Deepak CHOPRA
FASE SIETE:
EL DIOS DE SER PURO. «YO SOY» (8/8 1ra parte de 2)
(Respuesta sagrada)
Hay un Dios que solamente puede percibirse yendo más allá de toda percepción.
Por debajo de nosotros, el río era puro como cristal verde, pero como la carretera de montaña era muy tortuosa yo no miraba el agua a pesar de su belleza por temor a perder de vista nuestra meta, que era una puerta en la ladera del precipicio. Aunque pueda parecer extraño, es lo que nos habían dicho que debíamos buscar, pero ¿qué precipicio? El Ganges corta una garganta rugiente a un par de centenares de kilómetros de su nacimiento en el Himalaya, y había precipicios por todas partes.
«¡Espera, creo que es esto!», gritó alguien desde el asiento trasero. La última curva de la carretera nos había acercado a la cima del cañón. Al asomarnos, pudimos ver sólo un estrecho sendero que llevaba, era cierto, a una puerta en el precipicio. Nos detuvimos en la cuneta y los cinco saltamos del coche, y avanzamos por el sendero para encontrar a quien tuviera la llave. Nos habían dicho que buscáramos a un viejo santón, un asceta barbudo que hacía muchos años que vivía allí. Al final del sendero había una choza desvencijada y dentro encontramos a un monje adolescente que nos dijo que no podríamos ver a su maestro durante algunas horas. ¿Y la llave? Sacudió la cabeza.
Fue en aquel momento en que nos dimos cuenta de que la puerta de la cueva sagrada estaba tan deteriorada que la cerradura se había caído. Entonces ¿podíamos entrar? Se encogió de hombros.
«¿Por qué no?»
La puerta, que estaba abierta y se caía de los goznes, chirrió cuando la abrí. Dentro empezaba un túnel, por el que avanzamos en fila a través de la oscuridad, mientras se iba haciendo cada vez más bajo de techo y más estrecho, como una mina. Recorrimos aproximadamente un centenar de metros antes de que se abriera a una cueva en la que pudimos de nuevo ponernos en pie. No teníamos luces y sólo penetraba un ligero resplandor de luz solar desde el exterior.
El monje adolescente nos había hecho prometer un silencio total al entrar en la cueva, porque allí se había meditado durante varios miles de años, desde que el gran sabio Vasishtha se había detenido brevemente en aquel lugar en tiempos legendarios. Pudimos experimentarlo inmediatamente. Vasishtha había sido el tutor del príncipe Rama, una misión imponente considerando que Rama era un dios.
Y ahí estábamos, no sólo en un lugar sagrado sino en el más santo. Yo tengo la desgracia de dejar pasar la santidad. Muchos santones de la India me han impresionado con poco menos que milagros y he sufrido gran cantidad de iniciaciones místicas, como aquella en que una mujer santa me abrió la mancha sagrada en el vértice del cráneo para permitir que entrara un soplo de aire de la corona, y nunca he sentido nada. Sin embargo, en esta cueva, tuve la sensación de que el mundo estaba desapareciendo. Al cabo de un momento apenas recordaba la carretera tortuosa por encima del Ganges y, después de unos minutos en el suelo de fría piedra con los ojos cerrados, se había desvanecido todo nuestro viaje de vacaciones.
Era un buen lugar para encontrar al Dios de la fase siete, al que se conoce cuando todo lo demás se ha olvidado. Cada persona está unida al mundo por miles de hilos invisibles de actividad mental, tiempo, lugar, identidad y todas las experiencias pasadas. En la oscuridad, empecé a perder más de estos hilos. ¿Podría llegar hasta el punto de olvidarme de mí mismo? Un gurú dijo a sus discípulos:
«Todo lo que se refiere a vosotros es un fragmento. Vuestras mentes acumulan estos fragmentos en cada momento. Cuando pensáis que sabéis alguna cosa, os referís solamente a un residuo del pasado. ¿Puede una mente así conocer el todo? Es evidente que no.»
El Dios de la fase siete es holístico, lo abarca todo. Para conocerlo, tenemos que poseer una mente a la que compararnos. Un día, durante un paseo, el filósofo Jean-Jacques Rousseau fue coceado por un caballo y perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, se encontró en un extraño estado: le parecía que el mundo no tenía límites y que él era una partícula de conciencia flotando en un vasto océano. Este «sentimiento oceánico», frase que también utiliza Freud, era impersonal.
Rousseau se sentía unido a todas las cosas, a la tierra, al cielo y a todos los que se encontraban a su alrededor. Aquel estado en que se sintió en éxtasis y libre duró poco pero, sin embargo, le dejó una fuerte impresión que le obsesionó durante el resto de su vida.
En la cueva de Vasishtha, muchas personas, como yo, han estado buscando el mismo sentimiento durante milenios y esto no implicaba nada que estuviera haciendo conscientemente. Era más que un lapsus de memoria, porque la mente de cada persona es como el despertador automático de un hotel que no para de enviar su mensaje. El mío se revolvía con miles de retazos de memoria relacionados con quién soy yo. Algunos se referían a mi familia o a mi trabajo, otros eran sobre la casa o el coche, los billetes de avión, el equipaje, el depósito de gasolina medio lleno; en resumen, todo el tejido de la vida que, de alguna manera, no se integra en el todo.
Mientras que mi mente se revuelve y bulle con todos estos datos, me confirma que soy real, pero ¿por qué necesito que lo haga? Nadie se hace esta pregunta mientras el mundo está con nosotros; nos fundimos en la escena y aceptamos su realidad. Pero pongamos a alguien en la cueva de Vasishtha y estos retazos de identidad ya no le invadirán, la memoria cesará en su destellante resplandor y entonces empieza la persecución... ¿cuál? Nada. Un vacío sin actividad. Dios.
Encontrar a Dios en una habitación vacía, encontrar al Dios definitivo en una habitación vacía, es la experiencia por la que los milagreros sacrifican todos sus poderes. En lugar del más elevado de los éxtasis, tenemos vaciedad. El Dios de la fase siete es tan intangible que no hay cualidades con la que podamos definirlo, porque no hay nada a lo que aferrarse. En la antigua tradición india, se define este aspecto del espíritu solamente por negación. En la fase siete, Dios es
Nonato
Inmortal
Inmutable
Inamovible
No manifiesto
Inconmensurable
Invisible
Intangible
Infinito
A este Dios no podemos imaginárnoslo como una gran luz y, por lo tanto, para muchos occidentales podría parecer muerto. Pero esta «falta de vida» no es uno de los aspectos negativos que pueden describirlo, ya que este vacío contiene el potencial para toda la vida y toda la experiencia. La cualidad positiva que puede atribuírsele a Dios en la fase siete es la existencia, el ser puro. Por muy desierto que puede hacerse este vacío, aún existe, y esto es suficiente para dar nacimiento al universo.
El misterio de la fase siete es que la nada puede enmascarar lo infinito. Si hubiéramos pasado directamente a esta fase al principio, no hubiera sido posible probar la realidad de un Dios así, porque tenemos que trepar por la escalera espiritual de peldaño en peldaño. Ahora que ya estamos a una altura suficiente como para divisar todo el paisaje, ya podemos dar un empujón a la escalera y alejarla de nosotros, porque ya no nos hace falta apoyo, ni siquiera el de la mente.
Para que la fase siete sea real, tiene que haber una respuesta correspondiente en el cerebro.
Subjetivamente sabemos que existe, porque en cada generación hay personas que nos hablan de la experiencia de la unidad, en la cual el observador se repliega en lo observado. En casos de autismo, un paciente puede llegar a fundirse tan completamente en el mundo que a veces tiene que aferrarse a un árbol para asegurarse de que existe. El poeta Wordsworth tuvo exactamente esta experiencia de niño, refiriéndose a «manchas de tiempo» durante las cuales tenía una sensación sobrenatural de estar suspendido en la inmortalidad. En aquellos momentos aún existía, pero no como una criatura de tiempo y lugar.
Los investigadores cerebrales han podido captar ataques epilépticos en sus aparatos, que es otra circunstancia en la que los pacientes informan de sentimientos sobrenaturales y pérdida de identidad, pero estos ejemplos no nos explican la respuesta sagrada, tal y como yo la llamaría. Las ondas cerebrales alteradas y los informes subjetivos no capturan la capacidad de la mente para comprender el todo. Objetivamente, este estado va más allá de los milagros en los que la persona no hace nada para afectar la realidad salvo contemplarla, aunque en esta mirada las leyes de la naturaleza cambian más profundamente que en los milagros.
Me permitiré apresurarme a poner un ejemplo. No hace mucho, una investigadora de lo paranormal llamada Marilyn Schlitz quiso verificar si había algo de real en la segunda visión. Schlitz escogió el fenómeno por el cual giramos en redondo para descubrir que somos observados desde detrás, a lo cual llamó «observación disimulada». Para ello tomó a un grupo de sujetos y los observó a través de una cámara de vídeo desde otra habitación. Poniendo en marcha y apagando la cámara pudo verificar si cada persona tenía conciencia de ser observada, aún en el caso de que el observador no estuviera presente físicamente. Para no tener que fiarse de las afirmaciones de los sujetos, utilizó un instrumento similar al detector de mentiras, que medía los más sutiles cambios en la respuesta de la piel a la corriente eléctrica.
El experimento fue un éxito; hasta dos tercios de los sujetos mostraron cambios en la conductividad de la piel mientras eran observados a cierta distancia. Cuando Schlitz anunció el éxito de su experimento, se encontró con que otro investigador que había hecho lo mismo había fracasado miserablemente. Había utilizado exactamente los mismos métodos, pero en su laboratorio casi nadie respondió a la segunda visión, y no pudieron explicar la diferencia entre ser observados y no serlo.
Schlitz quedó muy perpleja, pero aún tuvo la suficiente confianza como para invitar a un segundo investigador a su laboratorio y volver a hacer con él el experimento, escogiendo los sujetos en el último momento para asegurarse de que no podían falsificarse los resultados.
Schlitz obtuvo de nuevo resultados, pero cuando consultó con su colega, resultó que éste no
había obtenido nada. Fue un momento extraordinario. ¿Cómo podían dos personas hacer las mismas pruebas objetivas con resultados tan espectacularmente distintos? La única respuesta viable, desde el punto de vista de Schlitz, radicaba en el investigador mismo y los resultados dependían de quién era el observador. Por lo que yo sé, esto es a lo más a que alguien ha llegado para demostrar que el observado y el observador pueden fundirse en una sola cosa. La fusión radica en el corazón de la respuesta sagrada, porque toda separación termina en la unidad.
Tenemos otras pistas para la realidad de esta respuesta, algunas positivas y otras negativas. Las negativas se centran en el «síndrome de la timidez», según el cual hay fenómenos extraños que no se dejan fotografiar; fenómenos como los fantasmas, doblar llaves o abducciones hechas por extraterrestres son atestiguados por personas que no tienen inconveniente en pasar por el detector de mentiras, pero cuando llega el momento de fotografiar estos fenómenos, no aparecen. Las pistas positivas provienen de experimentos como los clásicos llevados a cabo en el departamento de ingeniería de Princeton en los años setenta. En ellos se pidió a los sujetos que miraran a una máquina que emitía al azar ceros y unos, y a la que se conoce como generador numérico aleatorio. El trabajo de los sujetos consistía en utilizar sus mentes para obligar a la máquina a generar más ceros que unos o viceversa. Durante el experimento nadie tocó la máquina ni cambió el programa.
Los resultados fueron sorprendentes, porque sin utilizar otra cosa que la atención concentrada, la mayoría de las personas podía influir de forma significativa en el resultado. En lugar de arrojar una cantidad exactamente igual de ceros y unos, la máquina se desvió en un cinco por ciento o más de los resultados debidos. La razón por la cual los experimentos de Schlitz van incluso más allá es que ella quería una prueba en interés de que no fuera alterada, pero obtuvo de todos modos resultados desviados, dependiendo de quién hacía el experimento.
La respuesta sagrada es el último peldaño en esta dirección y da apoyo a la noción de que no existe observador separado de la observación. Todas las cosas de nuestro alrededor son el producto de quienes somos. En la fase siete ya no proyectamos a Dios sino que lo proyectamos todo, que es lo mismo que estar en la película, fuera de ella y ser la misma película. En la unidad no se deja conscientemente separación y ya no creamos a Dios a nuestra imagen, ni aún la más tenue imagen de un fantasma sagrado.
¿Quién soy?
El origen.
Una persona que alcanza la fase siete está tan libre de ataduras que si le preguntamos «¿quién eres?» la única respuesta posible es: «Soy.» Ésta es la misma respuesta que Jehová le dio a Moisés en el Éxodo cuando le habló desde la zarza en llamas. Moisés estaba guardando ovejas en la ladera de la montaña cuando se le apareció Dios. Moisés se atemorizó pero también se preocupó porque nadie creería que había hablado con Dios. Si iba a ser un mensajero sagrado, al menos necesitaba el nombre de Dios, pero cuando se lo preguntó, Dios replicó: «Yo soy el que soy.»
Equiparar a Dios con la existencia puede parecer que le resta poder, majestad y conocimiento, pero nuestro modelo cuántico nos dice otra cosa. A nivel virtual no hay ni energía, ni tiempo, ni espació. Sin embargo, este aparente vacío es el origen de cualquier cosa que puede medirse como energía, tiempo y espacio, del mismo modo que una mente en blanco es el origen de todos los pensamientos. Isaac Newton tenía el convencimiento de que el universo era literalmente la mente en blanco de Dios y que todas las estrellas y galaxias eran sus pensamientos.
Si Dios tiene una morada, ésta tiene que estar en el vacío, ya que de otro modo seria limitado; y ¿podemos conocer a una deidad ilimitada? En la fase siete tienen que converger dos cosas imposibles: la persona tiene que ser reducida a un simple punto, una partícula de identidad que cierra la última y minúscula abertura entre ella misma y Dios; pero al mismo tiempo, en el momento en que se cura esta separación, este punto minúsculo tiene que expandirse al infinito. Los místicos describen esto como «el Uno se hace Todo». Para ponerlo en términos científicos, cuando cruzamos a la zona cuántica, el espacio-tiempo se pliega sobre sí mismo y la cosa más insignificante de la existencia se funde con la más grande, con lo que el punto y el infinito son iguales.
Si podemos adoptar una mente escéptica para creer en este estado, cosa que no es fácil, se hace evidente la pregunta «¿y ahora qué?». Parece que el proceso está muriendo porque, por mucho que nos acerquemos a él, debemos abandonar el mundo conocido para obtener la fase siete. El milagrero de la fase seis está ya desapegado, pero aún conserva una alegría interior y las débiles intenciones que le motivan para obrar sus milagros. En la fase siete no hay alegría, ni compasión, ni luz, ni verdad. La apuesta definitiva es el fin de la persecución, porque no apostamos a todo o nada, sino que apostamos a todo y a nada.
El problema que tienen los modelos es que siempre son inadecuados porque seleccionan una porción de la realidad y dejan lo demás aparte. ¿Cómo encontraremos un modelo para el Todo y la Nada? Los chinos lo llaman Tao, que significa la presencia entre bastidores que da vida, forma, propósito y movimiento al mundo. Rumi utiliza la siguiente imagen:
Hay alguien que nos cuida
desde detrás de la cortina.
En verdad no estamos aquí,
es nuestra sombra.
En la fase siete, vamos detrás de la cortina y nos unimos a quienquiera que esté allí. Éste es el origen. El viaje espiritual nos lleva al lugar en que empezamos como alma, un mero punto de consciencia, desnudo y despojado de cualidades. Este origen es el ego; «soy» es cuanto podemos decir para describirlo, tal y como lo hizo Dios. Para imaginarnos qué se siente en la fase siete, vengan conmigo a la cueva de Vasishtha, en la que lo olvidé todo, excepto que era. En este estado de desapego no hay nada a lo que aferrarse como etiqueta o descripción:
• No pensamos en el tiempo. Un Dios de ser puro es nonato e inmortal.
• No tenemos deseos de conseguir nada. Un Dios de ser puro es inmutable.
• El silencio nos envuelve. Un Dios de ser puro es inamovible.
• Nada aflora a la superficie de nuestra mente. Un Dios de ser puro no se manifiesta.
• No podemos encontrarnos a nosotros mismos con los cinco sentidos. Un Dios de ser puro es invisible e intangible.
• Nos parece estar en ninguna parte y en todas partes al mismo tiempo. Un Dios de ser puro es infinito.
El sentido común nos dice que si eliminamos estas cualidades no nos queda nada, y la nada es muy poco útil. Incluso cuando se habla a las personas de abandonar los placeres porque, como dijo Buda, están siempre unidos al dolor, la mayoría de los occidentales los dejan y luego vuelven a optar por ellos. En la fase siete, la argumentación tiene que hacerse de una forma más persuasiva. Ante todo, nadie nos fuerza a alcanzar la realización final. En segundo lugar, no anula nuestra existencia ordinaria, porque seguimos comiendo, bebiendo, andando y expresando deseos. Pero ahora el deseo no pertenece a nadie porque hay restos de quienes éramos... y, por cierto, ¿quiénes éramos?
La respuesta es el karma. Hasta que nos convirtamos en puro ser, nuestra identidad está envuelta en un ciclo de deseos que conducen a acciones y cada acción deja una impresión y las impresiones dan lugar a nuevos deseos. Cuando la patata del anuncio de televisión dice: «¡A que no puedes comer sólo una!», se pone en marcha el mecanismo deseo-acción-impresión.
Este ciclo es la interpretación clásica del karma en el que todos estamos atrapados, por la sencilla razón de que todos deseamos cosas. Y ¿qué hay de malo en ello? Los grandes sabios nos enseñan que no hay nada de malo en el karma excepto que no es real. Si miramos a un perrito que persigue su propia cola, estamos viendo karma puro. El perrito está absorto, pero no va a ninguna parte, porque la cola está siempre fuera de su alcance y si el animal la atrapara entre sus dientes, el dolor que sentiría le haría dejarla de nuevo. El karma significa querer siempre más de aquello que no nos lleva a ninguna parte en primer lugar. En la fase siete, nos damos cuenta de esto y ya no vamos a la caza de fantasmas porque hemos llegado al origen, que es el ser puro.
¿Cómo encajo en esto?
Soy.
Una vez que se ha terminado la aventura de la búsqueda del alma, las cosas se calman. El estado de «soy» renuncia al dolor y al placer, y precisamente porque todo deseo está centrado en dolor y placer, es una sorpresa descubrir que aquello que queríamos era solamente ser. Podemos llevar muchas clases de vidas que valgan la pena, pero ¿vale la pena llevar la vida del «soy»? En la fase siete, incluimos todas las fases previas y, por lo tanto, podemos vivir de la forma que queramos. Por analogía, pensemos en el mundo como en una película en la que se está representado todo y, por lo tanto, todos nos comportamos como si el decorado fuera real.
Si nos despertáramos de repente y nos diéramos cuenta de que nada de lo que hay a nuestro alrededor es real, ¿qué haríamos? Ante todo, algunas cosas sucederían involuntariamente y no podríamos tomarnos en serio los dramas de otras personas. Pequeños problemas y grandes tragedias no serían nada para nosotros, y la Segunda Guerra Mundial también sería completamente irreal. Nuestro desapego podría apartarnos de todo, pero podríamos no decírselo a nadie.
También se desvanecerían las motivaciones, porque en un mundo de sueños no hay nada que conseguir. La pobreza puede ser tan buena como unos cuantos millones en el banco cuando el dinero no importa nada. Los afectos emocionales también desaparecerían porque ninguna personalidad sería real. Una vez considerados todos estos cambios, no nos quedan demasiadas opciones. El final de la ilusión es el final de la experiencia tal y como la conocemos, y ¿qué recibimos a cambio? Solamente realidad, pura y sin adornos.
En la India hay una fábula sobre esto.
Había una vez un gran devoto de Visnú que oraba día y noche para ver a su dios. Una noche se cumplieron sus deseos y se le apareció Visnú. Cayendo de rodillas, el devoto gritó:
—Haré cualquier cosa por ti, oh, mi Señor, no tienes más que pedirlo.
Visnú replicó:
—¿Podrías traerme agua?
Aunque muy sorprendido por la petición, el devoto corrió al río tan deprisa como le permitían sus piernas. Cuando llegó y se arrodilló para recoger el agua, vio a una mujer bellísima en pie, en una isla que había en mitad del río. El devoto se enamoró locamente de ella al instante, robó una barca y remó hacia donde estaba la mujer. Ésta respondió a sus demandas y se casaron; tuvieron hijos en la casa de la isla y el devoto se hizo rico y envejeció con su negocio de comerciante. Muchos años más tarde, un tifón arrasó la isla y el mercader fue arrastrado por la tormenta. Estuvo casi a punto de ahogarse, pero recobró el conocimiento en el lugar en que una vez había rogado para ver a Dios.
Toda su vida, incluyendo su casa, su esposa, y sus hijos, parecía que nunca hubiera existido.
De repente miró por encima de su hombro y vio a Visnú de pie en toda su gloria radiante.
—Bueno —dijo Visnú—, ¿ya me traes el vaso de agua?
La moraleja de esta historia es que no debemos prestar mucha atención a la película, porque en la fase siete hay un cambio en el equilibrio y empezamos a darnos cuenta de lo inmutable en lugar de ver lo mutable. En el sermón de la montaña, Jesús llamó a esto «almacenar un tesoro en el cielo».
Pero las analogías fallan de nuevo. La fase siete no es un premio o una recompensa por haber escogido las opciones adecuadas, es la realización de aquello que siempre hemos sido. Si alguien nos pregunta «¿quién eres?», cualquier respuesta sería errónea excepto «soy», que significa que todos nosotros, incluso los milagreros, estamos equivocados y somos víctimas de una identidad equivocada.. Hemos pasado el tiempo proyectando versiones de realidad, incluyendo versiones de Dios que son inadecuadas.
¿Cómo encontraré a Dios?
Trascendiendo.
Nos haya costado mucho o poco ir más allá de la ilusión y volver a la realidad, cuando llegamos hacemos un aterrizaje accidentado. De hecho, los pocos yoguis y sabios que han hablado de la entrada en la fase siete nos dicen que su primera sensación fue la de estar totalmente perdidos, sentían que se habían desvanecido la comodidad y la ilusión. Estamos hablando de personas que se han deleitado con éxtasis, milagros, profundas percepciones e intimidad con Dios. Sin embargo, también estas experiencias fueron engañosas y, dejándolo todo atrás, ahora saben, a un nivel muy profundo, que ha ocurrido algo bueno. Han trascendido a una nueva vida y a un nuevo nivel de existencia como si se quitaran una piel vieja, porque la antigua vida simplemente se ha marchitado.
Trascender es ir más allá. En términos espirituales también significa crecer. «Ahora que ya no soy un niño he dejado la cosas de los niños», nos dice san Pablo. Por analogía, incluso el karma puede pasar de la edad y dejarse de lado. Veamos un argumento para esto: dos realidades definitivas esperan nuestra aprobación. Una de ellas es el karma, la realidad de las acciones y los deseos; el karma se desenvuelve en el mundo material, forzándonos a dar siempre vueltas a la misma noria. La otra realidad está ejemplificada por el estado abierto, desapegado y pacífico de la meditación profunda. Pocas personas la aceptan, pero aquellas que lo hacen quedan generalmente apartadas de la sociedad como ascetas.
Sin embargo, es falso que nos veamos a nosotros mismos atrapados entre las dos opciones. La «realidad definitiva» significa la sola y única; el vencedor se come al vencido, por lo que si apostamos nuestro dinero al vencido, hemos cometido un error que nos costará caro. Es probable que. nos demos cuenta de que hemos comprado tinieblas en lugar de sustancia y de que nuestros deseos fueron susurros fantasmales que nos llevaron por caminos equivocados. Tal y como lo formuló un maestro védico: «El mundo del karma es infinito, pero descubriréis que es un infinito aburrido. El otro infinito nunca es aburrido.»
La razón de volver al origen deriva pues del interés en uno mismo. No quiero aburrirme; no quiero llegar al final de la búsqueda y terminar con las manos vacías. Aquí terminan todas las metáforas y las analogías porque, del mismo modo que cuando nos despertamos vemos que el sueño ha sido una ilusión, el Ser puede desenmascarar al karma. Eliminemos lo irreal y, por definición, todo lo que queda tiene forzosamente que ser real. El viaje del alma no es un juego, una búsqueda o una apuesta, sino que sigue un curso predeterminado hacia el momento del despertar.
Durante el camino, hay exiguos momentos de despertar que presagian el acontecimiento final.
Creo que podré ilustrar esto con una historia. Cuando yo tenía diez años, mi familia vivía en el acantonamiento de Shillong, cerca del Himalaya, y mi padre tenía un ayudante llamado Baba Sahib que le limpiaba los zapatos y le lavaba la ropa. Baba era un musulmán muy creyente en todo lo sobrenatural. Siempre que bajaba al dhobi ghat, el lavadero del río, solía batir la ropa cerca de un cementerio, porque estaba seguro de que había fantasmas en el lugar y lo probaba tendiendo la ropa mojada en las lápidas. Si se secaban en menos de media hora, Baba tenía la certeza de que aquella noche se vería un fantasma en el cementerio.
Para demostrármelo, me sacó de la casa a hurtadillas y me contó una historia de una madre y un hijo que eran fantasmas primarios y que habían muerto ambos en trágicas circunstancias. Estuvimos sentados entre las tumbas durante dos horas y a medida que transcurría el tiempo yo iba teniendo más sueño y más miedo, pero cuando ya nos íbamos, Baba me señaló algo a lo lejos.
—¡Mira allí! ¿Ves? —gritó.
Y yo vi dos apariciones pálidas flotando sobre una de las lápidas. Corrí a casa presa de una gran excitación y no le dije nada a nadie. Después de todo un día, guardar el secreto se fue haciendo cada vez más difícil, por lo que se lo conté a la persona de más confianza de la casa, mi abuela.
—¿Crees que me lo he imaginado todo? —le pregunté, con la esperanza de que ella confirmara mis visiones o que se sorprendiera con ellas.
—¿Qué importa? —me dijo, encogiéndose de hombros—. Todo el universo es imaginario y tus fantasmas son tan reales como todo lo demás.
En su origen, el cosmos es igualmente real e irreal. La única forma que tengo de saber algo es a través de las neuronas que centellean en mi cerebro, y aunque ellas pudieran llevarme a un tal grado de fina percepción que fuera capaz de ver todos los fotones brillar dentro de mi córtex, en aquel punto mi córtex también se disolvería en fotones. Por lo tanto, se funden en una sola cosa el observador y la cosa que intenta observar, lo cual es exactamente de la manera en que también termina nuestra búsqueda de Dios.
¿Cuál es la naturaleza, del bien y del mal?
El bien es la unión de todo lo opuesto.
El mal ya no existe.
La sombra del mal está al acecho detrás del bien hasta el último momento, y solamente cuando ha sido totalmente absorbido en la unidad, termina la amenaza del mal de forma definitiva. La historia de Jesús culmina este clímax lacerante en el huerto de Getsemaní, cuando oraba para que fuera apartado de él aquel cáliz. Sabía que los romanos iban a capturarlo y ejecutarlo y la perspectiva hizo surgir un tremendo momento de duda. Se trata de uno de los momentos más dolorosos del Nuevo Testamento y es completamente imaginario.
El mismo texto nos dice que Jesús se había apartado de todos los demás y que sus discípulos se habían dormido; por lo tanto, nadie pudo haber escuchado lo que dijo, especialmente si estaba orando. En mi opinión, esta última tentación le fue atribuida por los autores del Evangelio. Pero ¿por qué? Porque sólo pudieron concebir esta situación por sí mismos, viendo a Cristo a través de un espacio, el mismo espacio que nos impide imaginarnos cuánto miedo, tentación, pecado, mal e imperfección pudo trascender. Sin embargo, esto es lo que sucede en la fase siete.
A las religiones les es muy difícil ser divertidas. En la Edad Media, la gente no encontraba la parte humorística del viaje del alma, porque tenían demasiado presentes la muerte, las enfermedades, las tentaciones de Satán y los infortunios de este valle de lágrimas. La Iglesia subestimaba estos horrores y la única escapatoria que tenía la gente se llevaba a cabo durante las fiestas, cuando se erigía un basto estrado de tablas en el exterior de la catedral, sobre el que se escenificaban milagros y en los que Satán no era tan terrible porque era representado como un bufón. Las mismas personas que temblaban ante la perspectiva del pecado eran entonces testigos de las caídas de culo del demonio. En aquellos momentos, la Iglesia les enseñaba una nueva lección: el mal en sí debe ser redimido. La historia terminará aquí en la tierra cuando Satán sea aceptado de nuevo en el cielo, y entonces el triunfo de Dios será completo.
A nivel personal, no podemos permitirnos reírnos los últimos hasta la fase siete, al menos mientras la mente está ocupada en sus opciones, porque algunas resultarán peores que otras. Todos nosotros tendemos a igualar el dolor con el mal, y en tanto que sensación, el dolor nunca termina, porque es parte de nuestra herencia biológica. La única forma de ir más allá del dolor es trascender, y esto se consigue alcanzando un punto de vista más elevado. En la fase siete, todas las versiones del mundo son contempladas como proyecciones, y una proyección no es nada más que un punto de vista que toma vida. De este modo, el punto de vista más elevado abarcará cualquier cosa que suceda, sin preferencia y sin negación.
Yo mismo he estado confrontado con esta posibilidad en dos ocasiones cuando el mal se plantó a la puerta de mi casa. La primera ocurrió a principios de los años setenta cuando yo me esforzaba por llevar una vida de residente en un sórdido barrio de Boston. Mi esposa había salido dejándome a cargo de nuestra hijita. Era ya tarde cuando la puerta del piso se abrió violentamente y un hombretón enorme y amenazador irrumpió sin decir palabra. Eché una ojeada en todas direcciones y, antes de que yo mismo pudiese darme cuenta de que él empuñaba un bate de béisbol, salté sobre él, se lo arrebaté en un breve forcejeo durante el cual no dijimos ni una palabra y en menos de un segundo le había dejado inconsciente de un golpe de bate en la cabeza. Poco después, mi corazón bombeaba adrenalina desesperadamente, pero en el instante en que actué no era yo mismo; aquella acción no me perteneció.
Naturalmente se formó un gran revuelo y cuando llegó la policía se descubrió rápidamente que aquel hombre era un criminal con un apretado historial de asaltos y presuntos asesinatos. Por mi parte, yo había actuado correctamente, aunque a nivel consciente yo tuviese un serio compromiso con la no violencia.
Pero la historia no termina aquí. Hace dos años, había terminado de dar una conferencia en una ciudad del sur y salí por una puerta trasera a una avenida, porque me parecía que era el camino más corto a mi hotel. Fuera me esperaba una banda de tres jóvenes, uno de los cuales sacó una pistola y la colocó en mi sien. Cuando me pidió el billetero, supe de repente qué tenía que decirle: «Mira, puedo darte el dinero en efectivo, pero no las tarjetas de crédito —le dije con voz calmada, enseñándole el dinero—. Supongo que no querrás matarme por unos cuantos miles de pesetas. Esto sería asesinato y lo llevarías encima durante el resto de tus días. Por lo tanto, baja el arma y vete, ¿de acuerdo?»
Yo mismo me sorprendí de haber pronunciado aquellas palabras. Fue como si yo estuviera fuera de mí mismo mirándome. La mano del chico estaba temblando, los tres muchachos parecían muy indecisos. De repente grité «¡Fuera de aquí!» tan fuerte como pude y los tres salieron corriendo dejando caer la pistola a mis pies.
Tenemos dos escenas en las que el mal está presente, y dos reacciones diferentes, que ofrezco como evidencia de que alguna cosa en nuestro interior ya trasciende las situaciones actuales.
Cuando vemos la actuación de términos opuestos nuestra conciencia interior aprovecha cada momento como original. Pero aún no lo he explicado todo sobre el segundo incidente. En mi negociación, también les prometí a los jóvenes que no diría nada a la policía y realmente nunca lo hice. Un acto de violencia potencial fue contestado con otro de violencia, el otro, con pacifismo. No puedo explicar por qué elegí aquellas opciones, sólo puedo decir que no las elegí. Las acciones se desarrollaron por sí mismas y la justicia se hizo en ambos casos, actuando desde más allá de mi limitado punto de vista. En la fase siete, una persona se da cuenta de que no es cosa nuestra equilibrar las balanzas; si entregamos nuestras elecciones a Dios, somos libres de actuar como nos muevan los impulsos, sabiendo que su origen es la unidad divina.
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