Una de nuestras mayores dificultades - ¿no es verdad? - es que somos prisioneros del hábito. Y el hábito, aunque sea refinado, sutil, y esté hondamente arraigado y establecido, no es amor. El amor nunca puede ser una cosa de hábito. El placer, como decíamos el otro día, puede convertirse en hábito y en continuada urgencia, mas yo no veo cómo puede volverse hábito el amor. Y el cambio profundo y radical de que estamos hablando ha de venir con esta cualidad de amor, una cualidad que nada tiene que ver con el emocionalismo o el sentimentalismo; no tiene nada que ver con la tradición, con la cultura hondamente arraigada de sociedad alguna. La mayoría de nosotros, como carecemos de esa extraordinaria cualidad del amor, caemos en hábitos «de rectitud»; y los hábitos nunca pueden ser rectos. El hábito no es bueno ni malo. Sólo hay hábito, una repetición, una imitación, un ajuste al pasado y a la tradición, que es resultado del instinto heredado y del conocimiento adquirido.
Si uno va tras el hábito o vive en él, tiene que aumentar inevitablemente el temor, y de esto es que vamos a hablar juntos en la mañana de hoy. Una mente atrincherada en el hábito y la mayor parte de las nuestras están así - tiene que vivir siempre en el temor. Al decir hábito, no me refiero solo a la repetición, sino a los hábitos de conveniencia, los hábitos en que uno cae en determinada forma de relación, como la conyugal, como aquella entre la comunidad y el individuo, entre las naciones, etc. Todos vivimos en el hábito, en las tradicionales y bien establecidas líneas de conducta y comportamiento, en las muy respetadas maneras de ver la vida, en las opiniones tan profundamente atrincheradas y arraigadas en forma de prejuicios.
Mientras la mente no sea sensible, alerta y ágil, no será capaz de vivir con la realidad de la vida, que es muy fluida, que está cambiando constantemente. Psicologicamente, internamente, nos negamos a seguir el movimiento de la vida, porque nuestras raíces están profundamente asidas al hábito y a la tradición, en la obediencia a lo que se nos ha dicho, en la aceptación. Y me parece que es muy importante comprender esto y romper con ello, pues no sé cómo el hombre puede seguir viviendo sin amor. Sin amor nos estamos destruyendo unos a otros, estamos viviendo en fragmentos, un fragmento en agresión contra el otro, en rebelión contra el otro. Y el hábito en cualquier forma que sea, inevitablemente tiene que engendrar el miedo.
Si se me permite sugerirlo, no se limiten, por favor, a aceptar meramente y decir: «Sí, en efecto, vivimos dependientes de hábitos. ¿Qué haremos?», sino más bien dense cuenta, sean conscientes de los hábitos que tiene cada uno; dense cuenta, no sólo de los hábitos físicos, como los de fumar, comer carne, beber, sino también de los que están muy arraigados en la psiquis, los que nos hacen aceptar, creer, esperar y desesperar, padecer agonías y penas. Si juntos pudiéramos penetrar en este problema del hábito y también del miedo, para tal vez así llegar a terminar con el dolor, podría entonces existir la posibilidad de un amor que nunca hemos conocido, una dicha que está más allá del contacto del placer.
La mayoría de nosotros seguimos las rutinas del hábito consciente o inconsciente; creemos que los hábitos son correctos e incorrectos, buenos y malos, hábitos de conducta, y otros que no son respetables, los hábitos que la sociedad considera inmorales. Pero la moralidad social es en sí misma inmoral. Ustedes pueden ver eso con bastante sencillez, porque la sociedad se basa en la agresión, en el afán de adquirir, en el sentido de predominio del uno sobre el otro, etc., el sistema cultural. Hemos aceptado esa moralidad, vivimos de acuerdo con ese patrón moral, lo aceptamos como cosa inevitable, y así se ha convertido en hábito. Cambiar este hábito, ver cuán extraordinariamente inmoral es aunque esa inmoralidad se haya vuelto altamente respetable; ver eso y actuar con una mente que ya no es prisionera del hábito, actuar de un modo distinto por completo, sólo es posible cuando comprendemos la naturaleza del miedo. Con mucha facilidad cambiaríamos cualquier costumbre, nos abriríamos paso a través de cualquier hábito atrincherado, arraigado profundamente, si no hubiera el temor de que, al romperlo, sufriríamos aún más, estaríamos aún más inciertos, más inseguros. Les ruego que se observen ustedes mismos, observen sus propios estados mentales, vean que la mayoría de nosotros romperíamos fácil y felizmente un hábito si, por otro lado, no hubiera temor, ni incertidumbre.
Lo que hace que la mayoría de nosotros nos aferremos a nuestros hábitos, es el temor. Investiguemos, pues, esta cuestión del miedo, no de manera intelectual ni verbal, sino dándonos cuenta de nuestros propios temores psicológicos, examinándolos. Es decir, demos espacio al temor para que pueda florecer y observemoslo en su florecimiento mismo. Miren, el temor es un fenómeno muy extraño, tanto en lo biológico como en lo psicológico. Si pudiéramos comprender los miedos psicológicos, entonces podríamos remediar, comprender con facilidad los biológicos. Por desgracia, nos mueven rápidamente los temores físicos y descuidamos los psíquicos; nos amedrentan mucho la enfermedad y el dolor; la mente toda se intranquiliza y no sabemos cómo arremeter contra ese dolor sin producir una serie de conflictos en la psiquis, dentro de uno mismo. Por el contrario, si uno pudiera empezar con los temores psíquicos, entonces acaso los físicos podrían comprenderse y tratarse con cordura.
Es obvio que para observar el temor, no puede haber escape alguno. Todos hemos cultivado medios de escape para eludir el miedo. El hecho de eludirlo no sirve más que para aumentarlo. También esto es muy sencillo. De modo que lo primero es ver que huir del temor es una forma de temor. Cuando lo evitamos, sencillamente le volvemos la espalda, pero siempre está ahí. Comprendan, pues, no de manera verbal ni intelectual - comprendan en realidad que no es posible eludirlo, está ahí, como una lengua ulcerada, como una herida; no podemos evitarlo. Está ahí. Este es un hecho. Entonces ustedes tienen que dar espacio al miedo para que florezca, como dejarían espacio para que floreciera la bondad. Tienen que dejar espacio para que el temor salga a la superficie. Entonces pueden observarlo.
Ya ustedes saben, si han plantado alguna vid de crecimiento rápido y están interesados en ella, que si vuelven a mirarla al terminar el día, se encuentran con que ya tiene dos hojas; está creciendo rápidamente. Del mismo modo, vea el temor y dele espacio para que quede expuesto a la luz. Esto significa que en realidad no teme mirarlo. Es como una persona que depende de otras porque tiene miedo a estar sola y al depender de otros, lleva a cabo una serie de acciones hipócritas. Dándose cuenta de las actividades de la hipocresía, dejándolas de lado, puede ver lo temerosa que se siente de estar sola; puede estar con ese temor, dejarlo que se mueva, que aumente, mirar su naturaleza, su estructura, su cualidad.
Cuando usted puede mirar el miedo sin eludirlo de ninguna manera, ese miedo tiene una cualidad distinta. (Espero que usted esté haciendo esto, que tome su particular temor, por mucho que lo haya alimentado, por mucho que lo haya evitado cuidadosamente, y que lo esté mirando ahora sin recurrir a ningún escape, sin juzgarlo, condenarlo, ni justificarlo). Luego surge la cuestión si es que uno llega tan lejos - sobre «quién» es el que está observando el temor. Tengo miedo de no importa lo que sea - la muerte, de perder mi empleo, de envejecer, miedo de una enfermedad; tiene uno miedo y no lo rehuye, ahí está. Lo miro, y para mirar cualquier cosa, tiene que haber espacio. Si estoy muy cerca de ella, no puedo verla. Y cuando miro el temor y le doy espacio y libertad para mantenerse vivo, ¿quién está entonces mirando el temor? ¿Quién es el que dice: «no he escapado del miedo, lo estoy mirando, no desde muy cerca, para que pueda desarrollarse, para que pueda vivir, y no lo estoy sofocando con mi ansiedad?» ¿Quién es entonces el que lo está mirando? ¿Quién es el «observador», siendo el temor la cosa observada?
El «observador» es, desde luego, la serie de hábitos, la tradición que «él» ha aceptado y dentro de la cual vive; «él» es la norma de conducta, la creencia o la inclinación a evitarla: el observador es eso, ¿no es así? Es la entidad cultivada, la mente cultivada, estilizada, sistematizada, que funciona en el hábito; es el «observador» el que está mirando el temor; por lo tanto, «él» no lo está mirando directamente, en absoluto. Lo mira con la cultura, con la ideología tradicional, de modo que hay conflicto entre «él» (con todo su trasfondo y condicionamiento), entre «él», la entidad, y la cosa observada: el temor. «Él» está mirándolo indirectamente, buscando razones para no aceptarlo, y hay así una constante batalla entre el observador y la cosa observada. Lo observado es el temor, y el «observador» lo mira con el pensamiento, que es la respuesta de la memoria, de la tradición, de la cultura.
Uno tiene entonces que comprender la naturaleza del pensamiento. (¿Podemos examinar esto? Miren, es una cosa muy sencilla; espero que yo no la esté haciendo complicada). No sé lo que va a pasar mañana. Podría perder el empleo, no sé, cualquier cosa puede pasar. Así que tengo miedo del mañana. Es el pensamiento lo que ha producido este miedo. Dice: «Podría perder mi puesto, mi esposa podría abandonarme, puede que esté solo, tal vez tenga aquél dolor que tuve ayer, etc.». El pensamiento, el pensar sobre el mañana y tener la incertidumbre del futuro crea temor. Esto está bastante claro, ¿no?
Si algo inmediato produce una sacudida, sin tiempo para que intervenga el pensamiento, no habrá temor. Es sólo cuando hay un intervalo entre el incidente y la reacción que el pensamiento puede intervenir y dice: «tengo miedo». Se tiene miedo a la muerte, ese miedo a la muerte es el hábito, la cultura en que nos hemos criado. Así, que por ejemplo, dice el pensamiento: «moriré algún día. ¡Por Dios! No pensemos en ello. Alejémoslo de la mente». Pero el pensamiento está atemorizado, ha creado una distancia entre sí mismo y ese día inevitable, por lo cual tiene miedo. De modo que para comprender el temor, uno tiene que penetrar en toda la estructura y naturaleza del pensamiento.
Ahora bien, resulta muy sencillo ver lo que es el pensamiento. El pensamiento es la respuesta de la memoria; experiencias a millares que han dejado un residuo, una huella en las mismas células cerebrales. Y el pensamiento es la respuesta de esas células. Es algo muy material. ¿Puedo yo entonces, puede el observador mirar el temor sin invocar o incitar el pensamiento con todo su trasfondo de cultura y de explicaciones? ¿Puedo yo mirar el miedo sin todo eso? ¿Habrá miedo entonces? (No sé si están siguiendo todo esto).
En primer lugar, uno está asustado, por que no ha observado el miedo, lo ha eludido a toda costa. El evitarlo sólo sirve para crear miedo, conflicto y lucha, lo que produce varias formas de acción neurótica, violencia, odio, dolor, etc. Ahora bien, cuando en la observación no interviene el pensamiento, uno tiene que ser muy sensible, tanto física como psicológicamente; pero esto es imposible cuando uno actúa dentro de los límites del pensamiento. Ir más allá del pensamiento, lo cual es lo «imposible» para la mayoría de nosotros, implica descubrir si es «posible» estar libre en absoluto del pensamiento.
¿Podemos seguir? ¿Nos estamos comunicando unos con otros? Lo siento. Si no podemos, es inútil.
La mayoría de nosotros somos muy insensibles físicamente porque comemos demasiado, fumamos, nos entregamos a varias formas de deleites sensuales no es que no debamos hacerlo - la mente se amodorra de esa manera y cuando la mente se embota, el cuerpo se embota aún más. Éste es el patrón en que hemos vivido. Ustedes ven lo difícil que es cambiar de régimen alimenticio, estamos acostumbrados a una dieta particular que satisface el gusto, y tenemos que repetirla continuamente; si no lo conseguimos, creemos que vamos a enfermar, nos asustamos, etc.
El hábito físico produce insensibilidad. Evidentemente un hábito de drogas, de bebidas alcohólicas, de fumar, cualquier hábito tiene que insensibilizar el cuerpo, y esto afecta la mente. La mente, que es en sí la percepción total, tiene que ver con mucha claridad, sin confusión, y en ella no debe haber conflictos de ninguna clase.
El conflicto no es sólo desperdicio de energía; además, embota la mente, la vuelve perezosa, pesada, estúpida. Una mente así, presa del hábito, es insensible. Por esta insensibilidad, por este embotamiento, no aceptará nada nuevo, porque tiene miedo a aceptar algo nuevo como una idea, una ideología o una nueva formula (sería el colmo de la estupidez, de la idiotez). Al darnos cuenta de cómo todo este proceso de vivir en el hábito produce la insensibilidad, incapacitando la mente para comprender, percibir y moverse con rapidez, empezamos a ver el temor como es realmente. Viendo que es producto del pensamiento, entonces nos preguntamos si podemos mirar cualquier cosa sin que funcione toda la maquinaria del pensamiento. No sé si usted ha mirado alguna vez una cosa sin poner a funcionar esa maquinaria. Ello no significa que soñemos despiertos, no quiere decir que usted se vuelva inseguro, que vague por ahí en una especie de sordo estupor; al contrario, implica ver toda la estructura del pensamiento el pensamiento mismo - que tiene cierto valor a determinado nivel, y ningún valor a otro nivel. Mirar el temor, mirar el árbol, mirar a su esposa o a sus amigos, mirar con ojos que el pensamiento no haya tocado en absoluto... Cuando usted haya logrado esto, dirá que el temor no tiene realidad alguna, que es producto del pensamiento y como todos los productos del pensamiento excepto los de la tecnología - carece de toda validez.
De modo que, mirando el temor y dejándolo en libertad, termina el temor. Uno espera ver la verdad, escuchando todo esto en esta mañana, escuchando, otorgando auténtica atención, no a las palabras o a los razonamientos, no a su secuencia lógica o ilógica, etc., sino escuchando efectivamente. Y si usted ve la verdad de esto, de lo que se está diciendo, al salir de este edificio, estará libre del temor.
Ya saben, este mundo está tiranizado por el miedo, y éste es uno de los más monstruosos problemas que tiene cada uno de nosotros. Miedo de ser descubierto, miedo de arriesgarse, miedo de que se repita lo que dijo usted hace años, y está usted nervioso y miente. Tiene que conocer la extraordinaria naturaleza del temor y saber que cuando vive uno en el temor, vive en tinieblas. ¡Es una cosa terrible! Lo percibe uno, pero no sabe qué hacer con él; con el miedo a la vida, el miedo a la muerte, el miedo a los sueños.
En cuanto a los sueños, uno siempre ha aceptado como normal que debe tener sueños, ha aceptado como hábito que uno tiene que soñar, que es inevitable; y ciertos psicólogos han dicho que si uno no sueña se volvería loco. Es decir, se afirma que lo imposible es no soñar nada. Y nunca se pregunta uno: «¿Por qué tengo que soñar? ¿Para qué soñar?» No se trata de qué son los sueños y cómo han de interpretarse, cosa que se vuelve muy complicada y que en realidad tiene muy poco sentido. Pero ¿puede uno descubrir si hay alguna posibilidad de no soñar, para que, cuando uno duerma lo haga plenamente, en completo descanso, para que a la mañana siguiente la mente despierte fresca, sin haber pasado por toda la batalla? Yo digo que es posible.
Como hemos dicho, encontramos lo posible sólo cuando vamos más allá de lo «imposible», ¿Por qué soñamos? Soñamos porque durante el día la mente consciente, la superficial, está ocupada por favor, no esta mas usando términos técnicos, sólo palabras ordinarias, ninguna jerga especial - la mente está ocupada durante el día en el empleo, en ir a la oficina, a la fábrica, en cocinar, lavar platos; ya saben, está ocupada superficialmente, y la capa más profunda de la conciencia está despierta, pero incapacitada para informar a la mente consciente, pues esta última está ocupada en cosas superficiales. Esto es sencillo.
Cuando usted duerme, la mente superficial está más o menos callada, pero no por completo. Tiene la preocupación de la oficina, de lo que usted le dijo a la esposa y el sermoneo de ésta ya sabe, los temores - pero se encuentra bastante callada. Sin embargo, dentro de esta relativa quietud, el inconsciente proyecta las insinuaciones de sus propias exigencias, de sus propios anhelos, de sus temores, los cuales son traducidos por la mente superficial en forma de sueños. ¿Ha experimentado usted con esto? Es bastante sencillo.
No es muy importante interpretar sueños o decir que usted tiene que soñar; pero, si puede, descubra usted si hay posibilidad de no soñar en absoluto. Sólo es posible siempre y cuando usted se dé cuenta durante el día de todo el movimiento del pensar, si percibe sus motivaciones, la forma cómo camina, cómo habla, lo que dice, por qué fuma, las implicaciones de su trabajo, si se da cuenta de la belleza de las colinas, de las nubes, de los árboles, del barro en el camino y la relación de usted con otra persona. Dese cuenta, sin ninguna elección, de modo que esté observando, observando, observando; y dese cuenta de que en eso hay también inatención. Si procede usted así durante todo el día, se le vuelve la mente extraordinariamente aguda, alerta, no sólo la superficial, sino la conciencia completa, el total de ella, porque no deja que escape ningún pensamiento secreto, no hay un rincón de la mente que no sea tocado, que no quede al descubierto. Y después, cuando se va en efecto a dormir, la mente está extraordinariamente tranquila, no sueña nada y prosigue una actividad muy distinta. La mente, que ha vivido con intensidad completa durante el día, ha despertado toda la cualidad de la conciencia porque se ha dado cuenta de sus palabras y al cometer un error, está consciente de ello, no dice: «no debo» o «tengo que combatirlo»; está con él, lo mira, se ha dado cuenta de él completamente. Cuando se va a dormir, ya ha desechado todas las viejas cosas de ayer.
El temor (¿No les estaré adormeciendo con mis palabras?), no es un problema insoluble. Cuando se comprende el temor, se comprenden también todos los problemas relacionados con ese temor. Cuando no hay miedo, hay libertad. Y cuando existe esta libertad interna, psicológica, total, y no hay dependencia alguna, entonces la mente no queda tocada por ningún hábito. ¿Sabe usted? El amor no es hábito, no puede cultivarse; los hábitos, sí pueden cultivarse, y para la mayoría de nosotros, el amor es algo que está muy lejos; nunca hemos conocido su cualidad, ni conocemos si quiera su naturaleza. Para dar con el amor, tiene que haber libertad. Cuando la mente está en completa calma, dentro de su propia libertad, entonces surge lo «imposible», que es el amor.
Jiddu Krishnamurti,
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