Deepak CHOPRA
FASE CUATRO:
EL DIOS REDENTOR (5/8)
(Respuesta intuitiva)
El cerebro sabe cómo ser activo y cómo estar en reposo. Entonces ¿por qué no termina aquí la cosa? ¿Adonde podría ir la mente cuando ha encontrado paz consigo misma? Las fases más elevadas de espiritualidad parecen misteriosas cuando están expresadas de esta forma, porque no hay ningún sitio a donde ir más allá del silencio. Tenemos que mirar qué silencio puede crecer en nuestro interior, y éste es la sabiduría.
Los psicólogos saben muy bien que la sabiduría es un fenómeno real. Si planteamos una batería de problemas a diversos sujetos en una amplia gama de edades, es perfectamente predecible que los de más edad darán respuestas más sabias que los jóvenes. Los problemas planteados pueden ser de cualquier tipo: decidir si hemos sido engañados en un trato de negocios, o cómo solucionar un incidente internacional que podría conducir a una guerra. Una respuesta sabia podría ser esperar a ver qué pasa antes de actuar de forma impulsiva, pedir consejo a diversas personas, o no hacer presuposiciones. No importa cuál es el problema, la sabiduría es una perspectiva aplicada a cualquier situación.
Del mismo modo que la fase tres contempla el nacimiento de un Dios de paz, la fase cuatro contempla el nacimiento de un Dios sabio que no desea actuar siguiendo sus impulsos vengativos, que ya no esgrime nuestros pecados contra nosotros y cuyas miras van más allá del bien y del mal.
En el papel de Dios Redentor, empieza a considerar todas las sentencias que lastran la vida y, por lo tanto, su sabiduría crea el sentimiento de ser amado y mimado. En este aspecto, la soledad del mundo interior comienza a suavizarse. Las cualidades de Dios Redentor son todas positivas:
Comprensivo
Tolerante
Misericordioso
No crítico
Completo
Acogedor
Démonos cuenta de que ninguna de estas cualidades es el resultado de pensar y que, si las encontrásemos en una persona, las llamaríamos cualidades o carácter. La versión psicológica de la sabiduría es que nos interesa para nuestros fines. Para un psicólogo, la sabiduría tiene una relación directa con la edad y la experiencia, aunque hay también algo más profundo. Los maestros espirituales hablan de una misteriosa facultad conocida como la «segunda atención». La primera atención tiene relación con lo que estamos haciendo, y con los datos aportados por los cinco sentidos, y se expresa a sí misma como pensamientos y sentimientos. La segunda atención es diferente, ya que mira más allá de lo que estamos haciendo, algo así como ver la vida desde una perspectiva más profunda. Desde esta fuente se deriva la sabiduría y el Dios de la fase cuatro sólo aparecerá cuando se ha cultivado la segunda atención.
Conozco a un escritor ambicioso que tuvo un golpe de suerte inesperado con un libro que sorprendió a todo el mundo al llegar a ser un bestseller. En su euforia por los cientos de miles de dólares, decidió arriesgarlo todo en una compañía petrolera de alto riesgo. Sus amigos le hacían ver que la inmensa mayoría de oportunidades de este tipo pluman a sus inversores antes de que se llegue a descubrir una sola gota de petróleo, pero el escritor ni se inmutó y, sin tener experiencia ninguna, se lanzó a invertir, llegando al extremo de visitar los pozos de petróleo que le proponían y que estaban diseminados por todo el estado de Kansas.
Cuando le volví a encontrar en un acto editorial seis meses más tarde, parecía muy afligido porque todo su dinero se había evaporado. «Todo el mundo está muy amable conmigo —me dijo bastante turbado—. Mis amigos se aguantan las ganas que tienen de decirme que ya me lo habían advertido. Pero lo peor de todo esto no es ni perder el dinero ni la humillación que he sufrido. El problema es otro. Desde el principio, yo ya sabía que las inversiones no iban a funcionar y no tenía ni la menor duda de que estaba tomando una decisión terrible. Sin embargo, día tras día actuaba como un esquizofrénico, con una confianza ciega, por una parte, y sabiéndome destinado a fracasar, por otra.»
Esto es un ejemplo dramático del hecho de que vivimos en más de un nivel de realidad al mismo tiempo. La primera atención organiza la superficie de la vida, mientras que la segunda tiene relación con los niveles más profundos. Tanto la intuición como la sabiduría surgen de la segunda atención y, por lo tanto, no pueden compararse con el pensamiento ordinario. Nuestro hombre no prestó atención a su intuición y siguió adelante con su fatal proyecto, ignorando la parte subconsciente de sí mismo que ya sabía de antemano lo que sucedería. El Dios de la fase cuatro sólo entra en nuestras vidas cuando nos hemos hecho amigos de él con el subsconsciente.
Los terapeutas tienen un ejercicio para esto, que consiste en imaginarnos a nosotros mismos en una cueva oscura en la que hemos entrado para encontrar al mentor perfecto que nos está esperando al final de un túnel. Empezamos a andar hacia él por la cueva, que es cálida y en la que nos sentimos fuera de peligro, con sentimientos de calma y de esperanza. A medida que nos vamos acercando al final del túnel se abre una habitación y vemos a nuestro mentor vuelto de espaldas a nosotros. Se vuelve lentamente y éste es el momento en que parece que vamos a darnos cuenta de quién es la persona con la que vamos a encontrarnos, de entre todas las que podamos haber conocido. Sea quien sea, nuestro abuelo, un antiguo profesor o incluso una persona a la que no conozcamos, como Einstein o el Dalai Lama, esperaremos encontrar algunas virtudes en nuestro mentor:
• Un mentor debe saber quiénes somos y cuáles son nuestras aspiraciones. El Dios Redentor es comprensivo.
• Un mentor debe aceptarnos incluso con nuestras faltas. El Dios Redentor es tolerante.
• Cuando hablamos de cosas que nunca hemos dicho a nadie porque nos hacen sentir culpables y avergonzados, un mentor debe absolver esta culpa. El Dios Redentor es misericordioso.
• Como es sabio, un mentor no debe interferir en nuestras decisiones o decirnos que son equivocadas. El Dios Redentor no es crítico.
• Un mentor debe ser capaz de entender toda la naturaleza humana. El Dios Redentor es completo.
• Con nuestro mentor nos sentimos fuera de peligro y propensos a intimar con él. El Dios Redentor es acogedor.
El papel de mentor no implica género alguno. El Mentor original, que se apareció como tutor y guía del hijo de Ulises, tomó forma masculina pero en realidad era Atenea, diosa de la Sabiduría. De hecho, podemos decir por primera vez que el Dios de la fase cuatro tiene una inclinación hacia la hembra ya que la intuición y la inconsciencia han sido generalmente vistos como femeninos en contraste con la fuerza y la razón masculinas. La misma división se expresa biológicamente como dominio de los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro. El hecho de que el hemisferio derecho del cerebro controle la música, el arte, la imaginación, la percepción espacial y quizá la intuición no significa que el Dios de la fase cuatro viva ahí, aunque esto es una implicación fuerte. Por todas partes hay mitos en los que encontramos héroes que hablan directamente con los dioses, y algunos antropólogos han especulado que, del mismo modo que el hemisferio derecho del cerebro puede evitar al hemisferio izquierdo para recibir percepciones no verbales y no racionales, así los antiguos humanos podían evitar la racionalidad y percibir dioses, hadas, gnomos, ángeles y otros seres cuya existencia material pone en duda el hemisferio izquierdo.
Hoy en día estamos más inhibidos, por lo que muy pocas personas podrán decir que han estado hablando con la Virgen María, mientras que los demás diremos que hemos internalizado voces divinas como la intuición. Los instintos están muy cerca del oráculo de Delfos y muchas personas pueden tenerlos. Es muy cierto que podemos evitar la razón para ganar en percepción, una intuición que no implica reflexión o ejercicio, sino que destella en la mente, arrastrando un sentido de la veracidad que desafía cualquier explicación.
Opino que los dos hemisferios del cerebro podrían muy bien ser la mejor fuente de la primera y de la segunda atención, porque «dominante» no significa dominador, y podemos intuirlo y razonarlo todo al mismo tiempo. Los médicos han tenido pacientes que han sabido de antemano si tenían o no cáncer o si una operación saldrá bien o no. En mis primeros años de práctica, conocí a una mujer que abrigaba temores por la vida de su esposo, el cual estaba a punto de ingresar en el hospital para someterse a una intervención de cirugía menor que en modo alguno amenazaba su vida. «Todo esto ya lo sé —insistía ella—, pero no es la operación en sí lo que me preocupa. Hay algo que no me gusta.» Todos, incluyendo su marido y yo mismo, tratamos de tranquilizarla y aunque el mismo cirujano era una eminencia y muy hábil, ella siguió con sus temores.
Pero sucedió un hecho inesperado: en mitad de la intervención, su marido tuvo una extraña reacción a la anestesia y murió en la mesa de operaciones sin posibilidad de reanimación. Fue una conmoción; la viuda estaba desconsolada porque sabía que iba a suceder aunque a nivel racional no tenía motivo alguno para dudar de la cirugía. Este conflicto entre la primera y la segunda atención forma el drama central de la fase cuatro. La gran pregunta es cómo podremos aprender a tener confianza en la segunda atención si el inconsciente tiene la reputación de no ser digno de crédito sino, bien al contrario, se le considera oscuro y amenazador. Una vez que nos hemos identificado con el conocedor, que es esta parte de nosotros mismos que se siente intuitiva, sabia y que actúa como si el mundo cuántico fuera su propia casa, entonces Dios toma una nueva forma y se vuelve todopoderoso y omnisciente.
¿Quién soy?
El conocedor interno.
Nunca nos fiaremos de nuestra intuición hasta que nos identifiquemos con ella, cosa que tiene relación con la autoestima. En las primeras fases del crecimiento interior, se estima a una persona que pertenece al grupo y que mantiene sus valores. Si el conocedor interno intenta hacer objeciones es sofocado. La intuición se vuelve un enemigo, porque dice cosas horrorosas que se supone que no debemos escuchar, por ejemplo, un soldado que sacrifica su vida en las líneas del frente no puede permitirse pensar sobre la barbaridad que es la guerra y estimar que lo correcto es el pacifismo. Si su voz interior le dice: «¿Cuál es la cuestión? El enemigo no es más que yo mismo en la piel de otro hombre», la autoestima se hace añicos.
Una persona que ha llegado a la fase cuatro hace tiempo que ha abandonado los valores de grupo, y para ella han dejado de existir las seducciones de la guerra, la competencia, la bolsa de valores, la fama y la fortuna. Sin embargo, el aislamiento no es cosa buena y, por lo tanto, el conocedor interno acude para ayudar, dándonos una nueva fuente de autoestima basada en cosas que no pueden saberse de ningún otro modo. Si nos estremecemos con las siguientes líneas del gran místico persa Rumi, significa que entendemos de qué modo el mundo interior puede ser más conmovedor que cualquier otra cosa exterior:
Cuando yo muera
me elevaré con ángeles.
Y cuando muera para los ángeles,
no puedo imaginar
qué será de mí.
En la fase cuatro, la vacuidad de la vida exterior se vuelve irrelevante porque se ha empezado un nuevo viaje. Los sabios no se sientan para contemplar lo sabios que son, sino que están volando por el espacio y el tiempo, guiados en un viaje del alma que nada puede impedir. Las ansias de soledad, característica de cualquiera que esté en la fase cuatro, viene del suspense total. La persona no puede esperar a descubrir cuál es el próximo paso en la revelación del drama del alma.
La palabra redención nos da sólo una pálida sensación de cuan implicatoria es esta expedición.
Para el conocedor interno existen muchas más cosas aparte de sólo estar libre de pecado, ya que una persona que siente todavía la carga de la culpa y la vergüenza nunca se embarcará en el viaje.
No tenemos que ser perfectos para intentar alcanzar a los ángeles, sino que tenemos que poder vivir con nosotros mismos teniendo nuestra propia compañía durante largos períodos de tiempo. Tener un sentido de pecado afectará esta capacidad. Como suele decir un psiquiatra amigo mío, que es algo cínico: «Sabrás mucho más sobre las motivaciones humanas cuando te des cuenta de una cosa: el noventa y nueve por ciento de la humanidad pasa un noventa y nueve por ciento de su tiempo intentando evitar las verdades dolorosas.»
Las personas que pasan el tiempo en otras cosas pueden parecer misteriosas. El conocedor interno poco puede hacer con los cinco sentidos y le preocupa poco lo racional que pueda parecer una situación, porque el conocedor interno lo sabe. Este misterio es el tema de una famosa parábola zen:
un joven monje se dirige a su maestro, el abad del monasterio, y le dice: «Tengo que conocer el significado de la vida. ¿Me lo diréis, señor?»
El maestro, que tenía una gran reputación como calígrafo, tomó su pincel y escribió rápidamente la palabra «atención» en un papel. El discípulo esperó, pero no sucedió nada. «Señor, estoy decidido a permanecer aquí sentado hasta que me digáis el sentido de la vida», repitió.
Se sentó y, al cabo de un momento, el maestro volvió a tomar su pincel y volvió a escribir la palabra «atención» en el papel.
«No lo entiendo —protestó el discípulo—. Se dice que habéis alcanzado la más alta revelación y yo estoy ansioso por saber. ¿No me diréis el secreto?» Pero, por tercera vez, el maestro no dijo nada y se limitó a mojar el pincel en la tinta negra y a escribir la palabra «atención». La impaciencia del joven monje se volvió desánimo.
«O sea que ¿no tiene nada que enseñarme? —dijo tristemente—. Si al menos supiera adonde ir; he estado buscando durante tanto tiempo.» Se levantó y se fue mientras el viejo maestro le siguió con una mirada compasiva. Luego tomó el pincel y de un solo trazo escribió la palabra «atención».
Esta pequeña historia pierde su carácter zen en el momento en que nos damos cuenta de que el maestro está hablando de la segunda atención y que no puede responder la pregunta más seria del discípulo porque no hay respuestas a nivel de la primera atención. El discípulo tampoco podía imaginarse la emoción que sentía el maestro porque desde el exterior no puede verse signo alguno.
Hicimos la misma observación cuando vimos que Dios no deja huellas en el mundo material. En la fase cuatro nos sentimos fascinados por Dios, no porque necesitemos protección o consuelo, sino porque somos un cazador que va tras sus huellas y la caza es tanto más interesante cuanto la presa no deja huellas en la nieve.
¿Cómo encajo en esto?
Entiendo.
En la fase tres, el mundo interior evidencia poca actividad. Los veleros no pueden navegar con poco viento por lo que descansan y esperan. El mundo interior se hace vivo en la fase cuatro, en el que la calma y la paz se vuelven algo mucho más útil, se empieza a entender cómo funciona la realidad y la naturaleza humana comienza a desvelarnos sus secretos. Veamos algunos ejemplos:
No hay víctimas.
Todo está bien ordenado y las cosas suceden como es debido.
Una sabiduría superior guía los acontecimientos aleatorios.
El caos es una ilusión; hay orden total en todos los acontecimientos.
Sin razón no sucede nada.
Llamémosle a esto un paquete de percepciones, centradas en la cuestión de por qué todo funciona del modo en que lo hace, cosa que es una pregunta profunda, que todos nos planteamos pero que tendemos a hacerlo de forma superficial, porque nuestra pasión no es explicarnos de qué modo trabaja el destino. Si algunas cosas parecen preordenadas mientras que otras son accidentales, es que es así. Sin embargo, en la fase cuatro el destino se convierte en una cuestión candente, porque la persona percibe suficientes ejemplos de que «una mano invisible» debe estar haciendo algo. Los ejemplos pueden ser pequeños, pero no podemos volverles la cara.
Hace poco, cometí alguna torpeza con el ordenador como consecuencia de la cual perdí una cantidad considerable de un trabajo muy importante. Por la noche apenas pude dormir pensando en que el único remedio era un programa que pudiera recuperar mis capítulos perdidos, si ello era posible. Estaba muy angustiado esperando el servicio de mensajería nocturno que, como siempre, llegaba tarde. Alcancé el teléfono y cuando ya había marcado el número de la empresa de mensajeros, un vecino llamó a la puerta. «Me parece que esto tiene que ser para usted», dijo, sosteniendo en la mano un paquete que había encontrado mientras cruzaba nuestro jardín. Al parecer el mensajero había llegado por la puerta de atrás de la casa, que es vieja y la tenemos sellada, y no había podido llamar al timbre sencillamente porque no hay ninguno allí.
Aparte del hecho de encontrarme en el momento en que estaba a punto de crear una buena confusión por teléfono, el paquete lo encontró alguien que nunca había venido por casa anteriormente, y yo me pregunto cómo pudieron llegar a coincidir todos estos factores aunque fueran tan minúsculos.
En la fase cuatro no descansaremos hasta que entendamos la respuesta. Una vez que hayamos prestado suficiente atención, que es siempre la palabra clave, empezaremos a ver que los acontecimientos toman la forma de modelos y vemos que también contienen lecciones, mensajes o signos con los que el mundo exterior está intentando de alguna manera comunicar con nosotros, y entonces vemos que estos acontecimientos externos son en realidad símbolos de los acontecimientos interiores. En mi caso, el acontecimiento interior era una furiosa tensión de la que quería escapar. Las ondas discurren desde el centro hacia afuera, y se van haciendo cada vez más anchas, hasta que empezamos a darnos cuenta de que detrás de la «mano invisible» hay una mente con una gran sabiduría en todo lo que hace.
La conclusión de este paquete de percepciones es que no hay víctimas. Las personas sabias ya lo dicen a menudo pero, cuando declaran que todo está sabia y justamente ordenado, sus oyentes se quedan perplejos. Entonces ¿qué ocurre con las guerras, los incendios, los asesinatos indiscriminados, las catástrofes aéreas, el despotismo, los gángsters y muchas más cosas? Todo esto implica víctimas y, muy a menudo, también crueles ejecutores. ¿Cómo pudo el poeta Browning tener la audacia de proclamar que Dios está en el cielo y que todo va bien en el mundo? Esto lo descubrió de Dios mismo, pero un Dios que no se conoce hasta la fase cuatro.
Ahora es un buen momento para preguntar qué sabe realmente el conocedor interno. Tal como lo definimos habitualmente, el conocimiento es la experiencia que ha ido registrándose en la memoria.
Nadie sabía que el agua hervía a cien grados centígrados hasta que hubo memoria de ello. Por lo tanto, el sabio tiene que tener mucha más experiencia que el resto de todos nosotros, o bien ha nacido con más capacidad cerebral. Pero ¿es realmente éste el caso? Después de un divorcio, una persona puede lamentar que ya en el viaje de novios se dio cuenta de que era evidente que el matrimonio no iba a funcionar. Sin embargo, como sólo la comprensión a posteriori nos muestra la importancia de una intuición, ¿cómo alguien puede fiarse de ella para tomar medidas?
Sólo los sabios, al parecer, pueden hacer tal cosa. La sabiduría consiste en sentirse cómodo con la certidumbre y con la incertidumbre. En la fase cuatro la vida es espontánea y, aunque tiene un determinado plan, los acontecimientos llegan por sorpresa y con una lógica inexorable.
Extrañamente, la sabiduría a menudo no llega hasta que hemos dejado de pensar. En lugar de darle vueltas a una situación desde todos los puntos de vista, llegamos al punto en que nace la simplicidad.
En presencia de una persona sabia, podemos sentir una calma interior, que está viva, respira su propia atmósfera, no necesita de validaciones externas y para ella los altibajos de la existencia son todo uno. El Nuevo Testamento lo llama la «paz que sobrepasa el entendimiento» porque va más allá del pensamiento y por muchas vueltas que le demos no la alcanzaremos.
¿Cómo encontraré a Dios?
Autoaceptación.
El mundo interior tiene sus tempestades, pero aún son mucho más terribles sus dudas. Un santón hindú dijo que «La duda es la podredumbre de la fe». En efecto, nadie puede llegar muy lejos en la fase cuatro si duda de sí mismo, porque el ego es todo lo que tenemos digno de confianza y el apoyo externo ya no tiene ningún efecto tranquilizador. En la vida ordinaria una pérdida de este tipo es aterradora por lo que nadie quiere representar los papeles del proscrito, del apatrida y del traidor. Una vez, en un cine, oí a docenas de personas romper en sollozos cuando el hombre elefante, con su horrible cabeza cubierta por un saco de lona, es perseguido en una estación de tren por una multitud curiosa; cuando finalmente es acorralado en un rincón se vuelve a sus perseguidores y grita angustiado: «¡No soy un animal, soy un ser humano!»
Es nuestro inconsciente el que habla desde el terror más profundo. Hay un componente de miedo hacia los demás, porque definimos la normalidad desde la premisa de ser aceptados. Sin embargo, en la fase cuatro soltamos todas las amarras. Un amigo mío que había pasado algunos años en un monasterio me contaba una vez: «Hace mucho tiempo, cuando yo aún no tenía ningún tipo de experiencia, en una ocasión estuve casi comprometido con una mujer. Una noche estábamos sentados en el sofá, en la oscuridad; ella tenía su cabeza recostada en mi pecho y yo me sentí tan cerca de ella que le dije: "Sabes, te quiero tanto que pienso que amo a toda la humanidad lo mismo que a ti."
»Ella se levantó con una expresión horrorizada pintada en su rostro y exclamó: "¿No te das cuenta de que eso es lo peor que podrías haberme dicho?" Pero yo no lo entendí. Pronto rompimos nuestras relaciones, pero aún hoy no entiendo realmente por qué estaba tan disgustada.»
En aquel momento había habido una colisión entre dos cosmovisiones distintas. A los ojos de la mujer, las palabras de su novio eran una traición puesto que, en aquel momento, ella buscaba apoyo en él porque, al escoger amarla a ella en lugar de a cualquier otra persona, la hacía más completa, revalorizando su identidad con una validación externa. En cambio, el hombre pensaba justamente lo contrario porque, a sus ojos, incluir a la humanidad en su amor la hacía a ella más grande. En el fondo, él no entendió el tipo de apoyo que ella necesitaba. Él quería percibir un estado en que todo el amor está incluido en un amor. Este propósito es difícil de alcanzar y la mayoría de las personas no aprecian su valor (por lo menos no para ellos, aunque sí para san Francisco o para un bodhisattvá).*
Desde la infancia todos nosotros hemos ganado seguridad por el hecho de tener una madre, un padre, nuestros propios amigos, un cónyuge, una familia propia. Este sentido de apego refleja una necesidad de apoyo para toda la vida.
En la fase cuatro toda la estructura del apoyo de desvanece porque se deja a la persona que encuentre el apoyo internamente, a partir de sí mismo. La autoaceptación se convierte en el camino hacia Dios, no en el sentido de una voz interior que nos arrulle con palabras tranquilizadoras o que busquemos una nueva familia espiritual. Cuando Jesús dice a sus discípulos que tienen que morir, se refiere a experimentar el estado de desapego interior. No se trata de un desapego frío y sin corazón, sino que es el tipo de expansión que ya no necesita distinguir entre tú y yo, tuyo y mío, y lo que tú quieres y lo que yo quiero. Estas dualidades tienen sentido perfectamente para el ego, aunque en la fase cuatro, el objetivo es ir más allá de todo límite. Si esto involucra abandonar los antiguos sistemas de apoyo, la persona pagará gustosamente el precio. El viaje del alma estará guiado por una pasión interna que pide su plena realización.
¿Cuál es la naturaleza del bien y del mal?
Dios es claridad y ve la verdad.
El mal es ceguera y niega la verdad.
Vista desde el exterior, una persona que esté en la fase cuatro parece haber decidido no tener una vida participativa ya que, sin ataduras sociales, tampoco hay papel social. El grupo de inadaptados que se reúnen en los límites de todas las culturas está compuesto por locos, videntes, sabios, psíquicos, poetas y visionarios. El hecho de que no puedan ser distinguidos fácilmente y que parezca que todos ellos van por su cuenta molesta a muchas personas. Sócrates fue condenado a muerte simplemente por ser sabio, y fue acusado por las autoridades de «corruptor de la juventud de la ciudad» y de seguir «nuevas creencias religiosas». A lo largo de la historia de la humanidad se ha ido repitiendo este tipo de hechos una y otra vez. Las percepciones más profundas no son, por lo general, socialmente aceptadas y, por lo tanto, son tenidas por insensatas, heréticas o criminales.
En la fase cuatro, el bien y el mal están aún contrastados, pero con mucha menos dureza que anteriormente. El bien es claridad de mente, que nos trae la capacidad de ver la verdad. El mal es ceguera o ignorancia, que hace que la verdad sea imposible de ver. En ambos casos, estamos hablando de cualidades centradas en uno mismo. La persona acepta la responsabilidad de definir «la verdad» tal como la ve, pero ello suscita otra acusación. ¿Qué pasaría si la verdad fuera cualquier cosa que fuera conveniente? Quizá el hecho de robar una hogaza de pan se vuelve correcto porque «mi verdad» es que tengo hambre. Sin embargo, este tipo de ética coyuntural no es la cuestión real, ya que la verdad en la fase cuatro es mucho más difícil de encontrar y es incluso mística, conteniendo una especie de pureza espiritual que resulta complicado definir. Cuando Jesús enseñó a sus seguidores que «la verdad os hará más libres», no se refería a un conjunto de hechos o de dogmas sino a la verdad revelada. En lenguaje moderno, podríamos darle distintas traducciones como: busca al conocedor interno y él te liberará.
En otras palabras, la verdad se hace una búsqueda de la cual nadie puede disuadirnos. La bondad significa seguir en la verdad de nuestra búsqueda; el mal es ser apartado de ella. En el caso de Sócrates, incluso una sentencia de muerte le dejó impávido, y al ofrecérsele una ruta de escape por mar si huía de Atenas con sus amigos, la rehusó. Su idea del mal no era la de morir en manos de una corte corrupta, sino que, para él, el mal hubiera sido traicionarse a sí mismo. Nadie podía comprender por qué no tenía miedo de la muerte cuando, rodeado por sus alumnos deshechos en lágrimas, les explicó que la muerte era un resultado inevitable. Era como un hombre que hubiera tomado tranquilamente el camino hacia el borde de un precipicio, sabiendo exactamente adonde se dirigía y lo que iba a hacer y, llegado el momento de saltar, ¿por qué tendría que temer el último paso? Esto es un ejemplo perfecto del razonamiento en la fase cuatro. La búsqueda tiene una finalidad y la contemplamos como la fase final; por tanto, al beber de la copa de cicuta, Sócrates murió como traidor al estado que había mantenido un compromiso total con él mismo, y esto fue un gesto de bondad definitiva.
¿Cuál es mi reto en la vida?
Ir más allá de la dualidad.
He guardado el tema del pecado, que es una cuestión espinosa, hasta que entendamos mejor el mundo interior. Todos llevamos el estigma de la culpa y de la vergüenza, porque ninguno de nosotros fue perfecto en su infancia. La culpa la encontramos incluso en culturas que no tienen la leyenda de la caída con su herencia de pecado original. La pregunta es si la culpa es inherente, es decir, si hemos hecho alguna cosa para merecer el sentimiento de culpabilidad, o es que la naturaleza humana ya ha sido creada así.
El pecado puede ser definido como algo incorrecto que deja una impresión. Los hechos incorrectos que olvidamos no tienen consecuencias, junto con aquellos que fueron cometidos inadvertidamente: que se incendie una olla dejada en el fuego es un hecho accidental, no pecaminoso. En Oriente, a cada acto que deja una impresión se le llama karma, que es una definición mucho más amplia que la de pecado y que no acarrea culpa moral. Se habla a menudo de mal karma, pensando en el aspecto de incorrección, pero en su forma más pura, el karma puede ser bueno o malo y aún dejar una huella.
La importancia de esta distinción se hace más clara en la fase cuatro porque, como lo que está bien y lo que está mal se ve con menos severidad, surge el deseo de liberarnos de ambas cosas, porque tendría poco sentido tener esta intención antes de la fase cuatro. En las fases anteriores hemos invertido un esfuerzo tremendo intentando ser buenos. Dios castiga a aquellos que no lo son, y lo que no consigue él, lo consigue una conciencia culpable. Pero el Dios de la fase cuatro, en su propósito de redención, contempla a los pecadores y a los santos de la misma manera y a todas las acciones del mismo modo, en una valoración escandalosa. La sociedad existe para trazar la línea entre lo correcto y lo incorrecto, no para borrarla. Cuando Jesús confraternizaba con leprosos y marginados, menospreciaba las normas religiosas y reducía los cientos de leyes judías a dos (no tendrás otro Dios más que a mí y ama a tu prójimo como a ti mismo), la buena gente que estaba a su alrededor pensaba que estaba loco o que era un criminal.
De hecho, era extremadamente responsable. En su frase «Recogeréis según hayáis sembrado», Jesús manifestó la ley del karma de forma sucinta. No tenía intención de quitar de en medio el pecado sino que, en lugar de ello, nos enseñó una norma espiritual elevada: tus acciones de hoy definen tu futuro el día de mañana. Independientemente de si un acto es considerado bueno o malo, esta norma no puede dejarse de lado, y los que piensan que sí es porque no han profundizado lo suficiente. En la fase cuatro ya hay bastantes percepciones como para darse cuenta de que todas las acciones pasadas tienen tendencia a volver a casa a descansar, y esta dinámica resulta ser más importante que el hecho de identificar el pecado.
Si es así, entonces ¿qué importancia tiene el perdón de los pecados? ¿Cómo redimimos nuestra alma? Encontrar la respuesta será nuestro reto de vida en esta fase. Un alma redimida se ve a sí misma como nueva e inmaculada y alcanzar este estado de inocencia sería imposible de acuerdo con la ley del karma, porque el ciclo de sembrar y recoger nunca termina (a diferencia del pecado, el karma se nos aferra incluso en el caso de accidentes y errores inadvertidos, incluso independientemente de las circunstancias, porque cada acción es una acto y tiene sus consecuencias).
El problema se vuelve mucho más complejo por el hecho de que cada persona, en el curso de su vida, lleva a cabo millones de acciones que se solapan a todos los niveles. Las emociones y las intenciones están unidas. Si un hombre da dinero a un pobre, ¿es virtuoso aunque le mueva el deseo egoísta de salvar su alma? ¿Es correcto casarse con una mujer que lleva a un hijo nuestro en sus entrañas aunque no la amemos? La distinción entre el bien y el mal es extremadamente complicada y la doctrina del karma hace la estimación más difícil en lugar de facilitarla, porque la mente puede siempre encontrar algún pequeño detalle que previamente nos había pasado por alto.
Puede costamos toda una vida solucionar este enigma pero es sencillo, al menos en teoría: el alma se redime dirigiéndola a Dios. Un Dios redentor es el único ser en el cosmos que está exento de karma (o pecado) o, para ser más exactos, Dios trasciende karma porque sólo él no está en el cosmos. A una persona que esté en la fase cuatro no le interesa rezar para librarse de todo lo que hizo mal anteriormente, sino que lo que desea es la forma de salir del cosmos; en otras palabras, quiere revocar aquello de «Recogeréis según hayáis sembrado».
¿Cómo puede suceder esto? Es evidente que nadie puede revocar la ley de causa y efecto. En Oriente dicen, usando la terminología del karma, que las malas acciones persiguen el alma a través del tiempo y del espacio hasta que la deuda ha sido pagada. Incluso la muerte no puede abolir una deuda kármica, que sólo se salda volviéndonos víctimas de la misma mala acción que cometimos o borrando malas huellas con buenas acciones.
Sin embargo, a nivel de la segunda atención, este ciclo no tiene importancia, y no necesitamos de ningún modo revocar la ley del karma. A pesar de toda la actividad que se ve en la superficie de la vida hay una partícula de conciencia interior que no se toca. En el momento en que se levantan por la mañana, un santo y un pecador están en la misma posición; ambos se sienten vivos y conscientes.
Este lugar está fuera del alcance de premio o castigo, no conociendo dualidad. Por lo tanto, en la fase cuatro, el reto es encontrar este lugar, retenerlo y vivir en él. Una vez que esta labor ha sido realizada, la dualidad ha terminado. En términos cristianos, el alma se ha redimido y hemos vuelto a la inocencia.
¿Cuál es mí mayor fuerza?
La percepción.
¿Cuál es mí mayor obstáculo?
El engaño.
Ya he dicho anteriormente que en la fase cuatro hemos cortado las amarras y ahora sabemos por qué. La búsqueda interior se convierte en deshacer nuestras ataduras, que no se liberan todas a la vez porque no son todas iguales. Es perfectamente normal llegar a profundas percepciones sobre uno mismo y sentirse aún avergonzado o culpable como un niño por determinadas cosas. El alma es como el desfile de un ejército roto; algunos aspectos lo empujan hacia adelante, y otros lo retienen atrás.
La razón para esto es otra vez kármica, porque no todas nuestras acciones dejan las mismas huellas. Algunas personas están obsesionadas de por vida por incidentes pertenecientes al pasado que son aparentemente pequeños. Conozco a un hombre que había tenido que despedir a cientos de empleados, reorganizar negocios que se iban a pique y decidir, de una forma o de otra, el destino de muchas personas. Sus decisiones causaron cada vez dolor y quejas, sin importar lo bien intencionadas que fueran. Actualmente duerme perfectamente a pesar de todo ello y, sin embargo, no se perdona el hecho de no haber podido estar al lado de su madre cuando ésta murió y el hecho de haber dejado tantas cosas sin decir lo hace sentirse culpable cada día. Él sabe perfectamente que su madre tenía conciencia de su amor por ella, pero sin embargo no se cura de su culpabilidad.
Debido a su intensa subjetividad, la fase cuatro necesita nuevas tácticas ya que nadie puede ofrecernos la absolución desde el exterior. Para salvar un obstáculo necesitamos nuestra propia percepción, y si no lo podemos salvar, luchamos contra el engaño hasta que lo conseguimos. En el caso de este hombre, su engaño es que cree ser malo por no haber estado con su madre (en realidad no tenía elección porque el viaje a su casa se retrasó por causas ajenas a su voluntad), pero la percepción es que su amor auténtico no tiene por qué tener una expresión exterior. Sin embargo, más allá de estos detalles, en la fase cuatro hay solamente una percepción y un engaño. La percepción es que todo es correcto, y el engaño es que cometemos errores imperdonables. La razón por la cual todo está bien vuelve a la redención ya que, a los ojos de Dios, nuestras almas son inocentes. La misma razón nos dice que nos engañamos al seguir reteniendo errores anteriores que no pueden manchar nuestras almas y cuyos efectos residuales, por lo que a culpa, vergüenza y expiación se refiere, quedarán purificados a su debido tiempo.
¿Cuál es mí mayor tentación?
La decepción.
Al hablar de decepción me refiero tanto a decepcionarnos a nosotros mismos como a decepcionar a los demás. Cada una de las fases de crecimiento interior contiene más libertad que la anterior, por lo que liberarse del pecado en la fase cuatro es ya un gran logro. Sin embargo, el precio de la redención es una vigilancia constante, aunque es muy difícil estar controlándose a uno mismo constantemente. A menudo, una voz interior nos insta a ser más tolerantes con nosotros mismos, a aceptar las cosas como son y a actuar del modo que actúan los demás, y es evidente que el hecho de seguir este consejo nos haría la existencia mucho más llevadera. Sócrates, por ejemplo, pudo haberse disculpado por haber infringido las normas morales de Atenas y haber predicado la sabiduría que aceptaba en lugar de predicar la suya propia, pero caer en esta solución fácil le hubiera llevado a la decepción, porque el progreso de la sabiduría interior no puede detenerse. (Platón lo expresó de forma elocuente: «Una vez que hemos encendido la llama de la verdad, ya no se apaga nunca.») Por esto, a no ser que tenga la intención de decepcionarse a sí misma pensando de otra manera, una persona que esté en la fase cuatro está liberada de valores externos.
La duración de estas tentaciones varia con cada sujeto. En la mitología quedamos redimidos instantáneamente por un Dios misericordioso cuando, en realidad, se trata de un largo proceso con muchos recodos. Una vez alguien me hizo la siguiente observación: «Tengo la impresión de que mi alma es como una ardilla del parque que, cuando intentas darle de comer, no coge el cacahuete directamente, sino que va haciendo diversas aproximaciones, se asusta con cualquier movimiento pero, finalmente, pierde la paciencia y toma lo que le ofrecemos.» El paralelismo es exacto ya que, a un determinado nivel, todos queremos librarnos de la culpa. Tal como decía Rumi en Un aforismo, «Fuera de todas las nociones del bien y del mal hay un campo; ¿quieres que nos encontremos ahí?».
Sin embargo, por mucho que queramos no es posible precipitarnos hacia ese lugar. Nuestras viejas huellas son muy poderosas y la culpa y la vergüenza surgen como un recordatorio de que hace falta algo más que un acto de voluntad para escapar a las nociones de bien y de mal. El proceso tiene que continuar sin decepción. Ya que no podemos engañar nuestro sentimiento de imperfección o de culpabilidad, escojamos el término que más nos guste, esperando que nuestra pizarra se borre para siempre. Hay mucho trabajo por hacer en forma de meditación, reflexión y aceptación de responsabilidades. Tenemos que actuar dentro de la verdad, tal como lo consideremos nosotros mismos; debemos comprobar cada paso que vayamos dando adelante, aunque hasta el último momento persiste la tentación de volvemos atrás.
Sea lo que sea lo que está relacionado con la autoaceptación, debemos enfrentarnos con ello. Al final, el triunfo de la fase cuatro resulta ser una paradoja porque, en el mismo momento en que vemos que todo va bien y que nunca más deberemos preocuparnos por el mal, surge la noción de que nunca hemos hecho nada malo de lo cual tengamos que preocuparnos, y la redención devuelve al alma un sentido de la inocencia que de hecho nunca nos dejó. Para decirlo de una forma más sencilla, todo el proceso de sernos fieles a nosotros mismos nos trae como recompensa una mayor conciencia en un nivel en que hemos dejado atrás los problemas de la dualidad y lo que sucede es que tenemos la sensación subjetiva de ser redimidos.
* Bodhisattvá significa en sánscrito «ser iluminado». Es un ser destinado a la iluminación que está a punto de alcanzar.
Es una calificación aplicada en el budismo mahayana al futuro buda, es decir, al hombre que ha llegado al umbral de la redención por una serie de grados ascéticos y de perfecciones conseguidas a lo largo de diversas existencias y que ya posee todas las cualidades y características de un buda y al cual sólo le falta renacer una sola vez para entrar en el nirvana. ( N. d el T . )
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