Deepak CHOPRA
Tres
LAS SIETE FASES DE DIOS (1/8)
Si no te haces a ti mismo igual a Dios, no podrás percibir a Dios.
Hereje cristiano anónimo, siglo III
A cada persona se le permite tener alguna versión de Dios que parezca real. Aunque muchas versiones se contradigan con otras. En un largo viaje a la India, hace unos años, detuvimos el coche para mirar a una familia de monos del Himalaya que jugaba al lado de la carretera. Treinta segundos después de salir del coche, toda la manada de monos, probablemente un centenar, se nos echó encima. Mientras todo él mundo hacía fotos y les arrojaba trozos de fruta y de pan, vi, no lejos de allí, a una anciana campesina sola, arrodillada ante una urna improvisada debajo de un árbol. Rezaba a Hanuman, un dios con forma de mono, y entonces me di cuenta de que los monos merodeaban por los alrededores para robar comida del altar y mendigar a costa de turistas como nosotros.
¿Cuál es la diferencia, pensé, entre estos inteligentes animales que conocen todos los trucos para llamar nuestra atención y un dios? Hanuman, que volaba y era conocido como el «hijo del viento», viajó en una ocasión a este mismo Himalaya. Cuando el hermano del príncipe Rama estaba agonizando a causa de una profunda herida recibida en combate, el rey mono volador fue enviado a buscar una hierba especial que le salvaría. Hanuman buscó por todas partes pero no encontró la hierba por lo que, en su desesperación, arrancó toda la montaña en la que crecía la planta y la llevó a los pies de Rama.
La anciana arrodillada ante la desvencijada urna conocía ciertamente la historia desde su infancia pero ¿por qué adoraba a un mono, aunque fuera un mítico mono volador e incluso rey? La cara de la anciana expresaba tanta devoción como la de cualquiera que rezara a la reina o al rey o al hijo de Dios. ¿Iba a perderse esta plegaria sólo por el hecho de ir dirigida a quien iba? ¿Iba a ir a alguna parte?
En este momento estamos preparados para contestar la pregunta más sencilla pero más profunda: ¿Quién es Dios? ¿No puede que sea sólo impersonal, un principio o un nivel de realidad, o un campo? Ya hemos ido a los campos cuántico y virtual para fundar las bases de lo sagrado, aunque ha sido solamente el principio. En todas las religiones, Dios es descrito como infinito e ilimitado, lo que crea un problema enorme: un Dios infinito no está en ninguna parte y está en todas partes al mismo tiempo; trasciende la naturaleza y, por lo tanto, no podemos encontrarlo. Tal y como ya dijimos al principio, debemos aceptar que Dios no deja huellas dactilares en el mundo material.
Esto no nos da otra elección sino encontrar un sustituto para la infinidad que retiene algo de Dios, lo suficiente como para sentir su presencia. El Génesis declara que Dios creó a Adán según su propia imagen, pero hemos tenido que devolverle el favor casi desde el principio, reproduciendo a Dios a nuestra imagen y semejanza una y otra vez. En la India, estas imágenes incluyen casi todas las criaturas, hechos o fenómenos. El rayo puede ser adorado porque proviene del dios Indra, una moneda de rupia reproduce un símbolo de Lakshmi, la diosa de la prosperidad. Los taxis de Delhi y de Bombay se protegen con figuras de plástico de Ganesh, un alegre elefante sonriente con una pronunciada barriga, danzando en el retrovisor. En todos estos casos, sin embargo, se entiende perfectamente que hay una única cosa que es adorada: el yo. El mismo «yo» que da noción de la identidad a una persona, extendiéndose más allá del cuerpo físico, creciendo para abrazar la naturaleza, el universo y, finalmente, el espíritu puro.
En Occidente seria exótico adorar a un mono, pero resultaría escandaloso adorar el yo. Se cuenta la anécdota de un antropólogo inglés que investigaba las creencias del hinduismo. Un día, avanzaba por la selva y divisó a un anciano bailando en un bosquecillo. En su éxtasis, el anciano abrazaba los troncos de los árboles y decía: «Señor, cómo te amo.» Luego se dejó caer al suelo y cantó: «Bendito seas, mi Señor.» Volvió a ponerse en pie y levantando los brazos al cielo gritó: «Siento un gran júbilo de poder oír tu voz y ver tu rostro.»
Incapaz de resistir el espectáculo por más tiempo el antropólogo salió de entre las malezas y dijo:
—Debo decirle, buen hombre, que está completamente loco.
—¿Por qué? —preguntó el anciano, confuso.
—Porque está usted solo en los bosques y piensa que está hablando con Dios —dijo el antropólogo.
—¿Qué quiere decir: solo? —replicó el anciano.
Para cualquiera que adore a Dios como el yo, es evidente que ninguno de nosotros está solo. El «yo» no es el ego personal sino una presencia omnipresente a la que no podemos escapar. En Oriente no parece haber dificultades en este aspecto, pero en cuanto vamos a Occidente, se nota una desazón. En el siglo ni de la era cristiana un hereje desconocido escribió: «Si no te haces a ti mismo igual a Dios, no podrás percibir a Dios.» Esta creencia no tuvo éxito como dogma, porque la herejía consiste en que, en el cristianismo, lo humano y lo divino no son cosas iguales, pero a otros niveles es innegable.
El Dios de cualquier religión es sólo un fragmento de Dios. Esto tiene que ser verdad, porque un ser que es infinito no tiene imagen, no desempeña ningún papel, no tiene lugar ni dentro ni fuera del cosmos, mientras que las religiones ofrecen muchas imágenes: padre, madre, legislador, juez o gobernante del universo. Hay siete versiones de Dios que pueden asociarse con la fe organizada.
Cada una es un fragmento, pero suficientemente completo como para crear un mundo único:
Fase uno: Dios Protector
Fase dos: Dios Todopoderoso
Fase tres: Dios de Paz
Fase cuatro: Dios Redentor
Fase cinco: Dios Creador
Fase seis: Dios de Milagros
Fase siete: Dios Ser Puro: «yo soy»
Cada una de las fases concuerda con una necesidad humana, que es sólo natural. Enfrentado con las sobrecogedoras fuerzas de la naturaleza, el hombre necesita de un Dios que lo proteja de todo mal. Cuando saben que han infringido la ley o actuado mal, los hombres y las mujeres se vuelven a un Dios que por una parte los juzgue pero que por otra parte redima sus pecados. En este sentido y por puro interés personal, continúa constantemente el proceso de crear un Dios a tu propia imagen y semejanza.
Algunas de estas fases, como la de Redentor y Creador, nos suenan familiares gracias a la Biblia y, ahora que el budismo se ha hecho más popular en Occidente, la última fase, en la que Dios es percibido como el silencio eterno y el ser puro, ya no nos es tan extraña como pudo serlo antes. De todos modos, no estamos comparando religiones y ninguna de las fases es absoluta en su pretensión de verdad. Sin embargo, cada una de ellas implica una relación distinta. Si nos consideramos los hijos de Dios, esta relación con nosotros será la de protector o de gobernante; si nos vemos a nosotros mismos como creadores, entonces esta relación se desplaza y empezamos a compartir algunas de las funciones de Dios, porque estamos en una fase más igual, hasta que, finalmente, en la fase de «yo soy», el mismo ser puro es común a Dios y a los humanos. Mientras progresamos de la fase uno a la fase siete, el espacio entre Dios y sus adoradores se va haciendo más y más estrecho y puede llegar a cerrarse. Por lo tanto podemos decir que seguimos creando a Dios a nuestra imagen y semejanza por una razón que es más que vanidad; deseamos traerlo a casa con nosotros para conseguir una intimidad, aunque si vemos a Dios como a un juez todopoderoso que castiga o como una fuente benigna de paz interior, cabe señalar que Dios tampoco es esto exclusivamente.
Para un ateo, todas las formas de deidad son una proyección falsa, pura y simple. Atribuimos rasgos humanos a Dios, como la piedad y el amor, ponemos estos rasgos en un altar y les rezamos.
En este caso, cada imagen de Dios, aún la más abstracta, está completamente vacía (cuando digo abstracta quiero decir el Dios del islam y el del judaismo ortodoxo, ninguno de los cuales puede ser representado con cara humana). Según el ateo, la religión es la ilusión definitiva ya que nos estamos perdonando a nosotros mismos mediante una segunda mano.
Hay dos formas de responder a esta acusación. La primera es el argumento de que un Dios
infinito debería ser perdonado en todos los aspectos; la segunda es el argumento de que debemos dirigirnos a Dios por fases ya que de otro modo nunca cerraríamos el inmenso espacio entre él y nosotros. Por mi parte, creo que este segundo argumento es el más explícito porque, a no ser que podamos vernos a nosotros mismos en el espejo, nunca veremos en él a Dios. Consideremos de nuevo la lista y veremos cómo Dios mueve su respuesta para cada una de las situaciones humanas:
Dios es un protector para aquellos que se ven en peligro.
Dios es todopoderoso para aquellos que desean poder (o a los que les falta alguna forma de tenerlo).
Dios trae paz a aquellos que han descubierto su propio mundo interior.
Dios redime a aquellos que son conscientes de cometer un pecado.
Dios es el creador cuando nos preguntamos de dónde viene el mundo.
Dios está detrás de los milagros cuando las leyes de la naturaleza son revocadas sin aviso.
Dios es existencia en sí mismo —«yo soy»— para aquellos que sienten el éxtasis y una sensación de ser puro.
En nuestra búsqueda del único Dios, perseguimos lo imposible. El caso no es cuántos dioses
existen, sino en qué medida podrán ser satisfechas espiritualmente nuestras propias necesidades.
Cuando alguien pregunta «¿Hay realmente un Dios?», la respuesta más legítima es: «¿Quién lo pregunta?» El perceptor está íntimamente ligado a esta percepción. El hecho de que simplifiquemos rasgos como misericordia y amor, juicio y redención, muestra que estamos forzados a dar a Dios atributos humanos, pero que es absolutamente correcto si estos rasgos vienen de Dios en primer lugar. Desde el nivel virtual, que es nuestro origen, fluyen las cualidades del espíritu hasta que nos alcanzan en el mundo material. Percibimos este flujo como nuestros propios impulsos internos, y esto es también apropiado ya que para cada fase de Dios existe una respuesta biológica específica. El cerebro es un instrumento de la mente, pero es muy convincente. Todo lo que verdaderamente sabemos sobre el cerebro es que crea nuestras percepciones, nuestros pensamientos y nuestra actividad motriz, que son cosas poderosas. En el plano material, el cerebro es nuestra única forma de registrar la realidad, y el espíritu debe ser filtrado por la biología.
Nadie utiliza todo el cerebro a la vez, sino que seleccionamos entre toda una gama de mecanismos incorporados, de los que hay siete, como ya veíamos, que se relacionan directamente con la experiencia espiritual:
1. Respuesta luchar o huir.
2. Respuesta reactiva.
3. Respuesta conciencia en reposo.
4. Respuesta intuitiva.
5. Respuesta creativa.
6. Respuesta visionaria.
7. Respuesta sagrada.
En el capítulo inicial ya di una pequeña descripción de cada una de ellas pero, aunque sea en forma abreviada, probablemente ya se ha podido empezar a ver cuánta de nuestra vida espiritual está basada en reflejos habituales o incluso inconscientes:
Luchar o huir es una respuesta primitiva, atávica, para protegernos, que está heredada de los animales. Da energía al cuerpo para enfrentarse con el peligro y las amenazas exteriores. Éste es el reflejo que envía a una madre dentro de una casa en llamas para salvar a su hijo.
La respuesta reactiva hace que defendamos nuestro ego y nuestras necesidades. Cuando competimos y deseamos elevarnos por encima de los demás, buscamos el «yo» como el opuesto al «otro». Éste es el reflejo que da energía a la bolsa de valores, partidos políticos y conflictos religiosos.
Conciencia en reposo es el primer paso para alejarnos de fuerzas exteriores. Esta respuesta aporta calma interior frente al caos y las amenazas. La alcanzamos por la plegaria y la meditación.
La respuesta intuitiva convoca al mundo interior para algo más que paz y calma. Interiormente pedimos respuestas y soluciones. Este estado está asociado con la sincronicidad, destellos de percepción y despertar religioso.
La respuesta creativa se libera de viejos moldes, y hace que lo conocido explore lo desconocido.
La creatividad es sinónimo del flujo de inspiración.
La respuesta visionaria abarca el «yo» universal en lugar del ego aislado. Mira más allá de todo límite y no está fijada por las leyes de la naturaleza que limitan fases anteriores. Por primera vez son posibles los milagros. Esta respuesta guía a los profetas, videntes y sanadores.
La respuesta sagrada está completamente libre de toda limitación y es percibida como pura bienaventuranza, pura inteligencia y puro ser. Esta respuesta marca la plena iluminación de cada generación.
Cada una de estas respuestas es la respuesta natural del sistema nervioso humano, y todos
hemos nacido con la capacidad de percibir toda la gama. Cuando estamos enfrentados al peligro, una descarga de adrenalina crea la arrolladura urgencia de huir o de quedarnos y luchar. Cuando se dispara esta respuesta, tienen lugar todo tipo de cambios en la fisiología, incluyendo un aumento en el ritmo cardíaco, de la frecuencia respiratoria, una presión sanguínea más elevada, etc. Pero si nos sentamos a meditar no estamos en estado de sistema nervioso, ni mucho menos. Los mismos indicadores que se elevaron en luchar o huir ahora disminuyen, y la sensación subjetiva es de paz y calma.
Todos estos hechos médicos están bien documentados, pero desearía dar un paso más, un paso bien sorprendente. Yo sostengo que el cerebro responde de forma original en cada fase de la vida espiritual. La investigación científica es incompleta en las fases superiores del crecimiento interior, pero sabemos que allí donde guía el espíritu, el cuerpo lo sigue. Existen sanadores de la fe que trascienden las explicaciones médicas. Sólo a unos cuantos kilómetros de donde yo estaba en el Himalaya, hay yoguis que entran en trances que a veces duran días; otros son enterrados durante una semana en una caja casi sin aire o hacen descender sus frecuencias respiratorias y ritmos cardíacos hasta casi cero. Se ha podido observar que los santos de todas las religiones han sobrevivido con poquísima o ninguna comida y muchos de ellos declararon que sobrevivían únicamente gracias a la luz de Dios. Las visiones de Dios han sido tan creíbles que su sabiduría impulsó y guió las vidas de millones de seres, con extraordinarios actos de desinterés y compasión que prueban que la mente no está regida solamente por el propio interés.
Seleccionamos una deidad basada en nuestra interpretación de la realidad y esta interpretación está arraigada en la biología. Los antiguos profetas védicos lo describieron de forma muy determinante: «El mundo es como somos nosotros.» Para alguien que viva en un mundo de amenazas, la necesidad de luchar o huir es absoluta; esto corresponde a un hombre de Neanderthal enfrentado a un tigre con dientes como sables, o a un soldado en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, o a un conductor frustrado y muy enojado por el tráfico en las autopistas de Los Ángeles. Podemos confrontar cada una de las respuestas biológicas con una imagen propia concreta:
RESPUESTA IDENTIDAD BASADA EN...
Respuesta luchar o huir Cuerpo físico / entorno físico
Respuesta reactiva Ego y personalidad
Respuesta de la conciencia en reposo Testigo silencioso
Respuesta intuitiva El conocedor interior
Respuesta creativa Co-creador con Dios
Respuesta visionaria Iluminación
Respuesta sagrada El origen de todo
Si miramos la columna de la derecha, tendremos un perfil claro de las fases del crecimiento humano. El hecho de que hayamos nacido con el potencial de ir desde la simple supervivencia a la concienciación de Dios es el rasgo notable que coloca nuestro sistema nervioso aparte del de las demás criaturas. Es innegable que el crecimiento interior completo es un tremendo reto. Si estamos atrapados en el tráfico, con la sangre hirviendo de frustración, quedan bloqueados los pensamientos elevados. En este momento, bajo la influencia de la adrenalina, nos identificamos con estar confinados y somos incapaces de cualquier cosa.
En una situación diferente, cuando estamos compitiendo por una promoción en el trabajo, vemos las cosas desde el punto de vista del ego. En este caso, nuestra ansiedad no es por la supervivencia —que es la base de la respuesta luchar o huir en los animales—, sino ser los primeros. Una vez más se bloquean las respuestas elevadas, porque nuestras posibilidades se reducirían si dejásemos de competir y sintiéramos sólo amor por los otros candidatos al puesto de trabajo.
Cambiemos la respuesta una vez más, y este punto de vista se desvanecerá. Cuando en las
noticias vemos un reportaje de niños que mueren en África o una lejana guerra innecesaria puede ser que queramos encontrar una solución creativa al problema o que simplemente reflejemos internamente la inutilidad del sufrimiento. Estas elevadas respuestas son más sutiles y delicadas.
Podemos también llamarlas más espirituales, pero en cada situación el cerebro responde desde el nivel más elevado que puede. El más profundo de los misterios, que exploraremos en esta parte del libro, se centra en nuestra capacidad de elevarnos desde un instinto animal hasta la santidad. ¿Es esto posible para todos nosotros, o bien únicamente existe potencial para una pequeñísima fracción de la humanidad? Sólo lo descubriremos si examinamos qué significa cada una de las fases y de qué modo las personas suben por la escalera de su crecimiento interior.
A pesar de la enorme flexibilidad del sistema nervioso, caemos en hábitos y pautas debido a nuestra confianza en viejas huellas. Esto no es jamás tan cierto como con nuestras creencias. Una vez estaba yo andando por una callejuela lateral del barrio viejo de El Cairo cuando un hombre apareció de repente de entre las sombras y empezó a vociferar a algunos de los transeúntes. Como no sé árabe no tenía idea de qué es lo que estaba predicando, pero era evidente, en vista de la vejación y de la rabia que había en su rostro, que el sermón tenía relación con el temor de Dios. En todas las religiones hay los mismos ataques de temor siempre que una persona tiene la certeza de que el mundo está dominado por las amenazas, el peligro y el pecado. Sin embargo, cada religión contiene también la tensión del amor siempre que se percibe el mundo como abundante, amante y fortificante. Es todo proyección, y no encuentro en ello defecto alguno. Tenemos el derecho a adorar el amor, la misericordia, la compasión, la verdad y la justicia a nivel trascendente, sólo porque tenemos el derecho de tener el juicio y la reprensión divinas. Si aceptamos que el mundo es como somos nosotros, es lógico aceptar que Dios es como somos nosotros.
• El Dios protector encaja en un mundo de exclusiva supervivencia, lleno de amenazas físicas y de peligro.
• El Dios todopoderoso encaja en un mundo de luchas por el poder y ambición, donde rige la competencia.
• Un Dios de paz encaja en un mundo de soledad interior, donde son posibles la reflexión y la contemplación.
• El Dios redentor encaja en un mundo donde se fomenta el crecimiento personal y donde las percepciones son infructuosas.
• El Dios creador encaja en un mundo que está renovándose constantemente, donde se valoran la innovación y el descubrimiento.
• Un Dios de milagros encaja en un mundo en que hay profetas y videntes, y en el que se
arropa la visión espiritual.
• Un Dios de ser puro —«yo soy»— encaja en un mundo que trasciende todos los límites, un
mundo de posibilidades infinitas.
Es maravilloso constatar que el sistema nervioso humano puede trabajar en tantos planos. No navegamos solamente en estas dimensiones, sino que las exploramos, las mezclamos y creamos nuevos mundos a nuestro alrededor. Si no entendemos que somos multidimensionales no podemos comprender la noción de Dios.
Recuerdo que, cuando era un niño, mi madre rezaba para tener Un signo o un mensaje de Dios.
Creo que había tenido un sueño que la afectó profundamente. Un día la puerta de la cocina quedó abierta y una enorme cobra se deslizó al interior. Cuando mi madre la encontró , no chilló ni gritó, sino que cayó reverentemente de rodillas ya que, para ella, aquella serpiente era Shiva y sus plegarias habían sido escuchadas.
Démonos cuenta de en qué medida nuestra respuesta a este incidente depende de la interpretación. Si no creemos que Shiva puede aparecer bajo la forma de un animal, parecería una locura venerar a una cobra, sin mencionar a los supersticiosos y a los primitivos. Pero si todo en la naturaleza expresa a Dios, entonces podemos escoger cuál es el símbolo que lo expresa mejor. Para mí hay un cosa cierta, y es que no puedo compartir la conciencia de nadie. Por mucho que ame a mi madre, su respuesta es privada y genuina. Lo que para ella era un glorioso símbolo de Dios podría asustar o repugnar a otras personas. Todavía recuerdo muchos días pasados en la escuela, bajo la tutela de hermanos católicos, preguntándome cómo alguien podía arrodillarse delante de la horrible imagen de la crucifixión.
En una ocasión, yo estaba probando estas ideas clave en un grupo, cuando una mujer me hizo una objeción.
—No entiendo la palabra proyección. ¿Está usted diciéndonos que nosotros mismos hacemos a Dios? —preguntó.
—Sí y no —le repliqué—. Una proyección es diferente de las alucinaciones, que no contienen
ningún tipo de realidad. Una proyección se origina en nuestro interior, el observador y, por lo tanto, define nuestra percepción de realidad y nos lleva a lo infinito.
—¿Qué es lo que harta que Dios fuera sólo lo que yo quiero? —preguntó.
—Dios no puede ser sólo lo que usted quiere, sino solamente la porción de él que usted percibe debe ser como usted desea, porque usted utiliza su propio cerebro, sus sentidos y su memoria. Como usted es el observador, es correcto verlo a través de una imagen que para usted tenga sentido.
Pensé en las palabras más claras de san Pablo sobre el papel del observador: «Ahora nosotros vemos como si miráramos a través de un cristal oscuro.» Este pasaje es fácil de entender si dejamos de lado la poesía de King James:
Cuando yo era un niño, hablaba como un niño y decía cosas como un niño. Cuando crecí, ya no hice cosas de niño. Ahora mismo todos vemos confusos reflejos, como en un espejo nublado, pero entonces (cuando conozcamos a Dios), le veremos cara a cara. Mi conocimiento es ahora parcial, pero entonces será completo, del modo que Dios ya me conoce.
La interpretación estándar es que, cuando estamos confinados en un cuerpo físico, nuestra
percepción es reducida. Sólo en el día del Juicio, cuando conozcamos a Dios directamente, nuestra percepción será suficientemente pura como para ver quién es y quiénes somos. Pero ésta no es la única forma de interpretar el pasaje. Pablo trata de señalar que el observador que está intentando ver a Dios está muy emocionado viendo su propio reflejo. Como no podemos evitar esta limitación, tenemos que hacer el mejor uso posible de ella. Como un niño que crece, debemos evolucionar hacia una visión más completa, hasta que llegue el día en que podamos ver la totalidad tal y como la ve Dios. Nuestras auto-reflexiones hablan de nuestra propia historia en alguna parte del camino, normalmente en forma de símbolos, como lo hacen los sueños, y de ahí el espejo nublado.
La misma realidad puede ser sólo un símbolo para las obras de la mente de Dios y, en este caso, la creencia «primitiva» hallada por todo el mundo antiguo pagano de que Dios existe en cada brizna de hierba, en cada criatura e incluso en la tierra y en el cielo, puede contener la mayor de las verdades. Llegar a esta verdad es el fin de la vida espiritual, y cada fase de Dios nos lleva a un viaje cuyo punto final es la total claridad, una sensación de paz que nada puede perturbar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario