-Señora, ¿podría soltarme? ¡Me bajo aquí!
Cuando todo comienza a desmoronarse, llevamos nuestro paquete de plátanos como podemos, agarrándonos a falsos sentimientos. Creemos evolucionar, pero de hecho nos estancamos en amores románticos o en pasiones. Nos decimos que la solución para nuestra vida es encontrar una pareja. Al encontrarla, en lugar de considerado el comienzo de un trabajo espiritual, nos quedamos aprisionados en la vida cotidiana sin damos cuenta de que eso tan sólo es algo que se aproxima a lo que nosotros queremos.
Entramos en una tienda con ganas de compramos un jersey morado. La vendedora nos ofrece uno diciendo:
-¡Aquí tiene, un jersey morado!
Le respondemos:
- No, éste es azul...
Ella insiste:
-¡Es casi morado! ¡Pero, fíjese, este de color amarillo le sienta estupendamente! ¡Quédeselo!
¡Para el frío, un jersey morado o amarillo viene a ser lo mismo!
Queríamos una cosa y nos vamos con otra, algo que se le parece pero que no es la cosa. Veamos esto en nuestra realidad: ¿vivimos la cosa o algo que se le parece? El trabajo que hacemos, las relaciones sentimentales y sexuales que mantenemos, la familia que hemos formado, el territorio que habitamos, la ropa que llevamos puesta, los muebles, el coche, las actividades sociales, etc., se corresponden realmente con lo que queremos? ¿Comemos el pastel que nos apetecía u otro que se le parece? Aunque estuviéramos a menos de diez milímetros del centro, aún no estaríamos en el centro. Vamos por un camino que no nos corresponde, alejándonos de la felicidad.
Un cazador pretende pasar por experto en leones. Un día, lleva a un amigo al desierto para iniciarlo. De repente, detrás de una duna, los dos hombres descubren las huellas de un ejemplar. El especialista le dice entonces a su amigo:
-¡He aquí una oportunidad única! Tú seguirás las huellas de la derecha para saber a dónde va el león, y yo voy a seguir las huellas de la izquierda para saber de dónde viene.
El león puede simbolizar algo a descubrir en lo que estamos viviendo. Nos decimos para nuestro fuero interno: «No me siento bien, quiero saber lo que me pasa». Lo que me pasa sería el león: un trabajo que nos deprime, un hijo que se droga, una pareja que no funciona, una decepción política, una hermana enferma que nos roba la atención de nuestros padres, etc. Pero cuando comenzamos a acercarnos al corazón del problema, nos echamos atrás diciendo: «A decir verdad, ¡no quiero ver el león! Está bien que los otros intenten solucionar sus problemas, pero yo no quiero intentar solucionar los míos porque eso me va a hacer daño...». ¿Cómo enfrentar el sufrimiento? El cerebro siempre elige, entre dos dolores, el menor. Reconocer que sus padres no lo aman es el mayor sufrimiento para un niño. Antes que aceptar esto prefiere crearse una grave enfermedad. Pero padecer sufrimientos que son aproximaciones no resuelve nada. La persona que quiere sanar debe heroicamente descender hasta el fondo de la herida, aceptar el desamor del objeto de sus deseos y, soportando el impacto, descubriendo el amor por sí mismo, es decir el amor que el Yo esencial recibe del cosmos, efectuar el duelo. «Lo que no obtuve en la infancia no lo obtendré nunca. Dejo de pedirlo. Me desprendo del deseo. Construyo una nueva vida sobre bases que no son peticiones imposibles.»
Dos monjes rezan cada día una gran cantidad de horas. Uno le dice al otro:
-A pesar de que ambos rezamos con igual fervor, yo siempre estoy de mal humor y, en cambio, tú no paras de estar alegre. ¿Por qué?
-Lo que pasa -le contesta su compañero- es que tú siempre rezas para pedir, en cambio yo sólo rezo para agradecer.
Vivir una aproximación es vivir una mentira. En un antiguo libro árabe titulado El libro de las astucias se cuenta lo siguiente:
Un hombre muy religioso, a quien el Corán prohíbe mentir, está sentado en una piedra al borde de un camino. Pasa corriendo por allí un amigo suyo, con una gallina en los brazos, que le grita sin detenerse:
«¡La robé! ¡Los guardias me persiguen! ¡Por favor, no les digas que me viste!».
Desaparece. El religioso, unos minutos antes de que lleguen los guardias, se cambia de lugar y se sienta al otro lado del camino. Cuando éstos llegan y le preguntan
«¿Ha visto pasar a un ladrón?», él responde, señalando su nuevo emplazamiento:
«Desde que estoy sentado aquí, no ha pasado nadie».
El religioso está satisfecho, convencido de que no ha desobedecido al libro santo. Esta historia nos invita a preguntamos: ¿cuántas mentiras nos decimos a nosotros mismos, trucos que inventamos para no encarar nuestra verdad? ¿Ante quién nos mostramos tal como somos?
Un joven médico, recién salido de la facultad de Medicina, abre un consultorio y espera sus primeros clientes. Al cabo de unos días llega por fin un hombre. Queriendo impresionarle, el joven médico lleva a su visitante a la sala de espera; luego, dejando la puerta abierta para que él le oiga, marca el número de teléfono del hospital y mantiene una conversación muy animada con un interno. Marca a continuación un segundo número, el de un laboratorio de análisis, y habla largo rato con un empleado. Luego llama a un colega. Tras haber colgado por fin, va a reunirse con su paciente que está confortablemente instalado en la sala de espera y le pregunta:
-¿Cuál es la razón de su visita?
-Oh... yo... verá... -responde el hombre-, soy precisamente el técnico de Telefónica y he venido a instalarle la línea del teléfono.
Si el joven médico, en lugar de querer aparentar lo que no es (un profesional consagrado), hubiera dicho al hombre cuando llegó «¡Qué maravilla, es usted mi primer cliente!", este encuentro habría tenido lugar en su verdad. Pero el doctor quería vivir la verdad de otros, no la suya. Por esta razón el encuentro fracasó... Si suponemos ahora que somos a la vez el médico y el posible paciente, es decir el Yo auténtico y el Yo impuesto, en nuestro fuero interno sabemos que nos estamos contando mentiras. Pero como nos han educado haciéndonos creer que lo normal es ser «como todo el mundo», identificándonos con un solo idioma, imponiéndonos etiquetas, banderas, religiones, modas, ideas políticas o conductas estereotipadas, nos sentimos culpables por ser distintos. Nos engañamos a nosotros mismos sintiendo que tenemos un enemigo dentro. Lo auténtico de nosotros nos parece enfermedad, y los valores admitidos y admirados en los demás nos resultan más deseables de obtener que los nuestros. Nos despreciamos, comparándonos con quienes tienen poder o reciben reconocimiento. Lo que hacemos no lo hacemos por el placer de crear sino para obtener beneficios, que a la larga acaban privándonos del goce de vivir...
En vista de que, cada miércoles, la sala de karate donde daba mis conferencias se llenaba de público, muchas personas trataron de alquilarla a un precio más alto para utilizarla el mismo día y a la misma hora, pensando que al ocupar mi puesto obtendrían la misma cantidad de público. Para las machis, o curanderas mapuches, todas las enfermedades que padecemos son producto de la envidia. Si por celos deseamos lo ajeno o comenzamos a imitar a alguien, nos ponemos a competir; pero, aunque obtengamos el éxito social, habremos anulado nuestro verdadero ser.
El joven Isaac regresa contentísimo a casa. Va a toda prisa al encuentro de su padre y le anuncia triunfante:
-Papá, ¿sabes que esta tarde, al volver del colegio, me he ganado dos euros?
-¿Ah, sí? ¿Y cómo lo has hecho?
-¡En vez de coger el autobús he corrido detrás de él hasta el final! -¡Has hecho una tontería, hijo mío! Si hubieras corrido detrás de un taxi, habrías ganado diez veces más...
No
s hacemos ilusiones y creemos que persiguiéndolas ganaremos mucho. Sin embargo, por no hacer frente a nuestros problemas funda-mentales, no nos realizamos en absoluto. En la naturaleza existen seis maneras princi-pales de sobrevivir, que pode-mos aplicar a las conductas del ilusorio Yo personal en su afán de negar al Yo superior y al Yo esencial, tratando de dirigir él solo nuestra vida:
La primera consiste en multiplicarse enormemente. Algunos peces se reproducen por millones, de tal modo que, aunque mueran legiones, siempre queda un buen número de ellos.
La segunda manera de sobrevivir es adaptarse a cualquier circunstancia. Por ejemplo, pasado algún tiempo, ciertos insectos se adaptan al DDT, lo asimilan, se relamen en él.
La tercera consiste en camuflarse. El animal se disfraza con las características de su medio
ambiente, se hace pasar por una hoja de árbol, desarrolla una piel con manchas blancas y negras para desaparecer entre las luces y sombras de la vegetación, etc.
La cuarta es agredir. Venenos, colmillos, espinas, gruñidos, alaridos, pestilencias, garras: un conjunto de elementos creados con el exclusivo fin de disuadir de ser atacado.
La quinta es huir. Se abandona el alimento, el territorio, cualquier posesión confiando en la velocidad de las patas o de las alas.
La sexta consiste en aislarse, enquistarse. La vida se encierra al máximo en sí misma. Es
posible hallar organismos incluso en las centrales nucleares. Están tan replegados y defendidos que logran subsistir en ese medio.
Para sobrevivir, el Yo personal, limitado, utiliza estos mismos seis principios. Desarrolla una tendencia a multiplicarse desmesuradamente. Ciertas personas tienen un Yo personal que se agranda sin cesar, convirtiendo a cada persona, célebre, familiar, muerta o viva, en espejo de sí misma. Un gurú hindú hizo a sus miles de seguidores que llevaran colgado un retrato de él en el cuello.
El Yo personal también se adapta muy bien a todo. Por ejemplo, en una pareja, milímetro a milímetro, los dos miembros pasan por todas las fases. Primero se complacen en la seducción, son perfectos el uno para el otro; un tiempo después se increpan de vez en cuando; más tarde se han habituado tanto a ello que viven insultándose. Acaban protagonizando situaciones familiares espantosas pero, habiéndose adaptado a ellas, las experimentan a diario sin que les causen el menor asombro.
O bien se camufla. Para vivir tranquilo dentro de sus límites, el individuo sigue modas, milita en partidos políticos de la mayoría, lucha por ser «igual a todo el mundo», huye como de la peste de cualquier cosa que lo diferencie del rebaño. Puede agredir. Se convierte en un crítico feroz, demoliendo cualquier intento de quien desee sobrepasar su exigua visión de sí y del mundo. Cada palabra que emplea es destructora, odia a la humanidad.
Y también puede huir. Ante un problema difícil, que le va a exigir cambiar de hábitos, de prejuicios o abrir su corazón, elegirá encerrarse en casa, descolgar el teléfono, viajar a otra región, no contestar los mensajes, perder la memoria o hacer como los políticos: ante una pregunta directa, responder con evasivas.
En fin, se enquista. Durante años y años, sigue exactamente igual. Sus pensamientos, sentimientos, deseos, actividades, su carácter no evolucionan. Esta manera de sobrevivir es la más terrible de todas.
A veces pasamos años sin ver a alguien que formó parte de nuestra vida. Durante ese período hemos cambiado, nuestra vida se ha vuelto diferente, las heridas emocionales han cicatrizado, las ideas locas y estancadas han sido reemplazadas por conceptos fluidos, hemos aprendido a desear lo que es posible proponiéndonos para ello, como guía, metas sublimes. Lo que fuimos antes ha sido la semilla del ser desarrollado que hoy somos... Cuando nos encontramos de nuevo con esa persona que conocimos en el pasado, vemos que sigue manteniendo la misma actitud de entonces. Y lo peor es que insiste en vernos tal como éramos antes. No nos perdona el haber cambiado. Para ella el mundo debe ser lo que fue hace diez o más años. Se puede decir que es una persona muerta en un cuerpo vivo.
Una mujer se dispone a atravesar un puente. En el peaje, le entrega un euro al empleado. Éste le dice: .
-Está en un error. Atravesar el puente cuesta dos euros.
-No se preocupe, en medio del puente voy a arrojarme al agua...
Ciertos individuos dicen: «Trabajando con venerables maestros, haciendo esto y lo otro, he conseguido progresar en tal o cual terreno. Incluso he logrado crear un hogar, tener hijos... Sin embargo, no soy feliz. He tenido éxito en todo lo exterior, pero interiormente estoy desesperado».
Se les puede comparar con la mujer del puente. Cuando llegan a la mitad, quieren saltar para no pagar el precio. Avanzan hasta cierto punto y luego se dicen:
«Todo lo que he conseguido es exterior».
Sin embargo la realidad exterior es también interior. Cuanto sucede en el mundo, y cuanto hacemos en él, actúa sobre nuestro Cuerpo, nuestra Alma y nuestro Espíritu. Todo lo que damos nos lo damos. Todo lo que no damos nos lo quitamos.
En principio buscamos la felicidad. Pero la felicidad no es algo que debamos conquistar. Es una situación, un estado, una sensación que nos penetrará poco a poco sin que la busquemos, como el fruto precioso de experiencias positivas.
Hasta la mitad del puente, la persona ha comenzado a ordenar las cosas que cree que están en el exterior, y si paga el precio, es decir si continúa atravesando el puente, viviendo su vida no sólo como una aproximación, todo cuanto ha construido alrededor de ella comenzará a revertir y a proporcionarle la realización interior. Pagar el precio significa demoler los límites del Yo personal, cortar los lazos con el pasado, decir a las ideas locas «esto no soy yo», cortar también los sentimientos vampíricos, los deseos inculcados o las acciones destructivas. Si no lo hacemos, estaremos todo el tiempo saltando al llegar a la mitad del puente, creyendo que una aproximación es la única meta posible. ¡Vamos!, entreguemos los dos euros y atravesemos el puente. ¡No nos quedemos en la mitad, auto destruyéndonos! ¡No abandonemos la lucha sólo porque hay que hacer un esfuerzo más! El suelo en el que caemos es el mismo que nos ayuda a levantamos.
Un joven matrimonio se instala en un piso nuevo. Como quieren empapelar el comedor, suben a ver al vecino de arriba, que tiene un piso de las mismas dimensiones.
-Vecino, queremos empapelar nuestro comedor. Tú que ya lo has hecho, ¿cuántos rollos compraste?
-Siete -responde el vecino, amablemente.
Con esta información, los recién casados compran unos rollos de la mejor calidad, muy caros, y empapelan las paredes. Una vez empleados cuatro rollos, la sala está totalmente cubierta. Furiosos por haber gastado tanto dinero inútilmente, suben a ver al vecino para pedirle explicaciones:
-¡Hemos seguido tu consejo, en lo que se refiere al papel pintado, pero no comprendemos por qué nos han sobrado tres rollos!
- Y el vecino responde asombrado:
-¡Ah! ¿A vosotros también?
No todos somos idénticos. La experiencia de otro no es la nuestra. La solución al problema de otro es suya, y puede muy bien no convenirnos. Por supuesto que podemos aprender de lo que nos dice el vecino. Pero una verdad que es sólo palabras no nos aporta la necesaria experiencia. Nunca hay que creer al cien por cien lo que oímos. No porque la persona quiera o pueda engañamos, sino porque nosotros no somos esa persona.
Una mujer encinta, a punto de parir, pregunta a su madre qué ha de hacer.
-Hija mía, dicen que no hay que contraerse demasiado, pero yo contraje el abdomen y me fue muy bien. Hazlo exactamente como yo y todo irá estupendamente.
La hija siguió el consejo de su madre, pero no le funcionó. Fue un desastre. Lo que sirvió a la madre no tiene por qué ser lo más adecuado para la hija. Es preciso comprender que nadie, aparte de ella misma, puede saber cómo traer a su hijo al mundo. Es justo tratar de transmitirle una experiencia: «Yo lo hice así, y me fue de tal forma». Pero es erróneo afirmar: «Como esto me fue bien a mí, hazlo tú también y te irá igual».
En mi obra de teatro Zaratustra, un discípulo impaciente (A) interroga a su maestro (Z):
A. Me han dicho que sabes luchar. Enséñame.
Z. Bien. Éstas son las cuatro llaves fundamentales. Una, dos, tres y cuatro.
A. Una, dos, tres y cuatro. ¡He aprendido a luchar! ¡Domino las cuatro llaves! Ya sé tanto como tú. ¡Y soy más joven! Voy a combatir contra ti y te ganaré.
A. (Atacando.) Una, dos, tres, cuatro.
Z. (Lanzándolo al suelo.) ¡Y cinco!
A. ¡Trampa! Me dijiste que sólo había cuatro llaves y sabías otra. ¿Por qué no me la enseñaste?
Z. La quinta me pertenece; es intransmisible, depende de la forma de mi cuerpo y de la consistencia de mi carne. Si quieres ser buen luchador, encuentra la última llave, la que sólo a ti te pertenece, la que nadie más te puede enseñar.
Buscar la Verdad es ir de aproximación en aproximación. Para llegar al centro, al Dios interior, hay que seguir la vía de la autenticidad.
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