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lunes, 5 de marzo de 2018

9 ~ Sufrimiento autoinfligido (2/2)

Tercera parte
Transformación del sufrimiento

9 ~ Sufrimiento autoinfligido (2/2)


Culpabilidad

Como productos de un mundo imperfecto, todos somos imperfec­tos. Reconocer nuestros errores con genuino remordimiento nos sir­ve para mantenemos en el camino correcto en la vida, nos anima a rectificar nuestros errores si ello fuera posible. Pero si permitimos que nuestro pesar degenere hasta una culpabilidad excesiva y nos aferra­mos a nuestros errores del pasado, culpándonos y odiándonos por ellos, lo único que conseguiremos es flagelamos inútilmente.

Durante una conversación anterior en la que hablamos brevemen­te de la muerte de su hermano, el Dalai Lama había expresado cierto pesar relacionado con ella. Era interesante ver cómo afrontaba aque­llos sentimientos de pesar y quizá de culpabilidad, por lo que en una conversación posterior le pregunté:.
-Cuando hablamos de la muerte de Lobsang mencionó usted su pesar. ¿Ha habido alguna otra situación en su vida en que se haya arrepentido de algo?
-Oh, sí. Un anciano monje que vivía como un ermitaño solía ir a verme para recibir enseñanzas, aunque creo que era más versado que yo y aquellas visitas no eran más que una formalidad. En cualquier caso, vino a verme un día y me preguntó acerca de una complicada práctica esotérica que quería realizar. Le comenté que era una prácti­ca muy difícil y que quizá fuera mejor que la emprendiera alguien más joven, ya que tradicionalmente se inicia en la adolescencia. Más tarde me enteré de que el monje se había suicidado para renacer en un cuer­po más joven y poder entregarse a esos ejercicios...
-¡Eso es terrible! -exclamé, sorprendido por esta historia-. Tuvo que haber sido muy duro para usted cuando se enteró... -El Dalai Lama asintió con una expresión de tristeza-. ¿Cómo afrontó ese sentimiento de pesar? ¿Cómo se libró finalmente de él?
Permaneció en silencio durante un rato antes de contestar.
--No me libré de él. Sigue ahí, presente. -Hizo una nueva pausa, antes de añadir-: Pero ya no se halla asociado con una opresión. No sería útil para nadie que yo permitiera que ese sentimiento me abru­mara, fuera una fuente de desánimo y depresión.
En ese momento y de un modo muy visceral, quedé asombrado una vez más ante el ser humano que afronta plenamente las tragedias de la vida y responde, incluso con profundo pesar, pero sin permitirse caer en una culpa excesiva o en el autodesprecio; que se acepta plena­mente a sí mismo, con sus limitaciones, debilidades y errores de jui­cio. El Dalai Lama experimentaba un sincero pesar por los hechos que acababa de relatarme, pero llevaba su pesar con dignidad y ele­gancia. Y no permitía que ese sentimiento lo hundiera, prefería seguir adelante y dedicar sus facultades a la ayuda a los demás...
A veces me pregunto si la capacidad para vivir sin caer en la cul­pabilidad destructiva no será parcialmente cultural. Al contarle a un erudito amigo tibetano mi conversación con el Dalai Lama sobre el pesar, éste me dijo que la lengua tibetana no tiene siquiera una palabra equivalente a «culpa», aunque tiene otras que equivalen a «remordi­miento» o «arrepentimiento» o «lamentación», con el sentido de «rec­tificar las cosas en el futuro». Sea cual fuere el componente cultural, estoy convencido de que al cuestionar nuestras formas habituales de pensar y cultivar una perspectiva mental diferente, basada en los prin­cipios descritos por el Dalai Lama, cualquiera de nosotros puede aprender a vivir sin la marca de la culpabilidad, que no hace otra cosa que causarnos un sufrimiento innecesario.

Resistencia al cambio

La culpabilidad surge cuando nos convencemos de que hemos co­metido un error irreparable. La tortura del que se culpa reside en pen­sar que cualquier problema es permanente. Pero, puesto que no hay nada que no cambie, el dolor también disminuye, ya que ningún pro­blema es perpetuo. Éste es el aspecto positivo del cambio. Pero por lo general nos resistimos a él en casi todos los ámbitos de la vida. El pri­mer paso para liberamos del sufrimiento es conocer su causa funda­mental: la resistencia al cambio.
Al describir la naturaleza siempre cambiante de la vida, el Dalai Lama explicó:
-Es extremadamente importante investigar los orígenes del sufri­miento, saber cómo surge. Para iniciar ese proceso se ha de ser cons­ciente de la naturaleza cambiante de nuestra existencia. Todas las cosas, acontecimientos y fenómenos son dinámicos, cambian a cada momento; nada permanece estático. Meditar sobre la circulación sanguínea puede servimos para reforzar esta idea: la sangre está fluyen­do constantemente, nunca se está quieta. Y puesto que es propio de la naturaleza de todos los fenómenos el cambiar continuamente, con­cluimos que a las cosas les falta capacidad para perdurar, para seguir siendo lo mismo. Y si todas las cosas se hallan sujetas al cambio, nada existe en un estado permanente, nada es capaz de programarse para permanecer. Por tanto, todas las cosas se encuentran bajo el poder o la influencia de otros factores. Nada durará, al margen de lo agrada­ble o placentera que pueda ser la experiencia. Esto se convierte en la base de una categoría de sufrimiento conocida en el budismo como el «sufrimiento del cambio».

El concepto de transitoriedad tiene un papel central en el pensa­miento budista y su consideración es una práctica clave. La contem­plación de la no permanencia tiene dos funciones vitales en el camino budista. En un plano convencional, en un sentido cotidiano, el prac­ticante budista contempla su propia transitoriedad, el hecho de que la vida es tenue y de que nunca sabemos cuándo moriremos. Al com­binar esta reflexión con la singularidad de la existencia humana y la posibilidad de alcanzar un estado de liberación espiritual, de libera­ción del sufrimiento y de interminables ciclos de reencarnaciones esta contemplación sirve para fortalecer la resolución de sacarle el mejor partido posible a la existencia, participando en las prácticas es­pirituales que producirán la liberación en un nivel más profundo, la contemplación de los aspectos mas sutiles de la transitoriedad es el primer paso para comprender la verdadera naturaleza de la realidad y disipar la ignorancia, que es la fuente última de nuestro sufrimiento. Así pues, aunque la contemplación de la transitoriedad tiene una tremenda importancia dentro de un contexto budista, surge la pregun­ta: ¿tiene también alguna aplicación práctica en las vidas cotidianas de los no budistas? Si vemos el concepto de «transitoriedad» desde el punto de vista del «cambio», entonces la respuesta es afirmativa. Des­pués de todo, tanto si se contempla la vida desde una perspectiva bu­dista como desde una perspectiva occidental, queda el hecho de que la vida es cambio. En la medida en que nos neguemos a aceptar este hecho y nos resistamos a los cambios de la existencia, seguiremos per­petuando nuestro sufrimiento.

La aceptación del cambio puede ser un factor importante para re­ducir en buena medida nuestro sufrimiento. A menudo nos causamos sufrimiento al negarnos a renunciar al pasado. Si definimos nuestra imagen por el aspecto que teníamos o por lo que solíamos hacer y no podemos hacer ahora, es muy probable que nos sintamos más infeli­ces a medida que envejecemos. En ocasiones, cuanto más tratamos de aferrarnos a algo, tanto más grotesca y distorsionada se hace la vida. La aceptación de la inevitabilidad del cambio como principio ge­neral nos ayuda a afrontar muchos problemas y a asumir un papel más activo; conocer y comprender los cambios puede evitarnos la ansiedad, que es la causa de muchos de nuestros problemas. Una mujer que acababa de ser madre me habló de una visita que había hecho con su bebé a la sala de urgencias del hospital a las dos de la madrugada. -¿Qué le ocurre? -le preguntó el pediatra.
-¡Mi bebé! ¡Le pasa algo! -gritó ella frenéticamente-. ¡Creo que se ahoga! No hace más que sacar la lengua una y otra y otra vez, como si tratara de quitarse algo de ella, pero no tiene nada en la boca...
Después de unas pocas preguntas y un breve examen, el médico la tranquilizó.
-No hay por qué preocuparse. A medida que se hace mayor, el bebé cobra una mayor conciencia de su cuerpo y de lo que es capaz de hacer. Su bebé acaba de descubrirse la lengua.
Margaret, una periodista de treinta y un años, ilustra la importan­cia de comprender y aceptar el cambio en el contexto de una relación personal. Acudió a mi consulta por una ansiedad que atribuyó a la di­ficultad para adaptarse a un divorcio reciente.
-Pensé que me vendrían bien unas cuantas sesiones de psicotera­pia, aunque sólo fuese para hablar con alguien -me explicó-, para que me ayude a dejar en paz el pasado y efectuar la transición a una vida de soltera. Si quiere que le sea sincera, la verdad es que me sien­to un poco nerviosa por todo esto...
Le pedí que me describiera las circunstancias de su divorcio. -Supongo que tendría que describirlo como amistoso. No hubo peleas ni nada de eso. Mi ex y yo tenemos buenos trabajos, de modo que tampoco hubo grandes problemas con los acuerdos económicos. Tenemos un hijo, pero parece haberse adaptado bien al divorcio, y mi ex y yo hemos acordado una custodia conjunta que parece funcionar. -¿Puede explicarme qué condujo al divorcio?
-Hmm, supongo que, simplemente, dejamos de amarnos -con­testó ella con un suspiro-. Parece que el amor fue desapareciendo gradualmente; ya no existía la intimidad de que disfrutábamos cuan­do nos casamos. Ambos estábamos muy ocupados con nuestros tra­bajos y nuestro hijo y parece que nos fuimos alejando. Asistimos a unas sesiones de asesoramiento matrimonial, pero no sacamos nada de ellas. Era más bien como si fuésemos hermanos. Aquello no pare­cía amor, no era un verdadero matrimonio. El caso es que finalmente decidimos que sería mejor divorciamos; nos faltaba algo que había antes.
Después de dedicar dos sesiones a delimitar el problema, iniciamos una psicoterapia, centrándonos específicamente en reducir la ansie­dad y promover la adaptación a los recientes cambios. Era una per­sona inteligente y emocionalmente bien adaptada. Respondió bien a la terapia y efectuó con facilidad la transición a la vida de soltera.
A pesar de que evidentemente se preocupaban el uno por el otro, estaba claro que Margaret y su marido habían interpretado el cambio cualitativo de su afecto como una señal de que debían dar por termi­nado su matrimonio. Sucede con demasiada frecuencia que interpre­tamos una disminución de la pasión como una señal de que existe un problema irresoluble en la relación. Los primeros indicios de cambio en una relación suelen provocar pánico: quizá, después de todo, no hemos elegido la pareja correcta, el otro no nos parece la persona de la que nos enamoramos. Surgen los desacuerdos: quizá tengamos deseos de sexo y el otro está cansado, o queramos ver una película que al otro no le interesa. Descubrimos entonces diferencias que no había­mos observado antes. Así pues, llegamos a la conclusión de que todo ha terminado; al fin y al cabo, no podemos soslayar el hecho de que cada uno está cambiando por su lado. Las cosas ya no son como an­tes, quizá haya llegado el momento del divorcio.
¿Qué hacemos entonces? Los expertos en relaciones han escrito docenas de libros sobre lo que debemos hacer cuando se apaga la lla­ma del amor romántico. Nos ofrecen muchas sugerencias para encen­der de nuevo esa pasión: reestructure su programa para dar prioridad a momentos románticos en su relación, planifique cenas o salidas de fin de semana, procure halagar a su pareja, aprenda a mantener una conversación interesante. En ocasiones, estas cosas ayudan. Otras veces, no.
Pero antes de dar por muerta la relación, una de las cosas más be­neficiosas que podemos hacer al notar un cambio consiste simple­mente en retroceder un poco, valorar la situación y armarnos con todo el conocimiento que podamos acerca de los cambios.
A medida que se despliegan nuestras vidas, pasamos desde la in­fancia a la adolescencia, la edad adulta y la vejez. Aceptamos estos cambios como una progresión natural. Pero una relación es también un sistema vital dinámico, compuesto por dos organismos que inter­actúan en un ambiente igualmente vital. y por tanto es natural que la relación pase por diferentes fases. En toda relación hay diferentes di­mensiones de intimidad: física, emocional e intelectual. El Contacto físi­co, el compartir las emociones, los pensamientos e intercambiar ideas son formas legítimas de conectar con aquellas personas a las que ama­mos. Es normal que el equilibrio experimente flujos y reflujos; en oca­siones, la intimidad física disminuye pero aumenta la emocional; en otras ocasiones no sentimos deseos de compartir nuestros pensamien­tos, y sólo queremos que el otro nos abrace. Si la pasión se enfría, en lugar de experimentar preocupación o cólera podemos buscar nuevas formas de intimidad que pueden ser igualmente satisfactorias o quizá más. Podemos encantar a nuestra pareja como compañero, disfrutar de un amor más firme, de un vínculo más profundo.
En su libro Comportamiento íntimo [trad. casto RBA, Barcelona, 1994], Desmond Morris describe los cambios normales que se pro­ducen en la necesidad de intimidad del ser humano. Sugiere que pasa­mos repetidamente por tres fases: «Abrázame fuerte», «Suéltame» y «Déjame solo». El ciclo se pone de manifiesto ya durante los prime­ros años de vida, cuando los niños pasan del «abrázame fuerte», tan característico de la infancia, al «suéltame», cuando empiezan a ex­plorar el mundo, a gatear, caminar y adquirir algo de independencia y autonomía con respecto de la madre. Esto forma parte del desarro­llo y el crecimiento normal. Estas fases no se mueven, sin embargo, de forma lineal sino que el niño puede experimentar ansiedad cuando el sentimiento de separación se hace demasiado intenso; entonces regre­sa junto a la madre en busca de consuelo y proximidad. En la adoles­cencia, cuando el individuo se esfuerza por formarse una identidad, el «suéltame» se convierte en la fase predominante. Aunque pueda ser difícil o doloroso para los padres, la mayoría de los expertos lo con­sideran normal y necesario en la transición de la infancia a la edad adulta. Mientras que en casa el adolescente grita a los padres « ¡De­jadme solo!», sus necesidades de «abrázame fuerte» pueden quedar satisfechas mediante una fuerte identificación con el grupo de sus iguales..'. “
En las relaciones adultas se da la misma oscilación. Periodos de es­trecha intimidad alternan con otros de distanciamiento. Esto también forma parte del ciclo normal de crecimiento y desarrollo. Para alcan­zar nuestro pleno potencial como seres humanos, necesitamos equili­brar nuestras necesidades de intimidad y unión con las de autonomía. Si comprendemos esto, no experimentamos temor cuando obser­vamos por primera vez que nos estamos «distanciando» de nuestra pareja, del mismo modo que no sentimos pánico cuando observamos que la marea se retira de la costa. Claro que, en ocasiones, una cre­ciente distancia emocional (como una corriente soterrada de cólera), puede indicar graves problemas en una relación que pueden conducir incluso a la ruptura. En esos casos, medidas como la psicoterapia pue­den ser muy útiles. Pero lo principal es que una creciente distancia no anuncia necesariamente un desastre. Puede formar parte de un ciclo que redefinirá la relación e incluso puede llevar a una intimidad ma­yor que la del pasado..'.
Así pues, la aceptación, el reconocimiento de que el cambio es in­herente a las relaciones humanas, puede jugar un papel decisivo. Qui­zá descubramos que precisamente en el momento en que nos sentimos más desilusionados, en el que tenemos la sensación de que algo se ha resquebrajado en nuestra relación, es cuando puede producirse una transformación profunda. Estos períodos de transición pueden con­vertirse en momentos trascendentales para la maduración del verda­dero amor. Quizá nuestra relación ya no se base en una pasión inten­sa, ni veamos al otro como la personificación de la perfección, ni tengamos la sensación de estar fusionados. En lugar de eso, empeza­mos a conocer verdaderamente al otro, lo vemos tal cual es, como un individuo distinto, quizá con defectos y debilidades, pero tan huma­no como nosotros mismos. Sólo entonces podemos establecer un com­promiso con el crecimiento de otro ser humano, lo que supone un acto de verdadero amor.
Quizá el matrimonio de Margaret se hubiera salvado si hubiese aceptado el cambio en la relación y ambos hubiesen establecido un nuevo vínculo, basado en factores distintos de la pasión romántica. Afortunadamente, sin embargo, la historia no terminó ahí. Dos años después de mi última sesión con Margaret, me la encontré en unos grandes almacenes. (Encontrarme con un ex paciente fuera de la consulta me resulta un tanto incómodo, como nos sucede a la mayo­ría de los psicólogos.)
-¿Cómo le van las cosas? -le pregunté.
-¡No podrían ir mejor! -exclamó-. Mi ex marido y yo volvi­mos a casarnos el mes pasado.
-¿De veras?
-Sí, y todo marcha magníficamente. Después de la separación se­guimos viéndonos, claro, por la custodia de nuestro hijo. Nos resultó difícil al principio..., pero después parecía como si nos hubiésemos librado de la presión... Ya no teníamos expectativas comunes. En­tonces descubrimos que realmente nos gustábamos y nos amábamos. Ahora no es como cuando nos casamos la primera vez, pero eso ya no nos importa; ahora somos realmente felices juntos.

Dalai Lama con Howard C. Cutler, M. D.
EL ARTE DE LA FELICIDAD
Traducción de José Manuel Pomares

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