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domingo, 4 de noviembre de 2018

FASE DOS: EL DIOS TODOPODEROSO (3/8) (Respuesta reactiva)

¡MARAVILLOSA Semana!!!
CONOCER A DIOS
El Viaje del Alma hacia el Misterio de los Misterios

Deepak CHOPRA

FASE DOS:
EL DIOS TODOPODEROSO (3/8)
(Respuesta reactiva)

En la fase uno hablamos de supervivencia y en la fase dos hablaremos de poder. No hay duda de que Dios tiene todo el poder, que guarda celosamente. Al principio de la era científica, cuando se habían descubierto los secretos de la electricidad y se había hecho la tabla de los elementos, muchos se preocupaban por si era un sacrilegio mirar tan de cerca cómo trabajaba Dios. El poder no sólo era suyo, sino que lo era legítimamente y nuestro lugar estaba en la obediencia, un punto de vista que tiene sentido si consideramos el cielo como la meta de la vida. ¿Quién podría condenarse sólo por el hecho de saber cómo funciona el alumbrado eléctrico?
Sin embargo, Freud señala que el poder es irresistible, que es uno de los bienes primarios de la vida, junto con el dinero y el amor de las mujeres (el punto de vista de Freud era indiscutiblemente masculino). Si el dilema de Hamlet está arraigado en la fase uno, el héroe de la fase dos es Macbeth, que cree conveniente asesinar al rey, su padre simbólico, pero debe luchar con los demonios de la ambición. En el primer acto de Macbeth, cuando encuentra a las tres brujas en un brezo, éstas predicen que le llegará cada vez más poder, hasta convertirse en rey. Pero esto es más que una predicción, ya que el poder es la maldición de Macbeth. Inflama su culpabilidad, le fuerza a abandonar el amor, le hace vivir en las sombras de la noche, insomne y con miedo a sufrir una conspiración y, al final, le hace volverse loco. El tipo de Dios implicado en el camino hacia al poder es peligroso, pero es más civilizado que el Dios de la fase uno. Al describir a este nuevo Dios, diríamos que es:

Soberano
Omnipotente
Justo
Quien responde a las plegarias
Imparcial
Racional
Organizado según unas normas

Comparado con el Dios de la fase uno, esta versión es mucho más Social. El Todopoderoso es adorado por aquellos que han formado una sociedad estable, una sociedad que necesita leyes y un gobierno. No es tan testarudo como su predecesor; todavía reparte castigo pero se puede entender por qué. Es como el malhechor que desobedece la ley, cosa que sabe de antemano que no debe hacer. La justicia no es tan severa; los reyes y los jueces que toman su poder de Dios lo hacen con el sentido de ser justos, y administran el poder, o al menos es lo que se dicen a sí mismos. Como sucedió con Macbeth, los que ejercen el poder quedan atrapados en ambiciones que son irresistibles.
El drama del poder está basado en la respuesta reactiva, que es una necesidad biológica de satisfacer las demandas del ego. Esta respuesta no ha sido bien estudiada, aunque podemos suponer que está asociada con el cerebro medio, que se halla a medio camino de las más antiguas estructuras animales del viejo cerebro y la racionalidad del córtex cerebral. Esta región es de sombras y durante décadas nadie creyó realmente que el ego, en el sentido de nuestra sensación de identidad y personalidad, era innato. Luego, los estudios en el desarrollo del niño hechos por Jerome Kagan y otros investigadores empezaron a demostrar que los niños no aprenden simplemente a tener su identidad personal. Casi desde el mismo nacimiento algunos recién nacidos son extrovertidos y exigentes en sus necesidades, atrevidos y curiosos para con el mundo exterior, mientras que otros son introvertidos, callados, no son exigentes y se muestran tímidos a la hora de explorar su entorno.
Estos rasgos persisten y se expanden durante toda la infancia y, de hecho, perduran durante toda la vida, lo que implica que la respuesta del ego está integrada en nosotros. El lema de la respuesta reactiva es «más para mí», y cuando se aplica de forma extrema lleva a la corrupción, ya que eventualmente este insaciable apetito nos hace invadir los deseos de los demás.
Pero en términos biológicos, el ansia de poseer más es esencial. Un niño recién nacido muestra una falta total de disciplina y control. Los psiquiatras infantiles creen que, al principio, todos los límites son fluidos. El niño forma parte de un mundo como un útero en el que las paredes, la cuna, la manta e incluso los brazos de la madre son todavía parte de una entidad no diferenciada y amorfa. Tomar este borrón de sensaciones y descubrir dónde empieza el yo es la primera tarea del crecimiento.
Al principio, el nacimiento del ego es primitivo. Cuando un niño toca una estufa caliente y se aparta muy alterado, recuerda el dolor no sólo como una falta de confort sino como una cosa que «yo» no quiero. Este sentido del ego es tan primario que olvidamos que es como no tenerlo. ¿Hubo un tiempo en el que veía cómo mi madre me sonreía y yo tenía la sensación de que sus emociones eran mías? Aparentemente no, y sin ser capaz de pensar o reflexionar, la semilla del ego vino a este mundo con nosotros. Yo sentía la necesidad, el deseo, el dolor y el placer como «míos», y me quedé de aquella manera creciendo sólo en intensidad.
Tampoco encontramos dioses altruistas en la mitología mundial. El primer mandamiento dado a Moisés es «No antepondrás ningún otro Dios a mí». En el Antiguo Testamento, Jehová sobrevive a todos sus competidores, y no tenemos testimonios de demasiada competencia. Sin embargo, en otros sistemas, como el griego o el hindú, la lucha por el poder era constante y tenemos la sensación de que Zeus y Shiva tuvieron que tener los ojos muy abiertos para poder quedarse en lo más alto del panteón. El Dios judaico es un vencedor sorprendente, pues emerge de una nación pequeña y conquistada, que tenía diez de sus doce tribus borradas de la faz de la tierra por poderosos enemigos. A pesar de todo, los hebreos subyugados fueron capaces de mirar más allá de su situación y proyectaban un Dios estable e inconmovible que no pudiera ser afectado por ningún poder de la tierra, es decir, el primer Dios Todopoderoso que sobreviviría a todos sus contendientes.
Jehová triunfó porque ejemplificó un mundo que evolucionaba rápidamente, el mundo de la competencia y de la ambición. El poder en bruto es violento, mientras que el poder conseguido a través de la ambición es sutil. A nivel de la supervivencia, conseguimos el alimento que necesitamos robándolo a los demás. Asimismo el sexo está relacionado con la rapiña o el robo de mujeres de otra tribu. Sin embargo, el Dios de la fase dos no tolera el pillaje; él se encuentra en un mundo jerárquico en el cual podemos apelar al rey o al juez para que decida de quién son las cosechas y cuál es la esposa legítima. La lucha por implantar leyes para dirimir las diferencias podría dividir la fase uno de la dos, aunque siempre existe la amenaza de la reversión. El poder nos hace adictos a coger lo que queramos y nos expone a la tentación de pisotear las necesidades de otras personas de acuerdo con la norma de que el poder da derechos. Para evitar esto tenemos a Un nuevo Dios, un juez omnipotente, que amenaza incluso al rey más poderoso con un castigo justo si va demasiado lejos.

¿Quién soy?
Ego, personalidad.

Todos los padres están informados sobre la fase de la vida de un niño asociada al «terrible dos», cuando empieza a tener fuerza. El niño de dos años que se enrabieta, se pone mimoso, halaga para conseguir lo que quiere y manipula cualquier situación para verificar los límites de su ego. Lo primero que aprendemos de niños son las habilidades básicas de coordinación corporal, pero después el siguiente paso es descubrir hasta qué punto el yo, el mi y el mío nos afectan. Los buenos padres, de tan exasperados como están, no sofocan esta repentina fascinación por el poder, y sin saber dónde están los límites, el ego o bien puede quedar anulado como consecuencia de la sumisión o perdido en fantasías grandiosas.
Desde los primeros días, el ego descubre que hacer que las cosas vayan por sí mismas no es automático. Los padres dicen que no; además, tienen sus propias vidas, lo que significa que el niño no puede mantener en todo momento su atención. Estos descubrimientos son sorprendentes, pero una vez se adapta a ellos, el niño pequeño se prepara para las sorpresas que están por venir —por ejemplo, la aparición de otros niños que querrán robar el amor y la atención que habían sido suyos por derecho—. Este concurso de egos crea un drama de fase dos.
Si sabemos que somos competitivos y ambiciosos, se sobreentiende que en alguna medida hemos dado nuestra lealtad al Dios de esta fase. La sociedad premia la posesión de estas características hasta el punto de que pasa por alto sus orígenes. Imaginemos que estamos compitiendo con nuestro hermano mayor por conseguir la misma posición en un equipo de la Liga júnior de baloncesto. Cuando llega el momento en que el entrenador debe tomar la decisión, nuestros sentimientos son los de un devoto delante del Dios Todopoderoso:

• Tendremos que respetar la decisión del entrenador. El Todopoderoso es soberano.
• Incluso si queremos resistirnos, los adultos tienen todo el poder. El Todopoderoso es omnipotente.
• Tenemos que creer que si jugamos lo mejor que sabemos la decisión del entrenador nos será favorable. El Todopoderoso es justo.
• Debemos tener esperanza en que el entrenador sepa cuánto deseamos jugar en el equipo. El Todopoderoso escucha las plegarias.
• Se supone que el entrenador sabe perfectamente lo que está haciendo y es capaz de juzgar
quién es el mejor. El Todopoderoso es imparcial y racional.
• Tenemos que estudiar las reglas del baloncesto y respetarlas. No es cuestión de pegarnos con nuestro hermano por ganar una plaza en el equipo. El Todopoderoso establece las normas y las leyes.

Esta sicología no es una mera proyección; el mismo tipo de pensamiento se adapta a la manera de hacer de la sociedad. Por ello el ego forma un puente que va desde la familia, donde se satisfacen nuestras necesidades y caprichos, hasta la escuela, donde las normas predominan sobre nuestros caprichos y se tiene en cuenta a otros muchos niños.
El ego está siempre tentado a volver al paraíso de la infancia en el cual la comida y el amor llegaban automáticamente y sin competición. Esta fantasía aflora en adultos que creen que merecen todo lo que han ganado, sin que importen los medios. Cuando le preguntaron a John D. Rockefeller de dónde provenía su inmensa fortuna, dio aquella famosa respuesta de «Dios me la dio». En la fase dos es esencial sentir esta conexión porque, de otro modo estaríamos compitiendo con el Todopoderoso. En el Génesis, después que Dios ha creado al primer hombre y a la primera mujer en el sexto día, dice:

Sed fecundos y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla, 
gobernad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo 
y sobre toda cosa viva que se mueva sobre la tierra.

Cuando se entregó el poder, había varias notables características. la primera es que fue entregado tanto al hombre como a la mujer. Esta pareja original precede a Adán y a Eva, y sigue siendo un misterio por qué aquellos que escribieron el libro de Moisés convocaron la creación de seres humanos por segunda vez, en una versión más sexista. La segunda es que no hay insinuación de agresión o violencia. Dios da a los humanos plantas para comer sin ninguna indicación de que deban matar para comer. Finalmente, Dios miró su obra «y vio que era buena», lo que significa que no entendía que habría competencia entre él y la humanidad a la que iba a gobernar. En generaciones fatulas, el mantenimiento de la paz dependería a menudo de envolver a un monarca con el aura del gobierno dada por Dios. (Macbeth debe sus peores problemas no al hecho de haber cometido asesinato, sino a que se hizo con la corona de forma ilegal, contra el divino derecho de los reyes.)
Para mí, la fantasía de tenerlo todo no es siempre cierta, porque no es el momento de que el dócil herede la tierra.
La fase dos está dominada por un Dios que justifica la fuerza y la competencia, sin pensar ni por un momento que es posible perder.

¿Cómo encajo en esto?
Gano.

El tema de la fase dos puede resumirse como «Ganar es propio de la divinidad». El Todopoderoso aprueba la realización. La ética de trabajo protestante selló esta aprobación en forma de un dogma, muy simple y sin complicaciones teológicas: aquellos que trabajan más tienen una recompensa mayor. Pero cabe preguntarse si esta creencia procede de la percepción espiritual, o bien se debe a que en nuestro mundo deben trabajar para ganarse la aprobación de Dios. Cualquier respuesta que demos tiene que ser circular, ya que la situación humana está siempre proyectada a Dios, sólo para volver como verdad espiritual. 
En la fase uno, la caída ocasiona la maldición de tener que trabajar hasta que volvamos al polvo del que procedemos. En la fase dos parece contradictorio que el trabajo sea glorificado, aunque es exactamente del modo en que funciona el crecimiento interior. Se plantea un determinado problema que no puede ser resuelto en una fase anterior y que luego se soluciona encontrando una nueva forma de enfocarlo. En otras palabras, cada fase implica un cambio de perspectiva o incluso una nueva cosmovisión.
En la Biblia hay una clara evidencia que apoya la noción de que Dios aprueba el trabajo, la competencia y el éxito. Ninguno de los reyes de Israel fue castigado por ir a la guerra; Josué no hubiera podido hacer caer las murallas de Jericó haciendo sonar cuernos de cabra si Dios no le hubiera ayudado; un guerrero de Dios está al lado de David cuando lucha contra los filisteos en un combate absolutamente desigual. De hecho, la mayoría de victorias del Antiguo Testamento se consiguió gracias a milagros o a la bendición de Dios.
Por otra parte, Jesús se opone inflexiblemente a la guerra y, en general, al trabajo; no tiene consideración alguna por el dinero, e incluso promete, o por lo menos así lo entendieron los discípulos, que sólo tendremos que esperar la liberación, y ello significaba, entre otras cosas, la liberación del trabajo. En el sermón de la montaña dice que Dios es quien debe administrar todo lo que necesitamos para vivir. Una sola mirada demuestra este aspecto más allá de toda duda:

En lugar de atesorar riquezas en este mundo, donde la herrumbre 
y la polilla las destruyen y los ladrones pueden robarlas, atesoradlas en el cielo...
Ningún siervo puede servir a dos amos... No podéis servir a Dios y al dinero.
Mirad las flores del campo. No trabajan ni tejen vestidos, 
pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria iba vestido como ellas.

Estos discursos resultaban muy perturbadores en la época. En primer lugar quitaban poder a los ricos. A un hombre rico que estaba preocupado por la salud de su alma, Jesús le dijo explícitamente que si no daba su dinero tenía tantas posibilidades de entrar en el cielo como un camello de pasar por el ojo de una aguja; absolutamente ninguna.
Incluso si ignoramos la letra de cuanto aquí se dice —la sociedad ha encontrado incontables formas de servir a Dios y al dinero al mismo tiempo—, vemos que Jesús sostiene un punto de vista completamente distinto de todos cuantos le rodeaban. No equipara el poder con los logros materiales, el trabajo, la planificación, el ahorro o la acumulación. Si al ego le quitamos todas esas cosas se colapsa, porque todo ello es necesario para ser más próspero y ganar un salario y también para poder diferenciar. Éstos eran los objetivos que Jesús no queria evitar; por tanto, su rechazo del poder es perfectamente lógico, porque quería que los lobos humanos yacieran con las ovejas.
Sin embargo, esto plantea un gran conflicto para todos aquellos que seguimos las exigencias de nuestro ego, que queremos tener la sensación de que podemos ser buenos y al mismo tiempo ganar.
En la fase dos es inevitable algún tipo de ética del trabajo, aunque siempre estaremos obsesionados por el miedo de que Dios realmente no apruebe aquello que la sociedad recompensa tan generosamente.

¿Cómo encontraré a Dios?
Temor y obediencia.

La fase dos está mucho menos paralizada por el temor a Dios que la fase uno, pero la emoción más cercana al respeto, el miedo, está presente. El Dios más primitivo podía fulminarnos con la descarga de un rayo y dejar que los supervivientes quedasen pensando qué es lo que habían hecho para ofenderle. Pero este nuevo Dios castiga por los mandamientos y, en términos generales, sus mandamientos tienen sentido. Todas las sociedades prohíben el asesinato, el robo, la mentira, y desear los bienes que pertenecen a otras personas, aunque el Todopoderoso no tiene que justificarse ya que, como decían los padres medievales de la Iglesia, Dios no tiene que justificar sus medios al hombre. Es posible que cambie su actitud, pero mientras que la deidad inspire respeto, el camino a ella es a través de la obediencia ciega.
Cada fase de Dios contiene cuestiones ocultas y dudas. En este caso la cuestión oculta es si Dios puede realmente hacer bien en sus amenazas. El Todopoderoso tiene que asegurarse de que nadie está tentado por descubrir qué significa que él tenga que exhibir su fuerza. El justo debe recibir una recompensa tangible y el pecador debe sentir su ira. El salmo 101 afirma que se ha hecho un pacto entre Dios y el creyente:

La gracia y la justicia cantar quiero;
a ti, Señor, cantaré un himno.
Marcharé por camino irreprochable:
¿cuándo vendrás a mí?
Caminaré con corazón sencillo en medio de mi casa.
Jamás pondré delante de mis ojos cosa injusta.
Al prevaricador yo lo aborrezco, nunca tendría que ver conmigo.

Aparte de este juramento de lealtad, el salmo da una relación de todo aquello que no será tolerado: pensamientos tortuosos, murmuraciones, el orgullo y la pompa y, en general, la iniquidad.
Recuerdo que, cuando tenía tres años, recibí una lección del poder de Dios. Mis padres habían contratado a una niñera, un aya, para que me cuidara, porque mi madre estaba muy ocupada con mi hermano pequeño. Mi aya era de Goa, una parte de la India profundamente cristiana, con una fuerte influencia europea, y su nombre era Mary da Silva. Cada día Mary me llevaba al parque en mi cochecito y al cabo de aproximadamente una hora me sacaba de él y me dejaba en el suelo.
Entonces trazaba un círculo alrededor de mí con una tiza y me decía con voz solemne que si me aventuraba más allá del círculo, la diosa Kali me comería el corazón y luego escupiría la sangre.
Naturalmente, con estas perspectivas nunca me atreví a acercarme siquiera a los límites del círculo.
Todos nosotros somos como vacas que no atraviesan una carretera que tenga tendida una valla para ganado por miedo a dejar las pezuñas en ella. Los rancheros engañan a los animales con un truco muy sencillo pintando la silueta de una valla para ganado en el suelo. Con sólo verla, las vacas no pasan. Las leyes de Dios podrían ser como un fantasma; por miedo a lastimarnos, nos apartamos de la desobediencia, aunque nunca hayamos experimentado el castigo divino en la vida real.
Tomamos las desgracias ordinarias —enfermedades, reveses de fortuna y pérdida de seres
queridos— como provenientes de Dios.

¿Cuál es la naturaleza del bien y del mal?
El bien es tener aquello que deseas.

El mal es cualquier obstáculo que impide tener aquello que deseas.
La obediencia no es un fin en sí misma. El creyente espera una recompensa por obedecer las leyes de Dios. En la fase dos, esto toma la forma de tener aquello que deseas. Dios nos permite cumplir nuestros deseos y nos hace sentir justos en el trato. En su papel de Todopoderoso, la deidad empieza a responder a las plegarias. En este sistema de valores, los ricos pueden revestirse de virtud, mientras que los pobres son moralmente sospechosos y parecen avergonzados. (Para que nadie suponga que esto es una tradición bíblica o tiene que ver con la ética de trabajo protestante, diremos que en la China mercantil el éxito como medida de bondad ha sido corriente durante siglos. Solamente las sectas budistas que más se niegan a sí mismas han escapado a la ecuación del bienestar material y el favor de Dios.)
Medir el bien y el mal de acuerdo con recompensas parece simple pero tiene su trampa. Como todo niño descubre con gran consternación cuando empieza en preescolar, los otros quieren lo mismo que nosotros y algunas veces no hay suficiente para todos. Las reglas sociales prohíben robar, pegar y escapar y, por tanto, el ego tiene que imaginar cómo agrandar el yo y al mismo tiempo seguir siendo bueno. La pura honestidad y la cooperación emergen raramente como solución.
Como resultado de esto nace la manipulación, cuyo objetivo es obtener lo que deseas pero sin quedar mal en el proceso. Si yo deseo tu juguete y me deshago en halagos para que me lo des, entonces nadie, ni mi conciencia, podrá acusarme de robar. Este cálculo es muy importante cuando nos sentimos culpables, y más si tememos que Dios nos esté vigilando y apuntándolo todo. Por extraño que pueda parecer los manipuladores están motivados por la conciencia. Su capacidad de decir la verdad partiendo de una base no completamente incorrecta marca la diferencia entre lo que separa a un manipulador de un criminal o de un matón.
¿Son éstos simplemente el tipo de atajos que todos estamos tentados a utilizar para hacer lo que queramos? Leyendo el Antiguo Testamento advertimos que el mismo Dios es un manipulador.
Después de destruir el mundo con una inundación hace un pacto con Noé que le impide volver a utilizar la fuerza totalitaria. Posteriormente es más sutil, elogia a los que se atienen a la ley, deja de mostrarse iracundo y envía una inacabable lista de profetas para atacar el pecado con sus predicaciones a fin de hacer estremecer a los culpables. Nosotros utilizamos las mismas tácticas en la sociedad, nos convencemos de que lo mejor es lo que la mayoría cree que es bueno, mientras disfrazamos los males que se hacen al bando de los equivocados (pacifistas, radicales, comunistas, etc.) que se niegan a entrar en razón.

¿Cuál es mi reto en la vida?
Máxima realización.

La fase dos no es sólo cuestión de poder puro, sino que aporta un sentido de optimismo a la vida.
El mundo existe para ser explorado y conquistado. Si observamos cómo el yo, el mi y el mío toman posesión en un niño de dos años, el sentido de goce es inevitable. El ego nos da fuerza, aunque sus lecciones son a menudo dolorosas.
La doctrina budista de la muerte del ego como vía de iluminación es algo que la mayoría de las personas no puede aceptar. La muerte del ego está basada en un buen argumento, que funciona del modo siguiente: cuanto más centramos nuestras vidas en el yo, el mi y el mío, más inseguros nos volveremos. El ego desea adquirir cada vez más y tiene un apetito insaciable por el placer, el poder, el sexo y el dinero. Pero tener cada vez más no hace feliz a nadie, sino que conduce al aislamiento, porque estamos obteniendo nuestra parte a costa de otra persona. Nos hace temer el perder algo o, lo que es peor, nos identifica con el aspecto exterior y todo ello sólo puede tener como desenlace dejarnos vacíos por dentro. A nivel más profundo, el placer nunca puede ser el camino hacia Dios porque quedamos atrapados en el ciclo de la dualidad (buscar placer y evitar el dolor), mientras que Dios está por encima de todo lo opuesto.
Por muy convincentes que puedan sonar los argumentos de la muerte del ego, pocas personas sacrificarían de buen grado las necesidades del yo, el mi y el mío. En la fase dos esto es especialmente cierto porque Dios da su bendición a aquellos que consiguen algo.
Una vez fui consultado por un ejecutivo retirado que estaba seguro de que tenía un problema hormonal. Yo le pregunté por los síntomas.
—¿Por dónde quiere que empiece? —se quejó—. He perdido toda mi energía. La mitad de los días no quiero levantarme de la cama por la mañana. Permanezco sentado en un sillón durante horas. Me siento muy triste y me pregunto si la vida tiene sentido.
Aparentemente se trataba de un caso de depresión, causada probablemente por la reciente jubilación. Médicamente está muy bien documentado que un retiro repentino puede ser peligroso.
Hombres sin historial alguno de ataques de corazón o de cáncer pueden morir inesperadamente de estas enfermedades; un estudio descubrió que la esperanza media de vida de los ejecutivos retirados era de promedio de sólo treinta y tres meses.
Le hice las pruebas necesarias, pero tal como había sospechado no tenía ningún desarreglo en el sistema endocrino. La siguiente vez que le visité, le dije:
—¿Querría hacer una cosa muy sencilla?  Cierre los ojos y siéntese en silencio durante diez
minutos. No mire el reloj, yo le esperaré.
Aunque un poco receloso, hizo lo que le pedí. Transcurrieron los diez minutos, aunque los últimos cinco fueron difíciles a juzgar por sus movimientos nerviosos. Al abrir los ojos, exclamó:
—¿Por qué me ha hecho esto? ¡Qué inútil puede ser todo!
—Parecía cada vez más nervioso —le hice notar.
—Estaba a punto de saltar de la silla —dijo.
—O sea que su problema no es la falta de energía. —Mi observación le cogió desprevenido y se quedó perplejo—. No creo que padezca ninguna alteración hormonal, ni de metabolismo. Tampoco creo que sufra una depresión —dije—. Usted se ha pasado años organizando su vida: llevando un negocio, dirigiendo un gran equipo de trabajo y todas estas cosas.
—Es verdad, y lo echo de menos más de lo que se puede imaginar —murmuró.
—Entiendo. Y ahora que ya no tiene proyección exterior, no sabe qué hacer. Usted casi no ha prestado atención a su vida interior. El problema no es de falta de energía sino de caos. Su mente estaba entrenada para disponerlo todo alrededor de usted sin prestar atención a la organización de su vida interior.
Aquel hombre había dedicado su vida a los valores de la fase dos y el reto con el que ahora se enfrentaba era el de expandirse, no hacia afuera, sino hacia adentro. En la fase dos el ego está tan volcado en los logros que ignora la amenaza del vacío. El poder per se no tiene significado y el reto de obtener más y más poder, juntamente con sus símbolos que son el dinero y el estatus, deja un gran vacío de significado. Por ello en esta fase Dios nos pide la lealtad absoluta, para evitar que los leales miren muy a fondo dentro de sí. Debe quedar claro que esto no es una petición hecha por el Todopoderoso, sino que es otra proyección. El ejecutivo retirado de mi anécdota tenía que decidir si empezaba a cultivar su vida interior o ponía en marcha algún negocio que le diera una nueva proyección externa. Lo más fácil para él era la segunda opción; lo más difícil era arreglar el desorden de su vida interior. Ésta es la elección que nos lleva a todos de la fase dos a la fase tres.

¿Cuál es mi mayor fuerza?
Los logros.
¿Cuál es mi mayor obstáculo?
La culpa, la victimización.

Cualquier persona que encuentre satisfacción en ser un trabajador hábil y con éxito hallará en la fase dos una lugar muy tentador para descansar del viaje espiritual. A menudo los que pasan a un nivel superior es porque han tenido algún gran fracaso en sus vidas, lo cual no quiere decir que el fracaso valga la pena espiritualmente, sino que tiene sus propios peligros, principalmente que nos veremos a nosotros mismos como víctimas, algo que impide el progreso espiritual. Pero el fracaso plantea cuestiones sobre algunas creencias básicas de la fase dos. Si trabajamos mucho, ¿cómo es que Dios no nos recompensa? ¿Le falta poder para concedernos la fortuna que nos merecemos o es que nos ha olvidado completamente? Mientras surjan estas dudas, el Dios de la fase dos será la deidad perfecta para un mercado 'competitivo de economía de mercado. Alguien se ha referido cínicamente a él como el Dios de ganar y gastar, sin embargo, tenemos aún el problema de la culpa.
Un amigo me dijo: «Provengo de una pequeña ciudad del Medio Oeste y fui el único estudiante de mi instituto que pudo entrar en la Ivy League*, lo que para mí ha sido el premio más valorado.
»Hace un mes, salía del trabajo en el bufete de abogados para ir a un nuevo restaurante. Era tarde y un mendigo sin hogar había escogido un rincón de la entrada del edificio para pasar la noche.
Como estaba bloqueando la puerta tuve que pasar por encima de su cuerpo para llegar al taxi. Yo ya había visto mendigos, pero era la primera vez que pasaba literalmente por encima de uno.
»Durante todo el trayecto por la ciudad no pude apartar de mí aquella imagen y entonces recordé el primer mes que estuve en la Universidad, veinte años atrás. Paseaba por un barrio de Boston conocido como la Zona de Combate —que era donde se hallaba la mayoría de bares y librerías— y me sentía asustado e intrigado al mismo tiempo. Cuando ya me iba a ir, una persona que caminaba delante de Olí sufrió un ataque epiléptico y cayó al suelo. Algunos corrieron a llamar a una ambulancia pero yo seguí andando. Veinte años después, sentado en ese taxi, volví a sentir los antiguos remordimientos. El mendigo de la puerta de mi edificio no era la primera persona por la que pasaba por encima.»
A pesar de las recompensas externas, la fase dos está asociada con el nacimiento de la culpa. Es una forma de sentencia que no precisa de una autoridad visible excepto al principio, porque alguien tiene que establecer las normas y definir lo que está bien y lo que está mal. Después, el respeto de la ley hará que ésta se cumpla. Si trasladamos este proceso a la familia, los orígenes de la culpa pueden encontrarse de la misma forma. Un niño de dos años que intente robar una galleta recibirá una regañina de su madre, que le dirá que lo que hace está mal. En ese momento, tomar una galleta no es robar, el niño sólo hace lo que su ego le dicta.
Si el niño repite de nuevo el mismo acto ya se convierte en robo, porque rompe un mandato, cosa que en la mayoría de las familias es objeto de un castigo. En este momento es cuando el niño está atrapado entre dos fuerzas, el placer de hacer lo que quiere y el dolor de ser castigado. Para poder desarrollar su conciencia, estas dos fuerzas tienen que estar más o menos igualadas, pues así el niño puede establecer sus propios límites. Tomará una galleta cuando «esté bien hacerlo» (se lo haya permitido su madre) y no la cogerá cuando «no esté bien» (le produce culpabilidad por medio de un cargo de conciencia).
Freud llamaba a esto el desarrollo del superego, nuestro regidor interno. Super significa por encima, lo que quiere decir que el superego contempla al ego desde arriba, con la amenaza del castigo siempre a punto, cosa que hace extremadamente difícil aprender a modificar la aspereza del superego. Del mismo modo que algunos creyentes nunca considerarán que Dios puede relajar las normas de vez en cuando, los neuróticos no saben contemplar la realidad con perspectiva. Se sienten tremendamente culpables por pequeñas infracciones, desarrollan rígidos límites emocionales y les es difícil perdonar a los demás. Poseen una escasa autoestima. La fase dos aporta el bienestar de las leyes claramente establecidas, pero nos atrapa porque dotamos a las normas y los límites de demasiado valor en detrimento del crecimiento interior.

¿Cuál es mi mayor tentación?
La adicción.

No es una coincidencia que una sociedad tan próspera y privilegiada sea tan propensa a las adicciones más desenfrenadas.1 La fase dos está basada en el placer y cuando el placer se hace obsesivo, el resultado es la adicción. Si una fuente de placer nos llena realmente se cumple un círculo natural que empieza con el deseo y termina en la saciedad. La adicción nunca cierra este círculo.
La fase dos también se basa en el poder, y éste es notablemente egoísta. La excusa de un padre amoroso al que le es imposible dejar que su hijo obre libremente podría ser: «Te quiero demasiado, y no quiero que crezcas.» Aunque el motivo no expresado tiene su origen en el padre mismo: anhelo el placer que me produce el hecho de que sigas siendo un niño. El Dios de la fase dos es celoso de su poder sobre nosotros porque, como es adicto al control, ello le produce placer. Y al igual que ocurre con cualquier adicción humana, la implicación es que Dios no está satisfecho, aun a pesar del control que pueda ejercer.
Los psiquiatras ven cada día a personas que se quejan del desorden emocional de sus vidas y que, sin embargo, son adictas al drama. No pueden sobrevivir fuera de la danza odio-amor, crean tensiones, fomentan la desconfianza y nunca se las arreglan del todo bien solos. Otras adicciones se basan también en el comportamiento, como la necesidad de que algo vaya mal en nuestras vidas (o de crearlo si no existe), la obsesión por las cosas que no funcionan bien, que es la adicción del «y si no» y, finalmente, la compulsión de ser perfecto a toda costa.
La última de las adiciones toma una forma secular en personas que anhelan la familia perfecta, el hogar perfecto y la profesión perfecta. Incluso no ven la ironía de que esta perfección está muerta y que sólo puede ser comprada al precio de matar nuestra innata espontaneidad que, por su naturaleza, nunca puede ser controlada. Sin embargo, existe un estado espiritual correspondiente que tiende a complacer a Dios a través de una vida sin tacha. En el salmo 101 el creyente hace promesas que nadie podría cumplir:

Lejos de mí estarán perversos pensamientos:
yo no quiero saber de lo que es malo.

Este absolutismo ya es de por sí una adicción. Es aquí, en la fase dos, donde nace el fanatismo.
El fanático queda atrapado en una autocontradicción. Mientras que un creyente ortodoxo puede sentirse satisfecho si obedece la ley hasta el último detalle, el fanático debe purificar sus mismos pensamientos. El control total sobre la mente es inalcanzable, pero esto no le priva de imponer una estricta vigilancia a los «pensamientos perversos». Los fanáticos están también obsesionados por la pureza de otras personas, y mantienen una interminable búsqueda policial de la imperfección humana.
Éste es el destino que les espera a aquellos que se quedan encallados en la fase dos: pierden la perspectiva de la meta real de la vida espiritual para liberar a los humanos y permitirles vivir en la inocencia y el amor. Esta pérdida no puede ser reemplazada hasta que el devoto deja de sentirse tan preocupado por la ley. Para conseguirlo debe encontrar una vida interior, pero nunca lo conseguirá mientras sus deseos sean hacer de policía. La vigilancia acaba por matar la espontaneidad. Cuando una persona empieza a ver que la vida es algo más que ser perfectos, los malos deseos anteriores despiertan de nuevo en sus mentes, sólo que esta vez son vistos como naturales, no como perversos, y se abre el camino hacia la fase tres. Llega como una fuente de asombro cuando, haciendo una introspección, se rompe la idea de yo, mi, mío y termina con sus anhelos.

* La Ivy League es un grupo de ocho universidades privadas de Nueva Inglaterra, de gran prestigio. (N. del T.)

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