequeña historia pierde su carácter zen en el momento en que nos damos cuenta de que el maestro está hablando de la segunda atención y que no puede responder la pregunta más seria del discípulo porque no hay respuestas a nivel de la primera atención. El discípulo tampoco podía imaginarse la emoción que sentía el maestro porque desde el exterior no puede verse signo alguno.
Hicimos la misma observación cuando vimos que Dios no deja huellas en el mundo material. En la fase cuatro nos sentimos fascinados por Dios, no porque necesitemos protección o consuelo, sino porque somos un cazador que va tras sus huellas y la caza es tanto más interesante cuanto la presa no deja huellas en la nieve.

¿Cómo encajo en esto?
Entiendo.

En la fase tres, el mundo interior evidencia poca actividad. Los veleros no pueden navegar con poco viento por lo que descansan y esperan. El mundo interior se hace vivo en la fase cuatro, en el que la calma y la paz se vuelven algo mucho más útil, se empieza a entender cómo funciona la realidad y la naturaleza humana comienza a desvelarnos sus secretos. Veamos algunos ejemplos:

No hay víctimas.
Todo está bien ordenado y las cosas suceden como es debido.
Una sabiduría superior guía los acontecimientos aleatorios.
El caos es una ilusión; hay orden total en todos los acontecimientos.
Sin razón no sucede nada.

Llamémosle a esto un paquete de percepciones, centradas en la cuestión de por qué todo funciona del modo en que lo hace, cosa que es una pregunta profunda, que todos nos planteamos pero que tendemos a hacerlo de forma superficial, porque nuestra pasión no es explicarnos de qué modo trabaja el destino. Si algunas cosas parecen preordenadas mientras que otras son accidentales, es que es así. Sin embargo, en la fase cuatro el destino se convierte en una cuestión candente, porque la persona percibe suficientes ejemplos de que «una mano invisible» debe estar haciendo algo. Los ejemplos pueden ser pequeños, pero no podemos volverles la cara.
Hace poco, cometí alguna torpeza con el ordenador como consecuencia de la cual perdí una cantidad considerable de un trabajo muy importante. Por la noche apenas pude dormir pensando en que el único remedio era un programa que pudiera recuperar mis capítulos perdidos, si ello era posible. Estaba muy angustiado esperando el servicio de mensajería nocturno que, como siempre, llegaba tarde. Alcancé el teléfono y cuando ya había marcado el número de la empresa de mensajeros, un vecino llamó a la puerta. «Me parece que esto tiene que ser para usted», dijo, sosteniendo en la mano un paquete que había encontrado mientras cruzaba nuestro jardín.  Al parecer el mensajero había llegado por la puerta de atrás de la casa, que es vieja y la tenemos sellada, y no había podido llamar al timbre sencillamente porque no hay ninguno allí.
Aparte del hecho de encontrarme en el momento en que estaba a punto de crear una buena confusión por teléfono, el paquete lo encontró alguien que nunca había venido por casa anteriormente, y yo me pregunto cómo pudieron llegar a coincidir todos estos factores aunque fueran tan minúsculos.
En la fase cuatro no descansaremos hasta que entendamos la respuesta. Una vez que hayamos prestado suficiente atención, que es siempre la palabra clave, empezaremos a ver que los acontecimientos toman la forma de modelos y vemos que también contienen lecciones, mensajes o signos con los que el mundo exterior está intentando de alguna manera comunicar con nosotros, y entonces vemos que estos acontecimientos externos son en realidad símbolos de los acontecimientos interiores. En mi caso, el acontecimiento interior era una furiosa tensión de la que quería escapar. Las ondas discurren desde el centro hacia afuera, y se van haciendo cada vez más anchas, hasta que empezamos a darnos cuenta de que detrás de la «mano invisible» hay una mente con una gran sabiduría en todo lo que hace.
La conclusión de este paquete de percepciones es que no hay víctimas. Las personas sabias ya lo dicen a menudo pero, cuando declaran que todo está sabia y justamente ordenado, sus oyentes se quedan perplejos. Entonces ¿qué ocurre con las guerras, los incendios, los asesinatos indiscriminados, las catástrofes aéreas, el despotismo, los gángsters y muchas más cosas? Todo esto implica víctimas y, muy a menudo, también crueles ejecutores. ¿Cómo pudo el poeta Browning tener la audacia de proclamar que Dios está en el cielo y que todo va bien en el mundo? Esto lo descubrió de Dios mismo, pero un Dios que no se conoce hasta la fase cuatro.
Ahora es un buen momento para preguntar qué sabe realmente el conocedor interno. Tal como lo definimos habitualmente, el conocimiento es la experiencia que ha ido registrándose en la memoria.
Nadie sabía que el agua hervía a cien grados centígrados hasta que hubo memoria de ello. Por lo tanto, el sabio tiene que tener mucha más experiencia que el resto de todos nosotros, o bien ha nacido con más capacidad cerebral. Pero ¿es realmente éste el caso? Después de un divorcio, una persona puede lamentar que ya en el viaje de novios se dio cuenta de que era evidente que el matrimonio no iba a funcionar. Sin embargo, como sólo la comprensión a posteriori nos muestra la importancia de una intuición, ¿cómo alguien puede fiarse de ella para tomar medidas?
Sólo los sabios, al parecer, pueden hacer tal cosa. La sabiduría consiste en sentirse cómodo con la certidumbre y con la incertidumbre. En la fase cuatro la vida es espontánea y, aunque tiene un determinado plan, los acontecimientos llegan por sorpresa y con una lógica inexorable.
Extrañamente, la sabiduría a menudo no llega hasta que hemos dejado de pensar. En lugar de darle vueltas a una situación desde todos los puntos de vista, llegamos al punto en que nace la simplicidad.
En presencia de una persona sabia, podemos sentir una calma interior, que está viva, respira su propia atmósfera, no necesita de validaciones externas y para ella los altibajos de la existencia son todo uno. El Nuevo Testamento lo llama la «paz que sobrepasa el entendimiento» porque va más allá del pensamiento y por muchas vueltas que le demos no la alcanzaremos.

¿Cómo encontraré a Dios?
Autoaceptación.

El mundo interior tiene sus tempestades, pero aún son mucho más terribles sus dudas. Un santón hindú dijo que «La duda es la podredumbre de la fe». En efecto, nadie puede llegar muy lejos en la fase cuatro si duda de sí mismo, porque el ego es todo lo que tenemos digno de confianza y el apoyo externo ya no tiene ningún efecto tranquilizador. En la vida ordinaria una pérdida de este tipo es aterradora por lo que nadie quiere representar los papeles del proscrito, del apatrida y del traidor. Una vez, en un cine, oí a docenas de personas romper en sollozos cuando el hombre elefante, con su horrible cabeza cubierta por un saco de lona, es perseguido en una estación de tren por una multitud curiosa; cuando finalmente es acorralado en un rincón se vuelve a sus perseguidores y grita angustiado: «¡No soy un animal, soy un ser humano!»
Es nuestro inconsciente el que habla desde el terror más profundo. Hay un componente de miedo hacia los demás, porque definimos la normalidad desde la premisa de ser aceptados. Sin embargo, en la fase cuatro soltamos todas las amarras. Un amigo mío que había pasado algunos años en un monasterio me contaba una vez: «Hace mucho tiempo, cuando yo aún no tenía ningún tipo de experiencia, en una ocasión estuve casi comprometido con una mujer. Una noche estábamos sentados en el sofá, en la oscuridad; ella tenía su cabeza recostada en mi pecho y yo me sentí tan cerca de ella que le dije: "Sabes, te quiero tanto que pienso que amo a toda la humanidad lo mismo que a ti."
»Ella se levantó con una expresión horrorizada pintada en su rostro y exclamó: "¿No te das cuenta de que eso es lo peor que podrías haberme dicho?" Pero yo no lo entendí. Pronto rompimos nuestras relaciones, pero aún hoy no entiendo realmente por qué estaba tan disgustada.»
En aquel momento había habido una colisión entre dos cosmovisiones distintas. A los ojos de la mujer, las palabras de su novio eran una traición puesto que, en aquel momento, ella buscaba apoyo en él porque, al escoger amarla a ella en lugar de a cualquier otra persona, la hacía más completa, revalorizando su identidad con una validación externa. En cambio, el hombre pensaba justamente lo contrario porque, a sus ojos, incluir a la humanidad en su amor la hacía a ella más grande. En el fondo, él no entendió el tipo de apoyo que ella necesitaba. Él quería percibir un estado en que todo el amor está incluido en un amor. Este propósito es difícil de alcanzar y la mayoría de las personas no aprecian su valor (por lo menos no para ellos, aunque sí para san Francisco o para un bodhisattvá).*
Desde la infancia todos nosotros hemos ganado seguridad por el hecho de tener una madre, un padre, nuestros propios amigos, un cónyuge, una familia propia. Este sentido de apego refleja una necesidad de apoyo para toda la vida.
En la fase cuatro toda la estructura del apoyo de desvanece porque se deja a la persona que encuentre el apoyo internamente, a partir de sí mismo. La autoaceptación se convierte en el camino hacia Dios, no en el sentido de una voz interior que nos arrulle con palabras tranquilizadoras o que busquemos una nueva familia espiritual. Cuando Jesús dice a sus discípulos que tienen que morir, se refiere a experimentar el estado de desapego interior. No se trata de un desapego frío y sin corazón, sino que es el tipo de expansión que ya no necesita distinguir entre tú y yo, tuyo y mío, y lo que tú quieres y lo que yo quiero. Estas dualidades tienen sentido perfectamente para el ego, aunque en la fase cuatro, el objetivo es ir más allá de todo límite. Si esto involucra abandonar los antiguos sistemas de apoyo, la persona pagará gustosamente el precio. El viaje del alma estará guiado por una pasión interna que pide su plena realización.

¿Cuál es la naturaleza del bien y del mal?
Dios es claridad y ve la verdad.
El mal es ceguera y niega la verdad.

Vista desde el exterior, una persona que esté en la fase cuatro parece haber decidido no tener una vida participativa ya que, sin ataduras sociales, tampoco hay papel social. El grupo de inadaptados que se reúnen en los límites de todas las culturas está compuesto por locos, videntes, sabios, psíquicos, poetas y visionarios. El hecho de que no puedan ser distinguidos fácilmente y que parezca que todos ellos van por su cuenta molesta a muchas personas. Sócrates fue condenado a muerte simplemente por ser sabio, y fue acusado por las autoridades de «corruptor de la juventud de la ciudad» y de seguir «nuevas creencias religiosas». A lo largo de la historia de la humanidad se ha ido repitiendo este tipo de hechos una y otra vez. Las percepciones más profundas no son, por lo general, socialmente aceptadas y, por lo tanto, son tenidas por insensatas, heréticas o criminales.
En la fase cuatro, el bien y el mal están aún contrastados, pero con mucha menos dureza que anteriormente. El bien es claridad de mente, que nos trae la capacidad de ver la verdad. El mal es ceguera o ignorancia, que hace que la verdad sea imposible de ver. En ambos casos, estamos hablando de cualidades centradas en uno mismo. La persona acepta la responsabilidad de definir «la verdad» tal como la ve, pero ello suscita otra acusación. ¿Qué pasaría si la verdad fuera cualquier cosa que fuera conveniente? Quizá el hecho de robar una hogaza de pan se vuelve correcto porque «mi verdad» es que tengo hambre. Sin embargo, este tipo de ética coyuntural no es la cuestión real, ya que la verdad en la fase cuatro es mucho más difícil de encontrar y es incluso mística, conteniendo una especie de pureza espiritual que resulta complicado definir. Cuando Jesús enseñó a sus seguidores que «la verdad os hará más libres», no se refería a un conjunto de hechos o de dogmas sino a la verdad revelada. En lenguaje moderno, podríamos darle distintas traducciones como: busca al conocedor interno y él te liberará.
En otras palabras, la verdad se hace una búsqueda de la cual nadie puede disuadirnos. La bondad significa seguir en la verdad de nuestra búsqueda; el mal es ser apartado de ella. En el caso de Sócrates, incluso una sentencia de muerte le dejó impávido, y al ofrecérsele una ruta de escape por mar si huía de Atenas con sus amigos, la rehusó. Su idea del mal no era la de morir en manos de una corte corrupta, sino que, para él, el mal hubiera sido traicionarse a sí mismo. Nadie podía comprender por qué no tenía miedo de la muerte cuando, rodeado por sus alumnos deshechos en lágrimas, les explicó que la muerte era un resultado inevitable. Era como un hombre que hubiera tomado tranquilamente el camino hacia el borde de un precipicio, sabiendo exactamente adonde se dirigía y lo que iba a hacer y, llegado el momento de saltar, ¿por qué tendría que temer el último paso? Esto es un ejemplo perfecto del razonamiento en la fase cuatro. La búsqueda tiene una finalidad y la contemplamos como la fase final; por tanto, al beber de la copa de cicuta, Sócrates murió como traidor al estado que había mantenido un compromiso total con él mismo, y esto fue un gesto de bondad definitiva.

¿Cuál es mi reto en la vida?
Ir más allá de la dualidad.

He guardado el tema del pecado, que es una cuestión espinosa, hasta que entendamos mejor el mundo interior. Todos llevamos el estigma de la culpa y de la vergüenza, porque ninguno de nosotros fue perfecto en su infancia. La culpa la encontramos incluso en culturas que no tienen la leyenda de la caída con su herencia de pecado original. La pregunta es si la culpa es inherente, es decir, si hemos hecho alguna cosa para merecer el sentimiento de culpabilidad, o es que la naturaleza humana ya ha sido creada así.
El pecado puede ser definido como algo incorrecto que deja una impresión. Los hechos incorrectos que olvidamos no tienen consecuencias, junto con aquellos que fueron cometidos inadvertidamente: que se incendie una olla dejada en el fuego es un hecho accidental, no pecaminoso. En Oriente, a cada acto que deja una impresión se le llama karma, que es una definición mucho más amplia que la de pecado y que no acarrea culpa moral. Se habla a menudo de mal karma, pensando en el aspecto de incorrección, pero en su forma más pura, el karma puede ser bueno o malo y aún dejar una huella.
La importancia de esta distinción se hace más clara en la fase cuatro porque, como lo que está bien y lo que está mal se ve con menos severidad, surge el deseo de liberarnos de ambas cosas, porque tendría poco sentido tener esta intención antes de la fase cuatro. En las fases anteriores hemos invertido un esfuerzo tremendo intentando ser buenos. Dios castiga a aquellos que no lo son, y lo que no consigue él, lo consigue una conciencia culpable. Pero el Dios de la fase cuatro, en su propósito de redención, contempla a los pecadores y a los santos de la misma manera y a todas las acciones del mismo modo, en una valoración escandalosa. La sociedad existe para trazar la línea entre lo correcto y lo incorrecto, no para borrarla. Cuando Jesús confraternizaba con leprosos y marginados, menospreciaba las normas religiosas y reducía los cientos de leyes judías a dos (no tendrás otro Dios más que a mí y ama a tu prójimo como a ti mismo), la buena gente que estaba a su alrededor pensaba que estaba loco o que era un criminal.
De hecho, era extremadamente responsable. En su frase «Recogeréis según hayáis sembrado», Jesús manifestó la ley del karma de forma sucinta. No tenía intención de quitar de en medio el pecado sino que, en lugar de ello, nos enseñó una norma espiritual elevada: tus acciones de hoy definen tu futuro el día de mañana. Independientemente de si un acto es considerado bueno o malo, esta norma no puede dejarse de lado, y los que piensan que sí es porque no han profundizado lo suficiente. En la fase cuatro ya hay bastantes percepciones como para darse cuenta de que todas las acciones pasadas tienen tendencia a volver a casa a descansar, y esta dinámica resulta ser más importante que el hecho de identificar el pecado.
Si es así, entonces ¿qué importancia tiene el perdón de los pecados? ¿Cómo redimimos nuestra alma? Encontrar la respuesta será nuestro reto de vida en esta fase. Un alma redimida se ve a sí misma como nueva e inmaculada y alcanzar este estado de inocencia sería imposible de acuerdo con la ley del karma, porque el ciclo de sembrar y recoger nunca termina (a diferencia del pecado, el karma se nos aferra incluso en el caso de accidentes y errores inadvertidos, incluso independientemente de las circunstancias, porque cada acción es una acto y tiene sus consecuencias).
El problema se vuelve mucho más complejo por el hecho de que cada persona, en el curso de su vida, lleva a cabo millones de acciones que se solapan a todos los niveles. Las emociones y las intenciones están unidas. Si un hombre da dinero a un pobre, ¿es virtuoso aunque le mueva el deseo egoísta de salvar su alma? ¿Es correcto casarse con una mujer que lleva a un hijo nuestro en sus entrañas aunque no la amemos? La distinción entre el bien y el mal es extremadamente complicada y la doctrina del karma hace la estimación más difícil en lugar de facilitarla, porque la mente puede siempre encontrar algún pequeño detalle que previamente nos había pasado por alto.
Puede costamos toda una vida solucionar este enigma pero es sencillo, al menos en teoría: el alma se redime dirigiéndola a Dios. Un Dios redentor es el único ser en el cosmos que está exento de karma (o pecado) o, para ser más exactos, Dios trasciende karma porque sólo él no está en el cosmos. A una persona que esté en la fase cuatro no le interesa rezar para librarse de todo lo que hizo mal anteriormente, sino que lo que desea es la forma de salir del cosmos; en otras palabras, quiere revocar aquello de «Recogeréis según hayáis sembrado».
¿Cómo puede suceder esto? Es evidente que nadie puede revocar la ley de causa y efecto. En Oriente dicen, usando la terminología del karma, que las malas acciones persiguen el alma a través del tiempo y del espacio hasta que la deuda ha sido pagada. Incluso la muerte no puede abolir una deuda kármica, que sólo se salda volviéndonos víctimas de la misma mala acción que cometimos o borrando malas huellas con buenas acciones.
Sin embargo, a nivel de la segunda atención, este ciclo no tiene importancia, y no necesitamos de ningún modo revocar la ley del karma. A pesar de toda la actividad que se ve en la superficie de la vida hay una partícula de conciencia interior que no se toca. En el momento en que se levantan por la mañana, un santo y un pecador están en la misma posición; ambos se sienten vivos y conscientes.
Este lugar está fuera del alcance de premio o castigo, no conociendo dualidad. Por lo tanto, en la fase cuatro, el reto es encontrar este lugar, retenerlo y vivir en él. Una vez que esta labor ha sido realizada, la dualidad ha terminado. En términos cristianos, el alma se ha redimido y hemos vuelto a la inocencia.

¿Cuál es mí mayor fuerza?
La percepción.
¿Cuál es mí mayor obstáculo?
El engaño.

Ya he dicho anteriormente que en la fase cuatro hemos cortado las amarras y ahora sabemos por qué. La búsqueda interior se convierte en deshacer nuestras ataduras, que no se liberan todas a la vez porque no son todas iguales. Es perfectamente normal llegar a profundas percepciones sobre uno mismo y sentirse aún avergonzado o culpable como un niño por determinadas cosas. El alma es como el desfile de un ejército roto; algunos aspectos lo empujan hacia adelante, y otros lo retienen atrás.
La razón para esto es otra vez kármica, porque no todas nuestras acciones dejan las mismas huellas. Algunas personas están obsesionadas de por vida por incidentes pertenecientes al pasado que son aparentemente pequeños. Conozco a un hombre que había tenido que despedir a cientos de empleados, reorganizar negocios que se iban a pique y decidir, de una forma o de otra, el destino de muchas personas. Sus decisiones causaron cada vez dolor y quejas, sin importar lo bien intencionadas que fueran. Actualmente duerme perfectamente a pesar de todo ello y, sin embargo, no se perdona el hecho de no haber podido estar al lado de su madre cuando ésta murió y el hecho de haber dejado tantas cosas sin decir lo hace sentirse culpable cada día. Él sabe perfectamente que su madre tenía conciencia de su amor por ella, pero sin embargo no se cura de su culpabilidad.
Debido a su intensa subjetividad, la fase cuatro necesita nuevas tácticas ya que nadie puede ofrecernos la absolución desde el exterior. Para salvar un obstáculo necesitamos nuestra propia percepción, y si no lo podemos salvar, luchamos contra el engaño hasta que lo conseguimos. En el caso de este hombre, su engaño es que cree ser malo por no haber estado con su madre (en realidad no tenía elección porque el viaje a su casa se retrasó por causas ajenas a su voluntad), pero la percepción es que su amor auténtico no tiene por qué tener una expresión exterior. Sin embargo, más allá de estos detalles, en la fase cuatro hay solamente una percepción y un engaño. La percepción es que todo es correcto, y el engaño es que cometemos errores imperdonables. La razón por la cual todo está bien vuelve a la redención ya que, a los ojos de Dios, nuestras almas son inocentes. La misma razón nos dice que nos engañamos al seguir reteniendo errores anteriores que no pueden manchar nuestras almas y cuyos efectos residuales, por lo que a culpa, vergüenza y expiación se refiere, quedarán purificados a su debido tiempo.

¿Cuál es mí mayor tentación?
La decepción.

Al hablar de decepción me refiero tanto a decepcionarnos a nosotros mismos como a decepcionar a los demás. Cada una de las fases de crecimiento interior contiene más libertad que la anterior, por lo que liberarse del pecado en la fase cuatro es ya un gran logro. Sin embargo, el precio de la redención es una vigilancia constante, aunque es muy difícil estar controlándose a uno mismo constantemente. A menudo, una voz interior nos insta a ser más tolerantes con nosotros mismos, a aceptar las cosas como son y a actuar del modo que actúan los demás, y es evidente que el hecho de seguir este consejo nos haría la existencia mucho más llevadera. Sócrates, por ejemplo, pudo haberse disculpado por haber infringido las normas morales de Atenas y haber predicado la sabiduría que aceptaba en lugar de predicar la suya propia, pero caer en esta solución fácil le hubiera llevado a la decepción, porque el progreso de la sabiduría interior no puede detenerse. (Platón lo expresó de forma elocuente: «Una vez que hemos encendido la llama de la verdad, ya no se apaga nunca.») Por esto, a no ser que tenga la intención de decepcionarse a sí misma pensando de otra manera, una persona que esté en la fase cuatro está liberada de valores externos.
La duración de estas tentaciones varia con cada sujeto. En la mitología quedamos redimidos instantáneamente por un Dios misericordioso cuando, en realidad, se trata de un largo proceso con muchos recodos. Una vez alguien me hizo la siguiente observación: «Tengo la impresión de que mi alma es como una ardilla del parque que, cuando intentas darle de comer, no coge el cacahuete directamente, sino que va haciendo diversas aproximaciones, se asusta con cualquier movimiento pero, finalmente, pierde la paciencia y toma lo que le ofrecemos.» El paralelismo es exacto ya que, a un determinado nivel, todos queremos librarnos de la culpa. Tal como decía Rumi en Un aforismo, «Fuera de todas las nociones del bien y del mal hay un campo; ¿quieres que nos encontremos ahí?».
Sin embargo, por mucho que queramos no es posible precipitarnos hacia ese lugar. Nuestras viejas huellas son muy poderosas y la culpa y la vergüenza surgen como un recordatorio de que hace falta algo más que un acto de voluntad para escapar a las nociones de bien y de mal. El proceso tiene que continuar sin decepción. Ya que no podemos engañar nuestro sentimiento de imperfección o de culpabilidad, escojamos el término que más nos guste, esperando que nuestra pizarra se borre para siempre. Hay mucho trabajo por hacer en forma de meditación, reflexión y aceptación de responsabilidades. Tenemos que actuar dentro de la verdad, tal como lo consideremos nosotros mismos; debemos comprobar cada paso que vayamos dando adelante, aunque hasta el último momento persiste la tentación de volvemos atrás.
Sea lo que sea lo que está relacionado con la autoaceptación, debemos enfrentarnos con ello. Al final, el triunfo de la fase cuatro resulta ser una paradoja porque, en el mismo momento en que vemos que todo va bien y que nunca más deberemos preocuparnos por el mal, surge la noción de que nunca hemos hecho nada malo de lo cual tengamos que preocuparnos, y la redención devuelve al alma un sentido de la inocencia que de hecho nunca nos dejó. Para decirlo de una forma más sencilla, todo el proceso de sernos fieles a nosotros mismos nos trae como recompensa una mayor conciencia en un nivel en que hemos dejado atrás los problemas de la dualidad y lo que sucede es que tenemos la sensación subjetiva de ser redimidos.

* Bodhisattvá significa en sánscrito «ser iluminado». Es un ser destinado a la iluminación que está a punto de alcanzar.
Es una calificación aplicada en el budismo mahayana al futuro buda, es decir, al hombre que ha llegado al umbral de la redención por una serie de grados ascéticos y de perfecciones conseguidas a lo largo de diversas existencias y que ya posee todas las cualidades y características de un buda y al cual sólo le falta renacer una sola vez para entrar en el nirvana. ( N. d el T . )

lunes, 12 de noviembre de 2018

FASE TRES: EL DIOS DE PAZ (4/8)

¡MARAVILLOSA Semana!!!
CONOCER A DIOS
El Viaje del Alma hacia el Misterio de los Misterios
Deepak CHOPRA


FASE TRES:
EL DIOS DE PAZ (4/8)
(Respuesta de la conciencia en reposo)

Nadie puede decir que el Dios de las fases uno y dos está muy interesado por la paz. Ya sea desencadenando inundaciones o incitando a la guerra, al Dios que hemos visto hasta ahora le gusta la lucha. Pero lazos tan poderosos como el miedo y el respeto empiezan a desgastarse. «Creemos que hemos sido creados para servir a Dios —me hizo notar en una ocasión un gurú indio—, pero en realidad Dios ha sido creado para servirnos.» La sospecha de que esto puede ser verdad nos conduce a la fase tres, pues hasta ahora el balance ha sido a favor de Dios, puesto que obedecerle ha tenido más importancia que nuestras propias necesidades.
La balanza empieza a desequilibrarse cuando nos damos cuenta de que podemos satisfacer nuestras propias necesidades y no hace falta que ningún Dios de «allá arriba» nos traiga paz y prudencia, porque el córtex cerebral ya tiene un mecanismo para ambas cosas. Cuando una persona ya no se centra en actividades exteriores, cierra los ojos y se relaja, se altera automáticamente la actividad cerebral. El dominio de los ritmos de las ondas alfa nos señala un estado de descanso que está consciente al mismo tiempo. El cerebro no piensa pero al mismo tiempo tampoco duerme. En lugar de ello hay un nuevo estado de alerta que no necesita de pensamientos para llenar el silencio.
Al mismo tiempo, el cuerpo experimenta los correspondientes cambios: desciende la  presión sanguínea y el ritmo cardíaco y hay un menor consumo de oxígeno.
Estos cambios no parecen demasiado impresionantes vistos en términos técnicos, pero el efecto subjetivo puede ser espectacular: la paz sustituye la caótica actividad de la mente y cesa el desorden interior. El salmo declara: «Ponte en comunicación con tu propio corazón en la cama y queda en silencio.» Y aún más explícitamente: «Permanece en silencio y sabrás que yo soy Dios.» Éste es el Dios de la fase tres, que puede describirse como:

Desapegado
Calmado
Ofrece consolación
Poco exigente
Conciliador
Silencioso
Meditativo

Apenas parece posible que esta deidad no violenta surja de la fase dos, pero es que no es éste su origen. La fase tres supera al Dios testarudo y exigente que se impuso, del mismo modo que el nuevo cerebro supera al viejo. Sólo al descubrir que la paz está dentro, el devoto encuentra un sitio que la venganza y el justo castigo de Dios no pueden tocar. En esencia, la mente hace una introspección para percibirse a sí misma. En todas las tradiciones, esto forma la base de la contemplación y la meditación.
La primera investigación seria de la conciencia en reposo se hizo con el estudio de la meditación por mantra (específicamente la meditación trascendental) en los años sesenta y setenta. Hasta entonces Occidente no le había prestado demasiada atención científica a la meditación. No se le había ocurrido a nadie que si la meditación era auténtica debían acompañarla algunas alteraciones del sistema nervioso. Sin embargo, experimentos anteriores hechos en la Fundación Menninger habían permitido constatar que algunos yoguis son capaces de reducir su ritmo cardíaco y permanecer casi sin respirar. Fisiológicamente, deberían estar a las puertas de la muerte, pero en lugar de ello informaron sentir una intensa paz interior, un éxtasis y una unidad con Dios. El fenómeno ya no era una simple curiosidad oriental.
En diciembre de 1577, un monje español de Ávila fue secuestrado a medianoche. Fue llevado a Toledo y arrojado a una prisión eclesial. Sus captores no eran bandidos sino su propia orden carmelita, contra la que él había cometido la grave ofensa de tomar el bando equivocado en una feroz discusión teológica. El monje, que era consejero en un convento de monjas carmelitas, les había dado permiso para elegir a su propia líder en lugar de dejar la elección al obispo.
Desde nuestra perspectiva moderna, esta discusión carece totalmente de sentido, pero los superiores del monje estaban seriamente disgustados. El monje sufrió una tortura horrenda. Su calabozo, que carecía de iluminación, «era en realidad un pequeño armario que no le permitía ni estar de pie. Cada día era llevado a la rectoría, donde se le daba pan, agua y sobras de sardinas en el suelo. Luego era objeto de la disciplina circular: le arrodillaban en el suelo, y los monjes andaban alrededor de él azotándole la espalda desnuda con látigos de cuero. Primero esto se hacía diariamente y luego sólo los viernes, pero fue torturado con tanto celo que quedó tullido el resto de su vida».
Al monje torturado lo conocemos como un santo, se trata de san Juan de la Cruz, cuya poesía mística más inspirada fue escrita exactamente en aquella época. Mientras estaba prisionero en su oscuro armario, a san Juan le traía tan sin cuidado la rigurosa experiencia por la que atravesaba que lo único que imploraba era una pluma y papel para así describir sus experiencias interiores extáticas, sintiendo una especial alegría al estar en comunión con Dios en un lugar que el mundo no podía tocar:

En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
¡oh, dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando esa mi casa sosegada.

Estas primeras líneas de «Noche oscura» describen cómo el alma salía del cuerpo, lo que transportaba al poeta desde el dolor al gozo. Pero para que esto suceda, el cerebro tiene que encontrar una forma de separar la percepción interior de la exterior. En medicina tenemos ejemplos de pacientes que parecen notablemente inmunes al dolor. En casos de psicosis avanzadas, una persona en estado catatónico está rígido y no responde a la estimulación. No hay señal de reacción al dolor, como los pacientes cuyos nervios están muertos. Se sabe que algunos esquizofrénicos crónicos se han cortado con cuchillos o se han quemado los brazos con cigarrillos encendidos sin dar muestras de dolor.
Sin embargo, no podemos poner en el mismo grupo a un gran poeta y santo y a los enfermos mentales. En el caso de san Juan de la Cruz, había una necesidad urgente de separarse de sus torturadores. Tenía que encontrar una ruta de escape, y esto fue quizá el detonador psicológico de su éxtasis. En su poesía se abandona a su amor secreto, Cristo, que le acaricia y le da consuelo:

...y todos mis sentidos suspendía.
Quédeme y olvídeme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo, y déjeme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

San Juan describe con palabras escogidas con gran precisión la transición desde el nivel material en el que están atrapados nuestros cuerpos hasta el nivel cuántico, que no tiene nada que ver con el dolor físico y el sufrimiento. Aún por debajo de la belleza espiritual de la experiencia, su base es la respuesta de la conciencia en reposo.
Para ponernos en una situación comparable, imaginemos que somos corredores de maratón, una carrera que pone a prueba los límites de sufrimiento y dolor del cuerpo; en un punto determinado, los corredores de larga distancia entran en «la zona», un lugar que trasciende el sufrimiento físico.

• El corredor ya no siente dolor como parte de su experiencia. El Dios de paz es desapegado.
• El corredor de fondo ya no lucha o se esfuerza. El Dios de paz es calmado.
• En «la zona» nos sentimos inmunes al dolor. El Dios de paz ofrece consolación.
• Ganar o perder ya no es la fuerza motivadora. El Dios de paz es poco exigente.
• No hace falta luchar; nos abandonaremos en «la zona». El Dios de paz es conciliador.
• La mente del corredor permanece en silencio. El Dios de paz es silencioso.
• En «la zona», el corredor se expande más allá de los límites del cuerpo, tocando el todo y el uno de todas las cosas. El Dios de paz es meditativo.

He oído que hay jugadores profesionales de fútbol que declaran que, en determinado momento del partido, se abandonan al juego y se sienten como si se movieran con pasos de danza. En lugar de utilizar toda su voluntad para cortar un pase a un contrario, se ven a sí mismos corriendo hacia adelante y cruzándose con el balón como por casualidad. El Dios de paz no se encuentra buceando en el interior, porque es él mismo el que emerge de dentro cuando llega la hora.

¿Quién soy?
Un testigo silencioso.

El Dios de la fase tres es un Dios de paz porque nos muestra el camino de la lucha. No hay paz en el mundo exterior que no sea gobernada por la lucha. Los que intentan controlar su entorno, y estoy pensando en perfeccionistas y personas atrapadas en un comportamiento obsesivo, han rehusado la invitación a encontrar una solución interior.
«Fui criado sin ningún tipo de sentimiento religioso —me explicó un hombre—. Tuve una niñez sin problemas y así continuó durante años. Me planteé algunas metas inmensas para conseguirlas por mi propio esfuerzo: una profesión importante, una esposa, hijos, la jubilación a los cincuenta años, en fin, todo.»
Este hombre había gozado de una buena situación económica y para él un empleo no era importante si no era director ejecutivo. Consiguió esta meta: cuando tenía unos treinta años ya dirigía una empresa suministradora de equipos en Chicago. Todo iba sobre ruedas hasta el desgraciado partido de frontenis.
«No me estaba esforzando excesivamente ni jugando más fuerte que de costumbre, pero seguramente hice algo, porque sentí un fuerte chasquido y caí al suelo. Me di cuenta inmediatamente de que me había roto el tendón de Aquiles, pero lo que sucedía era muy extraño.» En lugar de sentir un vivísimo dolor, se sintió extremadamente calmado y desapegado. «Aquello le podía haber sucedido a cualquiera. Yo seguía en el suelo mientras llamaron a una ambulancia, pero mi mente estaba flotando más allá, en alguna parte.»
La sensación que tuvo en aquel momento fue de una calma dulce, incluso arrobada. Este hombre, le llamaremos Tomás, nunca había experimentado algo parecido, y ese estado persistió incluso cuando el tobillo empezó a hincharse y a dolerle. Mientras Tomás estuvo hospitalizado se dio cuenta de que esta paz nueva que experimentaba iba gradualmente disminuyendo. Se sorprendió a sí mismo preguntándose si había tenido alguna experiencia espiritual, pero después de un intenso estudio de las Escrituras Tomás no era capaz de señalar con el dedo un pasaje concreto que pudiera corresponder con lo que le había sucedido.
Es bastante común que las personas irrumpan en la fase tres de esta forma tan abrupta. En lugar de una mente activa y llena de emociones, encuentran un testigo silencioso. Las interpretaciones difieren en gran manera y algunas personas van inmediatamente a la religión, e igualan esta paz con Dios, Cristo o Buda; otros lo atribuyen simplemente al desapego. Una persona me explicaba: «Yo estaba siempre dentro de la película, pero ahora estoy entre los espectadores mirándola.»
Desde el punto de vista médico, sabemos que el cerebro puede escoger la cancelación de la conciencia del dolor. Hasta el descubrimiento de las endorfinas, la versión de la morfina del propio cerebro, no había explicación biológica para la auto-anestesia. Sin embargo, las endorfinas no son suficientes para explicar las experiencias extáticas de San Juan o la calma interior del hombre que se rompió el tendón de Aquiles. Si examinamos los mecanismos de que dispone el cuerpo para atenuar el dolor queda claro que el cerebro no se da a sí mismo una simple inyección de opiáceos cuando hay dolor. Hay muchas situaciones en las que el dolor no puede ser superado ni total ni parcialmente y algunas veces hay que engañar al cerebro para que reaccione. Si tomamos el ejemplo de personas que sufren un dolor intratable, hay un cierto número de ellas que obtienen alivio si les inyectan una solución salina diciéndoles que es un poderoso narcótico. Todo el tratamiento es puramente psicológico, sólo es cuestión de cambiar la interpretación que le dé cada persona. Recordemos también las famosas «operaciones espectáculo» en el régimen maoísta, en las que los pacientes estaban despiertos y alegres durante las apendicectomías, charlando y bebiendo té, sin otra anestesia que la acupuntura. Sin embargo, aunque se intentó reproducir el hecho fuera de China, los resultados no fueron nada fiables, porque la diferencia en la percepción era muy diferente entre las creencias de Oriente y el escepticismo de Occidente.
Entre el dolor y el cerebro interviene algo que decide la proporción de dolor que se va a sufrir, pero lo sorprendente es que este centro de decisiones puede controlar la respuesta de nuestro cuerpo. El interruptor del dolor se activa mentalmente, y es tan normal no sentir ningún dolor como sentir mucho. Para alguien que ha entrado en la fase tres, este centro de decisiones no es un misterio, sino que es la presencia de Dios que nos aporta paz, y el alivio del dolor es más que físico, porque incluye el dolor del alma atrapada en el desorden. Si hacemos una introspección, el devoto ha encontrado la forma de eliminar este dolor.

¿Cómo encajo en esto?
Permanezco centrado en mí mismo.

Un Dios peligroso sólo era adecuado para un mundo peligroso. El Dios de la paz ya no es peligroso porque ha creado un mundo de soledad interior y de reflexión. Cuando hacemos una introspección, ¿en qué nos reflejamos? El mundo interior parece un paisaje que conocemos muy bien: está lleno de pensamientos y de memorias, ambiciones y deseos. Si nos concentramos en estos hechos que pasan como un rayo en el fluir de la consciencia, el mundo interior no es un misterio.
Puede ser complejo porque nuestros pensamientos son variados y provienen de muchos lugares, pero una mente llena de pensamientos no es un enigma.
Alguien que ha llegado a la fase tres se refleja en algo muy distinto que un terapeuta llamaría el núcleo o el centro de una persona. En el centro de la mente no hay acontecimientos, sino que somos simplemente nosotros mismos esperando que ocurran los pensamientos. Toda la cuestión de «permanecer centrado» es que no nos saquen del equilibrio. Para seguir siendo nosotros mismos en medio del caos exterior. (Recordemos al jugador de fútbol americano que está tan concentrado que el juego se desarrolla por sí mismo y él se dirige a bloquear un balón como si estuviera programado.)
En muchos aspectos, encontrar nuestro centro es el gran don de la fase tres, y el Dios de paz existe para asegurar a sus adoradores que hay un lugar en el que refugiarnos del miedo y de la confusión. «Así que me acuesto en paz y duermo —dice el salmo 4— pues tú sólo, Señor, en tu seguridad me das firmeza.» La ausencia de paz en el mundo nunca se aparta de las mentes de aquellos que escribieron las Escrituras. Parte de la lucha se halla implicada en nuestro modo de vida, pero en gran medida es lucha política. Los ángeles que saludaron a los pastores con el anuncio del nacimiento de Cristo mencionaban la promesa de paz en el mundo y buena voluntad para los hombres, con lo que daban a entender que la función del Mesías sería terminar para siempre con la turbulenta historia del pueblo escogido.
El problema no se solucionaba con un Dios guerrero, ni promulgando incontables leyes, y el Dios de paz no puede en modo alguno imponer el fin a las disensiones y las luchas. O bien debe cambiar la naturaleza humana o debe desvelarnos un nuevo aspecto que trascienda la violencia. El nuevo aspecto de la fase tres consiste en estar centrado, porque si encontramos paz en nuestro interior el aspecto de la violencia queda resuelto, al menos para nosotros. Tengo un amigo muy influenciado por el budismo que va incluso más lejos y dice que si podemos encontrar un punto absolutamente inmóvil en nuestro centro entonces estamos en el centro de todo el universo.
«A veces, mientras conducimos por una autopista, tenemos la sensación de que no nos movemos. El punto de vista se invierte y permanecemos inmóviles, mientras que la carretera y el paisaje son los que se mueven. Lo mismo sucede cuando hacemos jogging; todo parece moverse, discurriendo alrededor de nosotros mientras nosotros permanecemos inmóviles.» Son muchas las personas que podrían vivir fácilmente esta experiencia que es de la mayor importancia. «Este punto inmóvil que jamás se mueve es el testigo silencioso o, por lo menos, está todo lo cerca de lo que la mayoría de nosotros puede alcanzar. Una vez que lo encontramos, nos damos cuenta de que no tenemos que perdernos en la inacabable actividad que se desarrolla a nuestro alrededor, sino que vernos a nosotros mismos en el centro de todo es perfectamente legítimo.»
En Oriente se ha trabajado mucho con este argumento. El budismo, por ejemplo, no cree que la personalidad sea real. Todas las etiquetas que podamos colgarnos a nosotros mismos son sólo una multitud de pájaros distintos que están posados en la misma rama. El que yo tenga algo más de cincuenta años, sea hindú, médico de profesión, casado y con dos hijos no describe el yo real. Estas características han escogido posarse juntas y formar la ilusión de una identidad. ¿Cómo llegaron a encontrar la misma rama? El budismo diría que yo las elegí por medio de la atracción y la repulsión.
En esta vida, yo preferí ser varón antes que mujer, oriental antes que occidental, casado antes que soltero y así sucesivamente. Escoger esto en lugar de aquello es totalmente arbitrario. Para cada una de las opciones, su opuesto sería perfectamente válido. Sin embargo, debido a las tendencias de mi pasado (en India diríamos mis vidas anteriores, pero no es necesario) he hecho mi elección personal y yo estoy tan unido a estas preferencias que llego a pensar que forman mi yo. Mi ego mira la casa, el coche, la familia, la profesión y las posesiones y dice: «Yo soy estas cosas.»
Pero en el budismo nada de esto es verdad. En cualquier momento, los pájaros posados en la rama pueden volar, y de hecho esto sucederá cuando yo muera. Si mi alma sobrevive (Buda no se hizo responsable de lo que pudiera pasar después de la muerte), mis opciones se disolverán en el viento una vez que abandone este cuerpo. Por lo tanto, ¿quién soy yo si no soy estos millones de opciones que se aferran a mí como si fueran un abrigo pegajoso? No soy nada excepto el silencioso punto de consciencia que se halla en mi centro, lo único que permanecerá aunque eliminemos todas las experiencias que yo haya podido tener. Por lo tanto, vernos como un punto sin movimiento cuando conducimos por la autopista se convierte en una valiosa experiencia, porque estamos más cerca de descubrir quiénes somos realmente.


¿Cómo encontraré a Dios?

Meditación, contemplación silenciosa.

La fase tres sirve para centrarnos en nosotros mismos. El Antiguo Testamento afirma claramente que el camino hacia la paz pasa por la confianza en Dios como poder exterior, siendo como es siempre él el foco de atención. Los versos que tratan de este tema dicen: «Tendrán gran paz aquellos que aman sus leyes» y «Mantendrás en perfecta paz a aquel cuya mente está fija en ti, porque él pone su confianza en ti.» Abandonar la confianza en Dios para mirarnos a nosotros mismos podría ser muy peligroso, e incluso podría ser una herejía. Después de la caída, el pecado separó al hombre y a Dios. La deidad está «allá arriba» en su cielo, mientras que nosotros estamos «aquí abajo», en la tierra, lugar de lágrimas y lucha. Así, me permito rogar a Dios, le pido que me ayude y me consuele, pero él decide si debe o no responder mis ruegos. Yo no puedo mantenerme conectado a él  permanentemente porque mi imperfección y las leyes de Dios lo prohíben.
Sin embargo, hay indicios de que podemos arriesgarnos a hacer un enfoque diferente. En la Biblia encontramos versos como «Buscad el reino del cielo en vuestro interior». El significado de ir a nuestro interior, principalmente en la meditación y en contemplación silenciosa no está muy alejado de la plegaria. Si es verdad que «poseerás tu alma en silencio», entonces ¿cómo va Dios a preocuparse de la forma en que lo encuentre?
Los argumentos religiosos se vuelven secundarios una vez que nos damos cuenta de que detrás de la conciencia en reposo hay una respuesta biológica.
Los orígenes orientales son innegables. La tradición hindú, interiorizando, empieza una búsqueda espiritual que terminará eventualmente en la iluminación. El doctor Herbert Benson de Harvard, que desempeñó un papel importante en la popularización de la meditación sin religión, basó su «respuesta de relajación» en los principios de la meditación trascendental, sin sus implicaciones espirituales. Eliminó el mantra sustituyéndolo por una palabra neutra (él sugería la palabra uno) que debía repetirse mentalmente mientras se iba inspirando y espirando lentamente. Otros, entre los que me cuento yo mismo, no hemos estado de acuerdo con este enfoque y hemos basado el nuestro en el valor central del mantra como el significado de desplegar los niveles espirituales más profundos dentro de la mente. Para nosotros la palabra recitada tiene que estar conectada con Dios.
Las propiedades espirituales de los mantras tienen dos bases. Algunos hindúes ortodoxos dirían que cada mantra es una versión del nombre de Dios, mientras que otros pretenden que la vibración es la clave del mantra, cosa que queda muy cerca de la física cuántica. La palabra vibración significa la frecuencia de la actividad cerebral en el córtex. El mantra forma un bucle de retroalimentación mientras el cerebro produce el sonido, lo escucha y luego responde con un nivel de atención más profundo. El misticismo no tiene nada que ver con todo esto. Cualquier persona puede utilizar cualquiera de sus cinco sentidos para entrar en un bucle de retroalimentación. En los antiguos Shiva Sutras se describen más de cien maneras de trascender, entre las cuales encontramos mirar al azul del cielo y luego mirar incluso más allá, o mirar la belleza de una mujer y tratar de encontrar qué hay detrás de esa belleza. La finalidad de todo esto es ir más allá de los sentidos para encontrar su origen. (La idea que tenemos de los budistas mirándose fijamente al ombligo es una distorsión de la práctica de concentrar la mente en un único punto y se imagina que el ombligo es este punto. En algunas tradiciones sirve también como foco de energía que se supone que tiene un significado espiritual.)
En todos los casos, el origen es el mejor estado de actividad cerebral. La teoría es que la actividad mental contiene sus propios mecanismos para hacerse más y más refinada hasta que se percibe el completo silencio.
Se considera que el silencio es importante porque es el origen de la mente; del mismo modo, el mantra va creciendo de modo imperceptible, puede desvanecerse por completo y, en este punto, nuestra conciencia cruza los límites cuánticos. Por primera vez en nuestras fases de crecimiento interior, abandonamos el plano material y nos encontramos en la región en que la actividad espiritual impone sus propias leyes.
Persiste el argumento de que no sucede nada de esto, y que un cerebro aprendiendo a calmarse puede ser confortable pero no es espiritual. Esta objeción puede ser resuelta si nos damos cuenta de que no hay ningún desacuerdo fundamental en seguir adelante. El córtex cerebral produce pensamientos utilizando energía en forma de fotones; su interacción tiene lugar a nivel cuántico, lo que significa que para cada uno de los pensamientos podemos remontarnos hasta su origen al nivel más profundo. No hay pensamientos «espirituales» que existan aparte por sí mismos, pero los pensamientos ordinarios no cruzan la frontera cuántica (tal y como muestra la técnica no espiritual de Benson). Seguimos en el nivel material porque nos centramos en lo que significa el pensamiento.
Nuestra atención es atraída hacia afuera más que hacia adentro.
Un mantra, como también lo es la palabra neutral de Benson, uno, tiene poco o ningún significado para distraernos y, por tanto, es un vehículo más fácil para ir hacia adentro que la plegaria o la contemplación verbal (en estos últimos casos tomamos un aspecto de Dios para pensar y explayarse en él).
No hay duda de que nos resistimos a la noción de que Dios es un fenómeno interno. La inmensa mayoría de los fieles de este mundo están firmemente comprometidos con las fases uno y dos, y creen en un Dios que está «allá arriba» o, de una u otra forma, fuera de nosotros. Y el problema es complicado por el hecho de que ir hacia adentro no es una revelación sino que sólo es el principio. La mente en silencio no ofrece destellos repentinos de percepción divina, aunque su importancia se manifiesta elocuentemente en el documento medieval anónimo del siglo XIV conocido como La nube del desconocimiento. El autor nos dice que Dios, los ángeles y todos los santos sienten una gran complacencia cuando una persona empieza a hacer trabajo interior. Al principio, sin embargo, ninguno de ellos es aparente:
Ya que, cuando empiezas, encuentras sólo oscuridad, como si fuera una nube de desconocimiento... Esta oscuridad y esta nube están entre tú y tu Dios, hagas lo que hagas.
El bloqueo adopta dos formas: no podemos ver a Dios con la razón y el entendimiento de la mente ni tampoco podemos sentirlo en «la dulzura de nuestro afecto». En otras palabras, Dios no tiene presencia, ni emocionalmente ni intelectualmente. La nube de desconocimiento es todo lo que tenemos para continuar, y la única solución, según nos informa el autor anónimo, es la perseverancia.
El trabajo interior debe continuar. El autor nos informa de que cualquier pensamiento de la mente nos separa de Dios, porque el pensamiento vierte luz sobre su objeto. El foco de atención es como «el ojo de un arquero fijado en el blanco al que va a disparar». Incluso aunque la nube de desconocimiento nos desconcierte, está realmente más cerca de Dios que un pensamiento sobre Dios y su maravillosa creación. Se nos recomienda ir a una «nube de desconocimiento» sobre cualquier cosa que no sea el silencio del mundo interior.
Durante siglos, este documento nos ha parecido completamente místico, pero tiene sentido en cuanto nos damos cuenta de que recomienda la respuesta de la conciencia en reposo, que no contiene pensamientos. El autor ahonda lo suficiente como para encontrar al Dios de la fase tres que está más allá de cualquier consideración material. Teniendo en cuenta el peso de clérigos, catedrales, capillas, reliquias sagradas y de leyes de la Iglesia en la época medieval este desconocido autor llevó a cabo un acto muy valiente, aunque hubiera sido igualmente valiente hoy en día porque todavía somos adictos a la vida volcada al exterior y la gente quiere un Dios que puedan ver y tocar y con el que puedan hablar.
Consideremos ahora lo radical de su planteamiento tal como el autor anónimo lo revela en el siguiente capítulo de su libro:

En este trabajo de poco o de nada sirve pensar en la bondad y en los merecimientos 
de Dios, o en nuestra Señora, o en los santos y ángeles del cielo, o en el júbilo celestial... 
Es mucho mejor pensar en el ser desnudo de Dios.

Este «ser desnudo» es conciencia sin contenido, espíritu puro, que por supuesto no se desvela en pocas horas o en pocos días. Como en cada fase, en ésta hay que entrar para luego explorarla. Para alguien que ama la religión, al principio puede ser un lugar inhóspito, marcado por la pérdida de todos los rituales y comodidades de la fe organizada. El valor de la fase tres radica más en la promesa que en el cumplimiento, porque es un camino solitario. La promesa nos la hace nuestro autor anónimo que enfatiza una y otra vez que el deleite y el amor surgirán posiblemente del silencio. El trabajo interior se hace para un solo fin, sentir el amor de Dios, y no hay otra forma de alcanzarlo.

¿Cuál es la naturaleza del bien y del mal?
Dios es claridad, calma interior, y contacto con uno mismo.

El mal es desorden interior y caos.
El lector puede haber llegado hasta aquí y preguntarse cuántas personas han evolucionado en la fase tres. Si miramos alrededor vemos sufrimientos y luchas tremendas. Incluso en sociedades prósperas, la fe predominante fomenta normalmente los valores de trabajo y de logros personales.
«Nadie te da nada sin que des nada a cambio» y «Ayúdate y Dios te ayudará», dicen algunos refranes y dichos.
Cada fase del crecimiento interior tiene un coste importante y no hay ninguna fuerza exterior que nos tome por el cogote y nos deposite en un lugar más avanzado del viaje. También es verdad que las circunstancias externas no determinan la fe de cada uno. Recuerdo la conmoción que causó la llegada de Alexander Solzhenitsin por primera vez a Estados Unidos a primeros de los años setenta, cuando la guerra fría estaba en su punto más glacial. Todo el mundo esperaba que alabara la superioridad de Occidente con sus libertades individuales, en comparación con la desalmada represión que dejaba atrás en Rusia pero, aunque él mismo había sufrido terriblemente en los campos de prisioneros del Gulag durante dieciocho años después de haber escrito una carta contra Stalin, Solzhenitsin conmocionó a todo el mundo denunciando la vacuidad espiritual del consumismo americano y, como consecuencia de ello, sólo sobrevivió retirándose a la soledad de los bosques de Nueva Inglaterra, tan ignorado como Thoreau cuando hizo lo mismo ciento cincuenta años antes.
Este enfrentamiento de valores nos pone en la antesala de la fase tres. Dios y el mal ya no se miden por lo que sucede fuera de uno mismo sino que la brújula ha girado hacia el interior. Dios se  mide por el hecho de seguir centrado en uno mismo, lo que da claridad y calma. El mal se mide por la perturbación que causa a la claridad y trae confusión, caos e incapacidad para ver la verdad.
La vida interior nunca puede ser una experiencia común. Hace cincuenta años el sociólogo David Riesman se dio cuenta de que la inmensa mayoría de personas están «orientadas hacia el exterior» y que una pequeña minoría está «orientada hacia el interior». La orientación hacia el exterior viene de lo que los demás piensan de nosotros. Si estamos orientados hacia el exterior, anhelamos la aprobación y nos acobardamos ante la desaprobación, plegándonos a las necesidades de conformidad y absorbiendo las opiniones imperantes como propias. La orientación hacia el interior está arraigada en la estabilidad de uno mismo, que no puede ser debilitada; una persona orientada hacia el interior no necesita la aprobación, y este desapego hace que le sea mucho más fácil objetar
las opiniones imperantes. Pero el hecho de estar orientado hacia el interior no nos hace religiosos, sino que la religión de los que están orientados hacia el interior es la fase tres.

¿Cuál es mi reto en la vida?
Estar comprometido y desapegado al mismo tiempo.

Ahora ya estamos en mejor disposición para entender por qué Jesús quiso que sus discípulos «estuvieran en el mundo pero no fueran del mundo». Quería que estuvieran desapegados y al mismo tiempo comprometidos; desapegados en el sentido de que nadie pudiera arrebatarles las almas, y comprometidos en el sentido de que siguieran motivados por llevar una vida meritoria. Éste es el equilibrio de la fase tres que muchas personas encuentran difícil de llevar.
El autor de La nube del desconocimiento dice que el verdadero dilema no es ir hacia adentro, sino el rechazo de la sociedad y de sus valores. He aquí cómo el autor describe el trabajo espiritual:

Ve que no estás de ningún modo dentro de ti y (para hablar brevemente)
 yo no deseo que estés fuera de ti mismo, o por encima, o a un lado, o en el otro.

La única posibilidad que nos deja es en ninguna parte, y ahí es precisamente donde el autor nos dice que debemos estar. Dios no puede, estar contenido en la mente; no es nada comparado con la miríada de pensamientos y ambiciones, pero hay un secreto tremendo encerrado en este nada y en este ninguna parte:

¿Quién es él que lo llama nada? Seguramente es nuestro hombre exterior y no nuestro
hombre interior. Nuestro hombre interior lo llama Todo, ya que le enseña a entender todas las cosas corporalmente y espiritualmente, sin ningún conocimiento especial de una cosa en sí misma.

Esto es una descripción notable del modo en que trabaja el silencio. En realidad, no estamos hablando del silencio de una mente vacía, ya que aquellos que alcanzan el silencio interior están también pensando de la forma ordinaria, sino del pensamiento que tiene lugar contra un fondo de no pensamientos. Nuestro autor lo compara con saber algo que no tiene que ser estudiado. La mente está llena de un tipo de conocimiento que podría hablarnos de todo, aunque no tiene palabras; por lo tanto buscamos este conocimiento en el fondo. Al principio, no parece que allí haya gran cosa; ésta es la fase de oscuridad y «de la nube del desconocimiento». Pero ha empezado la búsqueda, y si nos atenemos al plan y rechazamos las respuestas externas una y otra vez, y no abandonamos en nuestra creencia de que el objetivo es real, es muy posible que la búsqueda dé sus frutos.
Durante todo este tiempo, el trabajo interior es privado, pero la existencia externa debe continuar.
De ahí el equilibrio al que Jesús se refería cuando decía que «estuvieran en el mundo pero no fueran del mundo». O bien del modo en que lo decimos nosotros, siendo desapegados y comprometidos al mismo tiempo.

¿Cuál es mi mayor fuerza?
La autonomía.
¿Cuál es mi mayor obstáculo?
El fatalismo.

Una vez que hemos explicado cómo debemos equilibrar nuestras vidas interior y exterior, surge la cuestión de cómo puede hacerse. En la fase tres, una persona puede sentirse autónoma, rompiendo con las presiones sociales para ser ella misma, aunque existe el riesgo del fatalismo, un sentimiento que, al ser libre, no es más que una forma de aislamiento sin esperanza alguna de influir en los demás. ¿De qué modo puede otra persona que no esté en su fase entender lo que significa? Todo esto suena como una paradoja y, una vez más, el autor de La nube del desconocimiento da en el clavo.
Señala que las personas mundanas, así como nuestros propios egos, aspiran a estar en todos los sitios, mientras que Dios no está en ninguna parte. Por tanto, aquellas personas dedicadas a la espiritualidad quedan relegadas a los márgenes de la sociedad, siendo los ejemplos más extremos los monjes y las monjas. La renuncia es casi una necesidad, porque el Dios interior no cuadra con todo esto.
Aunque todas las culturas dan importancia a sus santos, es evidente el peligro de orientarse hacia el interior por lo que a la sociedad se refiere. En 1918, mucho antes de que Inglaterra pudiera ver la importancia de Gandhi en el destino del Imperio británico, el conocido erudito Gilbert Murray hizo una manifestación profética: «Las personas que están en el poder deberían tener mucho cuidado con la forma de tratar con un hombre que no se preocupa en absoluto por el placer sensual, ni por las riquezas, ni por la comodidad, ni por promocionarse, sino que está sencillamente determinado a hacer lo que cree que es correcto. Es un enemigo peligroso e incómodo, porque su cuerpo, que siempre se puede conquistar, nos da muy poco punto de apoyo para acceder a su alma.»
Este punto de apoyo significa algo que se pueda arrebatar, que es lo que falta en la fase tres.
Como Gandhi había renunciado a los adornos exteriores, no se le podía atacar por ninguno de los puntos habituales. Por eso, los que estaban en el poder no podían amenazarle con hacerle perder el empleo, o su vivienda, o su familia, ni tampoco con la prisión o la muerte (aunque probaron todos estos medios). Con esto no quiero decir que la fase tres es aquella a la que llegó Gandhi en su viaje espiritual, pero nos ilustra la cuestión de que el desapego hace impotente el uso del poder. El Dios de paz no valora lo buenos que somos dándonos dinero o posición social, sino que nos valoramos a nosotros mismos desde dentro y esto es equiparable a la bendición de Dios. En esta fase de crecimiento interior, se nos revela el poder de interiorizar; hay oscuridad y una nube de desconocimiento, pero la atracción hacia el espíritu es real. Para todos los sacrificios exteriores parece que se ha ganado algo y lo que es ese algo se hace evidente más tarde; en este momento hay un período de ajuste cuando la persona se acomoda a un nuevo mundo tan distinto del de cada día.

¿Cuál es mi mayor tentación?
La introversión.

Me he tomado muchas molestias para dejar claro que la fase tres no se refiere a convertirnos en introvertidos, que es la gran tentación, concretamente para aquellos que malinterpretan las palabras profundizar y silencio interior. Las palabras lo pasan mal a nivel cuántico. No estamos hablando de silencio en el sentido de que no hay pensamientos y tampoco hablamos del interior de una persona como aquello que es opuesto al exterior, sino que el ego tiene tendencia a cooptar a cualquier cosa que sea espiritual y convertirla a sus propios fines. Una persona que por naturaleza se acobarda ante el mundo puede usar como excusa que la espiritualidad debería ser introspectiva, mientras que otra persona que se sienta pesimista en general puede encontrarse cómoda rehusando el mundo material.
Sin embargo, la introversión no es un estado espiritual. Detrás de ella hay todo tipo de suposiciones negativas sobre el valor de la vida externa. El introvertido esconde su luz bajo un cesto, cosa contra la que Jesús nos alerta. Conozco a un hombre que se define a sí mismo como un desertor interno y su actitud básica es la de disgusto con el mundo. Piensa que todos los políticos son corruptos, todos los negocios censurables, todas las ambiciones fútiles y todas las ataduras personales una trampa. No es necesario decir que puede ser muy agotador estar cerca de él, que se ve a sí mismo como un buen budista, casi modélico. Su camino de renuncia, tal como él lo ve, llega al nivel del rechazo, aunque ambas cosas son tan similares que es difícil no confundirlas.
La diferencia es que el rechazo involucra una gran parte de ego. El «yo» decide que «ellos» (otras personas, el mundo en general) son inoportunos. El ego tiene muchas razones para este rechazo y muchas parecen plausibles. Por otra parte, el objetivo de la espiritualidad es inclusivo, ya que Dios abraza toda la creación y no sólo la parte agradable. Si empezamos a rechazar esto o aquello, ¿cómo vamos a aceptarlo? La introversión lo rechaza todo excepto aquellos fragmentos de experiencia que pasan por las puertas colocadas por el ego.
La verdadera renuncia es muy distinta, y consiste en darse cuenta de que detrás de la máscara del mundo material hay realidad. El <esto nuestra atención es atraída por recompensas externas.  Por lo tanto, el hombre más rico del mundo puede ejercer la renuncia si tiene las percepciones adecuadas, mientras que un monje codicioso y egoísta puede ser que no la ejerza, por muy enclaustrado que éste. Del mismo modo, una persona puede ser extremadamente activa y extrovertida y esto no va a afectar su búsqueda interna.
Toda la cuestión en la fase tres tiene que ver con la fidelidad. ¿Damos nuestra fidelidad al mundo interior o al exterior? En este largo viaje, se nos plantearán muchos retos y no importarán las respuestas que demos verbalmente, porque las verdaderas respuestas saldrán del fuego de la experiencia. 
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