¡MARAVILLOSA Semana!!!
Creo que todo ser humano desea alguna experiencia trascendente, alguna emoción o un estado mental que no esté preso en la monotonía cotidiana, en la soledad y el fastidio de la vida. Todos queremos un objeto por qué vivir. Queremos dar un significado a la vida, porque la encontramos más bien aburrida, llena de turbulencia, y al parecer, sin sentido; por eso inventamos un propósito, una significación, llenamos la vida de palabras, de símbolos, de sombras. La mayoría de nosotros aceptamos involuntariamente una vida superficial, pero rodeándola de gran misterio.
Existe un misterio algo muy increíble - que no puede ser apresado por una creencia, por una experiencia ni por ningún anhelo. Hay un «misterio» en realidad no debería usar esa palabra - hay algo que no puede expresarse en palabras; no tiene nada que ver con el sentimiento, ni con una explosión emotiva y sólo puede advenir cuando no estamos presos en lo «conocido». Pero la mayoría de nosotros no sabemos siquiera lo que es «lo conocido» y así, sin comprender fundamentalmente nuestra naturaleza con sus crudos instintos animales, su violencia y agresividad, tratamos de alcanzar mentalmente o por algún proceso meditativo, una visión, un sentimiento de «algo diferente». Creo que esto es lo que muchos buscamos a tientas, no importa lo que seamos, comunistas o católicos o adeptos de alguna pequeña secta que tomamos como entretenimiento. Todos queremos algo que sea increíblemente bello, inviolable, que no se halle sujeto en la red del tiempo.
Estamos presos en lo «conocido»; y «lo conocido», el conocimiento de nosotros mismos, es muy difícil de comprender. ¡Es tan difícil mirarnos a nosotros mismos cara a cara, sin que medie ningún prejuicio, ninguna opinión, ningún juicio, simplemente mirarnos tal como somos! Hemos heredado del animal, del mono, todos los instintos y reacciones; hemos crecido con todas las tradiciones y culturas; esas son las cosas que no nos gusta mirar; esas cosas constituyen lo «conocido».
¡Si sólo pudiéramos mirar dentro de nosotros mismo! Muchos de nosotros, por desgracia, no parecemos dispuestos a hacerlo. Queremos hallar algo extraordinariamente bello, algo noble, pero sin querer admitir lo que es, lo real, conocido consciente o inconscientemente, aunque la mayoría de nosotros no lo sabemos. ¡Tenemos tanto miedo de ir más allá de esto «conocido»! Para ir más allá, tenemos que examinarlo, tenemos que estar en completa intimidad y familiarizarnos con ello, comprender su estructura y naturaleza. La mente no puede trascender los hechos de lo conocido si no los ha comprendido y vivido totalmente, por completo, en íntimo contacto con los movimientos del pensamiento y del sentimiento, con la brutalidad, con los instintos animales. Sólo entonces puede uno ir más allá y encontrar algo que puede llamarse la verdad, y una belleza que no está separada del amor; un estado, una dimensión diferente, donde hay un movimiento siempre nuevo, fresco, joven, decisivo.
¿Por qué estamos tan inclinados a aceptar? No importa lo que sea. ¿Por qué accedemos tan fácilmente y decimos que «sí» a las cosas? Seguir es una de nuestras tradiciones; como los animales en una manada, todos seguimos al líder, a los maestros y gurús, y por eso existe la «autoridad». Donde hay autoridad, evidentemente tiene que haber miedo. El miedo da cierto impulso y la energía para triunfar, para, lograr algo prometido, como la esperanza, la felicidad, etc. ¿Es posible, pues, no aceptar nunca, sino examinar, explorar?
Ya sabemos, cuando usted está sentado ahí, y el orador está arriba, en el estrado, una de las cosas más difíciles es no concederle cierta autoridad. De modo inevitable, esta relación (lo alto y lo bajo, físicamente hablando) produce cierto grado de aceptación; «Usted sabe, nosotros no sabemos»; «usted nos dice lo que hay que hacer, nosotros lo seguiremos, si podemos». Y esto, me parece, es la acción más destructiva que jamás pueda emprender una mente: seguir a cualquiera, imitar un patrón establecido por otro. Una fórmula impuesta por otro lleva inevitablemente al conflicto, a la desdicha, a estar psicológicamente amedrentado. Y así es como vivimos. Parte de esa armazón de autoridad se apoya en la aceptación de la forma en que vivimos y en el hecho de no poder trascenderla. Queremos que otro nos diga lo que debemos hacer.
Para examinarnos como somos realmente y esa realidad es en efecto más bien ilusoria - necesitamos humildad; no la severa humildad cultivada por un hombre vanidoso, no esa severidad del sacerdote o del disciplinante. Necesitamos humildad para mirar de otro modo. No somos humildes por naturaleza. Somos más bien arrogantes, creemos saber mucho. Cuanto más envejecemos, tanto más arrogantes llegamos a ser, más audaces. No hay humildad donde hay un juicio, una valoración, una hipótesis de lo que deberíamos ser, una ideología, una fórmula.
Uno de nuestros mayores problemas es el dolor. Hemos aceptado el dolor como una forma de vida lo mismo que hemos aceptado la guerra como una forma de vida guerra, no sólo en el campo de batalla, sino guerra dentro de nosotros mismos - la perpetua lucha, tanto interna como externa. Hemos aceptado el dolor como un modo de vivir, pero nunca nos hemos preguntado si es del todo posible terminar con él por completo.
Me pregunto por qué tenemos que sufrir. Sufrimos, tal vez, porque no estamos bien físicamente, sentimos mucho dolor y quizás sin remedio; o el dolor es tan agudo, tan penetrante, que nos quita toda razón. En eso hay gran dolor, como lo hay en todo caso de enfermedad, de incapacidad física, de envejecimiento físico acompañado de la pena y el miedo a la vejez. Luego están todo el dolor y la aflicción en el campo psicológico de la existencia; la pena que nos invade cuando no tenemos amor y queremos ser amados, cuando no hay caridad, cuando no podemos mirar lo que es con ojos inmaculados. Hay el dolor de la ignorancia no de los libros, ni de la técnica; las máquinas calculadoras están extraordinariamente bien informadas, pero son máquinas ignorantes - la ignorancia con respecto a la comprensión de uno mismo, de lo que uno es, en realidad. Esa ignorancia causa gran dolor, no sólo dentro de uno mismo, sino en toda la comunidad, en la raza, en los pueblos del mundo. Hay el dolor de aceptar el tiempo como medio de logro, de ganar alguna bendición en el futuro. Y hay, desde luego, el dolor de una vida que termina, de la muerte, la muerte de otro, la de uno mismo.
La pena del padecimiento físico, el dolor de no amar y las frustraciones de la autoexpresión, el dolor del mañana que nunca llega, el dolor de vivir en el mundo de lo conocido y de estar siempre atemorizado por lo desconocido - esa es la forma en que vivimos. Hemos aceptado tal manera de vivir, y esta aceptación misma crea una barrera para trascenderla. Sólo cuando la mente no acepta, si no cuando está siempre interrogando, dudando, inquiriendo, descubriendo, puede enfrentarse a, lo que en realidad «es», tanto externa como internamente. Quizás entonces pueda ir más allá de este perpetuo sufrimiento del hombre.
Exploremos, pues, juntos, y averigüemos si es posible acabar con el dolor, no verbalmente, intelectualmente o por medio de la razón. El pensamiento nunca puede terminar con el dolor; sólo puede engendrarlo. Pensar es invitar al dolor. El pensamiento, la capacidad intelectual de razonar, por muy cuerda que sea, no da fin al dolor; para lograr esto debemos tener una capacidad del todo distinta no cultivada en el tiempo - la capacidad para observar.
¿Por qué sufrimos? Primeramente, observemos el sufrimiento psicológico, el dolor, la soledad, la pena, la ansiedad, el miedo, los pasajeros entusiasmos que engendran sus propias dificultades. Si podemos comprender esos dolores psicológicos, entonces tal vez podamos tratar el dolor físico, la enfermedad del cuerpo y la vejez, en que hay incapacidad, decaimiento de la energía, falta de impulso, etc. Investigaremos primero el dolor psicológico y entonces, en el acto mismo de comprender éste, se comprenderá también el problema físico. ¿Que es el dolor? ¿Qué diría usted? Seguramente que usted ha tenido dolor, el dolor que se expresa en lágrimas, en una sensación de aislamiento, una sensación de estar fuera de toda relación humana, el dolor que implica mucha lástima de uno mismo. Si mira usted en su interior y hace esta pregunta: ¿qué es el dolor?, me gustaría saber cómo respondería. No estamos preguntando lo que es el dolor físico, sino qué es el sentimiento de aflicción, el sentimiento de extrema desdicha, de impotencia, de estar frente a una pared en blanco.
Yo me pregunto qué significará para usted el dolor. ¿O es que lo elude y nunca se pone en contacto con él de algún modo? Evitarlo es en sí otra forma de dolor, y eso es lo único que sabemos. Por ejemplo, consideremos la muerte, el morir. El mismo hecho de eludir esa palabra, de nunca prestarle atención, de nunca encararse con lo inevitable, el hecho mismo de eludirla es - ¿no es cierto? - una forma de dolor, una forma de miedo, que crea el dolor mismo. ¿Qué es, pues, el dolor? Por favor, no espere usted que le dé una explicación.
La mayoría de nosotros hemos sentido dolor de varias maneras. La urgencia de autoexpresión y la incapacidad para lograrla, engendra dolor. Querer ser famoso y no tener la capacidad de lograr fama, eso también trae dolor. El dolor de la soledad, la de no haber amado y de querer siempre que se nos ame; el dolor de abrigar una esperanza del futuro y de nunca tener la certeza de esa esperanza... ¡Por favor, mírelo usted mismo! No espere que el que habla le haga la descripción del dolor. La mayoría de nosotros sabemos lo que es el dolor: una emoción frustrada, soledad, aislamiento, una sensación de estar desgajados de todo, una sensación de vacío, la completa incapacidad para hacer frente a la vida y la lucha incesante: todo eso engendra dolor. Nos damos cuenta de ello y decimos. «El tiempo lo curará», «lo olvidaremos», «se producirá algún otro incidente que será más importante, una experiencia que será mucho más real». Y así estamos siempre huyendo del hecho real del dolor a través del tiempo. Es decir, uno vive recordando los agradables días que ha tenido en el pasado, trayendo a la memoria placenteras experiencias: uno vive con eso, que es vivir en el tiempo. Y también vivimos en el porvenir; eludimos el dolor que está ahí, en la realidad y vivimos con alguna futura ideología, una futura esperanza, una creencia.
Nunca hemos podido escapar de este ciclo, nunca hemos podido terminarlo y abrirnos camino a través de él; al contrario, todo el mundo occidental rinde culto al dolor. Entre en cualquier iglesia y verá adorar el dolor. En Oriente lo explican mediante varias palabras sánscritas que, realmente, no tienen ningún sentido, como la ley de causa y efecto, por la cual uno sufre, y así sucesivamente. Cuando uno se da cuenta de todo esto, cuando lo ve con mucha claridad, cómo es en efecto, cuando lo palpa y lo prueba, entonces uno mismo se pregunta si es posible trascender todo ello. Y ¿cómo va usted a trascenderlo?, Esta es en realidad una pregunta muy importante que cada uno de nosotros tiene que contestarse a sí mismo.
Mire, cuando usted ve por primera vez esas montañas, distantes, majestuosas, elevadas por completo sobre toda la fealdad de la vida; la belleza del entorno y la luz de la puesta del sol sobre ellas, entonces su misma magnificencia tiende a silenciar la mente. El efecto de esto lo deja atónito. Y el silencio que producen esas colinas, montañas y verdes valles es completamente artificial. Sucede como en el caso de un niño con un juguete. El juguete absorbe el interés del niño, y cuando ha jugado bastante con él y lo ha roto, pierde interés por el mismo. Entonces se vuelve vagabundo, travieso. Del mismo modo somos despertados por algo grande, por algún gran reto, una gran crisis, que nos silencia de repente, pero entonces salimos de ese silencio que puede durar pocos minutos o pocos días - y volvemos otra vez al mismo estado.
He ahí este enorme hecho del dolor que el hombre nunca ha podido trascender; puede escapar por medio de la bebida, por medio de todas las diversas formas de evasión, pero eso no es trascenderlo, eso es eludirlo. Bueno, ahí está el hecho real como el hecho de la muerte o el del tiempo. ¿Puede usted mirarlo en completo silencio? ¿Puede mirar su propio dolor en completo silencio? No de manera que la cosa sea tan grande, de tal magnitud, de tal complejidad, que lo aquiete a la fuerza, sino de otra manera: ¿Puede usted mirarlo, aún conociendo su magnitud, sabiendo cuán extraordinariamente complejos son la vida, el vivir, y la muerte? ¿Puede mirar esto con toda objetividad y en silencio? Creo que ésta es la salida. Uso la palabra «creo» en forma vacilante, pero en realidad esa es la única salida.
Si la mente no está en silencio, quieta, ¿cómo puede comprender algo? ¿Cómo puede captar, mirar, estar en completa intimidad y familiarizada con la muerte, con el tiempo o con el dolor? Y, ¿qué es eso que dice: «estoy apenado», «soy desdichado», «he pasado días en conflicto, en sufrimiento, en completa desesperación»? ¿Qué es esa cosa que sigue repitiendo: «no puedo dormir», «no me he sentido bien», «soy esto, soy aquello», «soy infeliz», «usted no me ha mirado», «usted no me ha amado»? ¿Qué es esa cosa que sigue hablándose a sí misma? Seguramente, es el pensamiento.
Volvemos a esta cosa primaria, el pensamiento, que ha buscado el placer y que se ha visto frustrado, que se queja diciendo: «He perdido a alguien a quien amaba y me siento solo, desgraciado, lleno de pena», y esto implica tener lástima de sí mismo, compadecerse de sí mismo. Es también el pensamiento, recordando la compañía de que disfrutó, los placenteros días pasados, tras los cuales se ocultaban la soledad, el vacío interior, y el pensamiento empieza a quejarse. «Soy desgraciado». Tal es la naturaleza misma del sentimiento de la propia lástima.
¿Puede, por lo tanto, mirarse usted usted que es la totalidad de esta compleja entidad: el pensamiento - con lástima de sí mismo, con su dolor, con sus ansiedades, sus temores, su agresividad, su brutalidad, sus exigencias sexuales, sus impulsos; puede usted mirarse por completo en silencio? Y, cuando se haya mirado así, entonces podrá quizás preguntar: «¿qué es la muerte?».
(Se oye en lo alto el ruido de un avión). ¿Escucharon ustedes el sonido maravilloso que produjo el paso del avión, el estruendo del mismo? ¿Puede uno escuchar con esa misma beatitud de silencio el ruido total de la vida? Si uno puede observar, escuchar, entonces puede honradamente preguntarse: ¿Qué es la muerte? ¿Qué significa morir? Esta no es sólo una pregunta para los viejos, sino para todo ser humano, como cuando uno pregunta: ¿qué es el amor?, ¿que es el placer? ¿qué es la belleza? ¿Cuál es la naturaleza de la verdadera relación humana en la cual no hay interferencia de imágenes? Así también tiene uno que hacer esta pregunta fundamental como la del amor o la de la belleza: ¿Qué es la muerte? No nos abrevemos a formularla, probablemente por estar algo atemorizados. Uno puede decirse: «Me gustaría experimentar ese estado de ir muriendo, ser consciente en realidad mientras uno muere, y así toma drogas a fin de mantenerse despierto, para observar el momento mismo en que el aliento cesa, porque uno quiere experimentar ese momento extraordinario en que la Vida deja de ser».
¿Qué es, pues la muerte, qué es el morir, llegar al final? No «qué es lo que pasa después», cosa que no viene al caso. Para esto usted puede inventar muchas teorías, creencias, esperanzas, fórmulas. Morir, no de vejez o enfermedad, como cuando todo el organismo se deteriora y uno se escapa. No en ese último momento, sino morir en efecto, cuando uno está vivo, lleno de vitalidad, de energía, de intensidad, con capacidad para explorar. Así, pues, ¿qué es «morir»? no mañana, sino hoy. ¡Morir para descubrir! Ésta no es una pregunta morbosa.
¿No quiere usted saber, profundamente, usted mismo, con todos sus nervios, su cerebro, con todo lo que posea, no quiere saber lo que significa amar? ¿No quiere saber lo que eso significa, tener esa extraordinaria bendición y saber con la misma avidez, con la misma vitalidad, lo que la muerte es? ¿Cómo va a descubrirlo? Morir implica conocer la cualidad de la inocencia. Más nosotros no somos personas inocentes, hemos tenido miles de experiencias, un millar de años; todo está ahí, en las células cerebrales mismas. El tiempo ha cultivado la agresión, la brutalidad, la violencia, el sentimiento de dominación y... ¡Oh! ¡tantas experiencias! Nuestras mentes no son inocentes, claras, frescas, jóvenes; han sido manchadas, torturadas, distorsionadas.
Para preguntar qué es la inocencia uno tiene que vivirla y saber lo que es la muerte. De seguro, sólo cuando uno muere para todo lo que conoce, psicológicamente, internamente, cuando muere para su pasado, muere con naturalidad, libre y felizmente; sólo en esa muerte hay inocencia, hay una renovación, hay ojos inmaculados. ¿Puede uno llegar a eso? ¿Puede uno desechar con facilidad, sin esfuerzo, las cosas a que se ha aferrado? Los recuerdos agradables y los desagradables, el sentido de «mi familia», «mis hijos», «mi Dios», «mi marido», «mi esposa», y toda la actividad egocéntrica que sigue y prosigue... ¿Puede uno desechar todo eso? Voluntariamente, no por compulsión, por miedo, por necesidad, sino con el reposo que adviene cuando uno observa el problema del vivir un vivir lleno de contiendas, un campo de batalla. Poner fin a ese problema, salir de él, «estar fuera» de todo lo relacionado con esa forma de vida... ¿Puede uno hacerlo?
Escuche, por favor, la pregunta: ¿Puede uno hacerlo? Usted puede decir: «No, no puedo, no es posible». Cuando afirma que no es posible, lo que quiere decir es que sólo será posible si sabe lo que pasará cuando termine todo eso. Esto es, usted renunciará a una cosa cuando esté seguro de otra. Dice que no es posible, solamente porque no sabe qué es lo «imposible». Y para averiguarlo hay que darse cuenta tanto de lo posible como de lo «imposible», e ir más allá. Entonces usted mismo verá que todo lo que ha acumulado psicológicamente puede desecharlo con mucha facilidad; sólo entonces sabrá usted qué es vivir.
Vivir es morir, morir todos los días para todas las cosas con que ha luchado y las que ha acumulado para la propia importancia, por lástima de sí mismo, para el dolor, el placer y la agonía de este hecho que se llama vivir. Eso es lo único que conocemos y para verlo todo, la mente tiene que estar extraordinariamente callada. En ver precisamente la estructura completa consiste la disciplina; este mismo «ver» nos disciplina. Y entonces tal vez sabremos lo que significa morir; sabremos lo que significa vivir, no esta vida torturada, sino una vida enteramente distinta, una vida que ha nacido de una profunda revolución psicológica, que no implica desviarse de la vida.
Quisiera hablar la próxima vez, si se me permite, de una cosa que es en realidad tan importante como el amor, la belleza del amor y el significado de la muerte: la meditación. Lo que deberíamos hacer, si es posible, es investigar esta cuestión de cómo podemos vivir en forma del todo distinta, de cómo producir esta inmensa revolución psicológica, para que no haya agresión, sino inteligencia. La inteligencia puede estar por encima, tanto de la agresión como de la no agresión, porque comprende el camino de la agresión y de la violencia. Una revolución así crea una vida de la más alta sensibilidad y, por lo tanto, de la más alta inteligencia. Creo que éste es el único problema: cómo vivir una vida de bienaventuranza, de gran intensidad, para que, conociendo la naturaleza misma y la estructura del propio ser que está arraigado en el animal, en el mono uno lo trascienda.
Jiddu Krishnamurti
libro La Libertad Interior, Saanen 1968.
Jiddu Krishnamurti en español.
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