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domingo, 26 de noviembre de 2017

La doma del elefante (1ra parte)

¡MARAVILLOSA Semana!!!

En la antigua China, al Ego (es decir, un Yo personal dividido en cuatro partes competidoras que no han logrado la unidad con el Yo superior) lo llamaban el elefante perfumado. Un paquidermo tan fragante sólo podían lucirlo grandes mandatarios y monjes iluminados. El resto poseía un elefante hediondo.

El elefante perfumado es progresivo, el hediondo es regresivo. Este último se desprecia, padece toda clase de enfermedades, no puede concentrarse, no deja de criticarse a sí mismo, se detesta. Y este odio lo proyecta sobre los demás. A veces, ocultando su hedor, simula ser adulto, se hace cada vez más poderoso, cada vez más célebre, tiene cada vez más empleados, más dinero, más éxito social, envenena cada vez más al mundo con sus industrias, parece sentirse cada día mejor... pero, en su interior, no soporta su fetidez.

El Yo esencial colectivo, siguiendo una tradición milenaria, ha inventado chistes sobre elefantes. He aquí tres:

1. Es fácil acusar a alguien de mentiroso, pero ¿cómo estar seguro? Por ejemplo, si usted me señala su buzón asegurándome que está vacío, y yo decido abrirlo y dentro encuentro un elefante, dígame: ¿quién ha mentido, usted o yo?

2. Un célebre explorador ha sido capturado por una tribu de salvajes que lo condena a que un elefante le aplaste la cabeza. Lo amarran y lo tienden en el suelo. Se acerca un enorme elefante blanco
que levanta su gruesa pata sobre el pobre explorador. Justo en ese momento, la mirada del paquidermo y la mirada del hombre se cruzan. El explorador retiene una exclamación de alegría. Recuerda: «Hace diez años, al pie del Kilimanjaro, socorrí a un elefante blanco alcanzado por una flecha. La bestia se me acercó, casi agonizante. Le extraje la flecha, le desinfecté la herida durante varios días, y finalmente le salvé la vida. ¡Qué maravillosa coincidencia encontrarlo ahora! Los elefantes tienen una memoria prodigiosa: este buen animal, agradecido, me va a salvar la vida. ¡Dios mío, qué rescate inesperado!». Entonces el elefante blanco levanta la pata, la baja y le revienta la cabeza. ¡No era el mismo elefante blanco! 

3. Un director de circo, durante una función que dan en una pequeña ciudad, ofrece un enorme premio al espectador que sea capaz de hacer aullar a su elefante. Pero nadie cree lograrlo, excepto un enano que baja a la pista y dice muy presumido:
-¡Yo sé cómo hacerlo!
Lo encierran solo con el elefante y al cabo de cinco minutos se oyen berridos espantosos. El
enano cobra su dinero y se va sin dejar su dirección. Tiempo después el circo vuelve a la pequeña ciudad y esta vez el director propone un premio diez veces más alto por una proeza aún más difícil: ¡hacer que el elefante hable delante del público! Por supuesto, nadie se atreve a aceptar el desafío. Entonces, baja el enano a la pista; mira despectivamente a todos y pide que el elefante se arrodille. Luego se acerca a la bestia y le murmura algo al oído. El elefante grita con inmenso pavor:
-¡No, por favor! ¡Nunca más!
El público, entusiasmado, aplaude al enano, excepto el director del circo, que se le acerca
pasmado:
-¿Cómo has podido? ¿Qué le has dicho?
-Bueno -responde muy tranquilo el enano-, sólo le pregunté
«¿Quieres que te vuelva a hacer lo que te hice la última vez?».

En cierta manera, en el primer chiste, quien afirma haber encontrado un elefante en el buzón está diciendo la verdad. Un gran porcentaje de gurús, bajo una aparentemente santa y humilde disposición al intercambio espiritual, ocultan unos monumentales egos. Muchos empresarios, políticos y celebridades, a pesar de declararse, y publicitarse, defensores de causas que protegen a los necesitados, albergan un pestilente elefante en su buzón.

En el segundo chiste, podríamos argüir que el elefante blanco es en realidad el mismo que el del pasado, pero ahora que no necesita nada del explorador muestra su verdadera personalidad. Así es el Ego hediondo: mientras está pidiendo, es dependiente, se hace el humilde, el agradecido, pero muy en el fondo odia a quien le da porque se siente humillado. Cuando llega su momento de poder, abusa, se otorga importancia, se precia de su ingratitud llamándola astucia, considera que la afrenta que le hicieron por darle lo que ahora llama «limosna» debe ser vengada. Las personas que no han desarrollado su Yo superior ni su Yo esencial no son de fiar. En su interior luchan innumerables mezclas de egos tratando de obtener el mando. Al que lo logra, muy pronto otro ego lo destrona. Es así como el elefante blanco de hoy, mañana puede conducirse de forma totalmente diferente. No hay continuidad en sus acciones.

En el tercer chiste asistimos a una misteriosa doma: el enano domina, por medio del terror, al elefante... El pequeño hombre, si se quiere dar una interpretación profunda al cuentecillo, representa la voluntad del Yo superior, al servicio del Yo esencial, actuando con autoridad sobre el Yo personal. Hace algunos años, cuando yo filmaba en India Tusk, sobre la vida de un elefante en cautividad, asistí a una penosa escena. Un paquidermo había destrozado, por accidente o por rabia, un decorado. Su cornaca (domador), un hombre pequeño y muy delgado, con una autoridad cruel que me asqueó, empleando su gancho de acero comenzó a golpear al animal hasta ensangrentado. La bestia, enorme, en lugar de aplastado, se encogía, berreaba, orinaba, defecaba, como un niño. Quise impedir que lo siguiera castigando, pero el oficial encargado del equipo me detuvo. «No intervenga. Ese hombre sabe lo que hace. Se detendrá cuando esté seguro de que el elefante ha comprendido. Si no es así, la próxima vez el animal no destruirá un decorado sino que comenzará a matar gente.» En ese momento sentí mi Yo personal como un elefante indisciplinado y me di cuenta de cuán indulgente había sido: le toleraba sus contradicciones, sus ambiciones desmedidas, sus múltiples temores. Supe que de ahí en adelante, para lograr una perfecta unidad en mis actos, debía comportarme como ese cornaca, rechazando con severa voluntad todo aquello que me alejara de mi verdad esencial.

Pasé varios meses trabajando en el reducto de una manada de paquidermos. Viendo la manera en que los cornacas los domaban, aprendí muchas cosas útiles para educar a mis egos regresivos.

En primer lugar, para poseer un elefante es preciso capturarlo. Sucede lo mismo con el Yo personal: para trabajar sobre él hay que decidirse a cazarlo, porque se comporta como un animal esquivo, se defiende, miente, lucha por no cambiar y, si tratan de domarlo, cree perder su identidad y escapa a todo intento de transformación... Para cautivar a un elefante los hindúes cavan un gran hoyo en el suelo, en seguida colocan hojas de árbol y hembras cerca de la trampa. Atraído por el sexo y el alimento, el elefante salvaje cae dentro de ella.

En el arcano XX (El Juicio) del Tarot, vemos un personaje central emergiendo de una fosa. Para llegar a la Consciencia, antes se ha sumergido en las profundidades de la tierra. Ha entrado en su naturaleza esencial... Si queremos progresar, primero debemos convencer a nuestro Ego intelectual: «¡Basta de ilusiones mentales! ¡Ven!  ¡Fúndete en tu cuerpo, siente tu materia!». Para ello, las enfermedades son una excelente ayuda. Por ejemplo, algunos famosos directores de cine han sido tuertos.
Cuando tenían dos ojos, experimentaban cierta dificultad para concentrarse. Sin cesar, multitud de cosas atraían su mirada. Al perder un ojo, pudieron centrarse en una sola cosa como nunca habían hecho, porque ya no contaban con las facilidades de antes...
Un elefante salvaje posee muchas hembras, devora un árbol completo en un día, pero cuando cae en el hoyo se ve privado de alimentos y de compañía. Para comenzar a domar nuestros egos debemos encerrarnos para meditar, vaciar la mente, el corazón, el sexo y cambiar nuestros hábitos físicos. Es decir, abstinencia sexual, variar las horas de sueño (si antes dormíamos mucho, ahora dormir poco o viceversa), tomar otro tipo de alimentos (si comíamos carne, hacernos vegetarianos; si éramos vegetarianos, empezar a comer carne), vaciar de objetos inútiles el lugar donde vivimos, dejar de leer, de ver televisión o de escuchar música y programas radiofónicos, de hablar por teléfono, de consumir drogas. Como el elefante que ha caído en la trampa, aislarse entre paredes vacías. No debemos decirnos «Haré esto durante tantas horas o tantos días». El elefante ha de permanecer en el hoyo el tiempo que sea necesario.
Cuando el elefante está exhausto, se le saca de la trampa, se le amarra con una gruesa cuerda la pata trasera izquierda a un árbol robusto y se hace lo mismo con la pata delantera derecha: así, amarrado en diagonal entre dos árboles, el elefante se encuentra estirado. La marcha, los paseos, las búsquedas se han detenido. Ya no puede elegir. Esta situación, al despertarle una rabia tremenda, le proporciona nuevas fuerzas. Mueve lo único que puede mover, su trompa, haciéndola girar como una hélice. Si le ponen una rama a su alcance, en lugar de devorarla, la arroja lejos con una violencia impresionante. Si lo dejaran suelto sería capaz de matar a cientos de personas.

Ciertos individuos parecen muy gentiles, pero en el fondo llevan dentro un mar de rabia no expresada. Son cóleras que acarrean desde su infancia, producto de abusos, prohibiciones arbitrarias, ausencias o falta de atención y de cariño. A veces la furia secreta es tan grande que el que la padece engorda, otros adelgazan a veces se les tuerce la columna vertebral, se llenan de eczemas o echan a perder su dentadura: son los mordiscos, gritos, puñetazos o patadas que no se han atrevido a dar... Para domar el Yo personal debemos permitimos, como el elefante atado por las patas a dos árboles, expresar nuestra rabia. Uno de esos árboles es la familia materna; el otro, la familia paterna. La cólera que llevamos dentro comienza cuando aún somos un feto en el vientre de una madre neurótica, y se acentúa al entrar en contacto los dos árboles genealógicos que se han unido cuando nacemos. Esta cólera se nos extiende hasta nuestros propios hermanos, padres, tíos, abuelos o bisabuelos; hasta la sociedad o la historia; incluso más allá aún: hasta la totalidad del universo; hasta Dios, monstruo cruel, vengador, asesino. Cuando el niño sufre, acumula una rabia cósmica... Hay que pararse frente a un muro y gritar, llorar, golpearlo con violencia, insultar a quien nos venga a la mente, vaciamos de tal indignación. Esto nos hará damos cuenta de que encerrábamos en nuestro corazón un elefante loco de furia. Algunos, que no han tratado de domar sus egos, atropellan transeúntes con su automóvil con la excusa de que iban bebidos, o bien, aunque sean profesores de filosofía, estrangulan a su mujer o se suicidan lanzándose por la ventana. Muchos creen estar bien porque se sienten satisfechos. Pero apenas los acosa una penuria, el elefante loco los domina... Las rabias acumuladas, poco a poco, van convirtiéndose en odio a la vida y en autodestrucción.

El elefante amarrado expresa su cólera precisamente porque las cuerdas le impiden actuar. Cuando se emprende la doma del Yo personal, aprendemos a aceptar los sentimientos violentos o negativos sin ninguna vergüenza, para luego poder expresarlos. Lo que es, es. Por ejemplo, podríamos cavar un hoyo en la tierra, tendernos de bruces y vaciar en él, vociferando, nuestros insultos y quejas. Luego, volver a llenar el agujero dejando así, metafóricamente, enterrada nuestra rabia.

Una vez que el elefante, sin comer ni dormir, ha expresado su furia, se entristece. Parece decidido a morir. Ya nada lo ata al mundo, ha perdido sus anteriores motivaciones. Antes podía, sin problemas, pasearse por la selva con total libertad. Ahora es consciente de que esa misma libertad lo ha conducido a su perdición. En realidad, el destino de los elefantes libres en India es ser liquidados por cazadores de marfil. Sólo pueden subsistir en cautividad... Nosotros, los humanos, tampoco somos libres. No podemos ser salvajes. Debemos entregamos a la cautividad social y cultural. No hemos cesado de darnos como razón de vivir nuestro propio rencor... Sabiéndola imposible, por esa libertad ideal nos sacrificarnos, por ella soportamos la vida, por ella sufrimos. Creemos que ese peso doloroso es nuestra identidad. Llevamos en el buzón un elefante hediondo disimulado bajo toda clase de perfumes. Mas cuando expresamos nuestro furor, cuando nos decimos «¡Basta, esta saña no soy yo!», cuando dejamos de beber, de fumar, de drogamos o de ir de
aventura sexual en aventura sexual, nos agobia una completa tristeza. Caemos en lo que llamamos «depresión». Echamos de menos el rencor, el desprecio, la agresión hacia nosotros mismos. Queremos pelear contra algo, la jaula social se nos presenta como libertad y la libertad interior nos parece una trampa.

Atado a los árboles, el elefante insiste en no comer ni beber. Nadie trata de obligarlo a alimentarse. Es una dramática espera. El animal debe elegir: o se deja morir o se decide a vivir aceptando un amo. Si opta por lo segundo, se calma y dócilmente deja que se le acerque un primer hombre, aquel que durante toda su vida será su cornaca. En seguida llegan otros dos más: el cocinero que preparará su comida y el ayudante que lo bañará cada día. 
Un paquidermo, masa imponente, podría ser comparado con el elemento Tierra. 
En cuanto a sus tres amos-sirvientes:
uno trabaja con el Fuego, puesto que prepara bolas de cereal cocido;  el otro trabaja con el Agua (el elefante necesita beber 300 litros diarios, además si se le impide bañarse, muere de tristeza); y el tercero, el cornaca que educa su mente, representa el Aire. Son los cuatro elementos de la Alquimia. A ese cuerpo que ha aceptado la domesticación, se aproximan tres aliados para proponerle un nuevo alimento, una nueva Consciencia y una nueva forma de amar.

Del mismo modo nosotros, para salir de la trampa personal, tenemos que entregarnos a una especie de agonía: «Vivo atado a relaciones inútiles que devoran mi tiempo y mi energía, y que me envilecen, disminuyen, destruyen. Trabajo en lo que no me gusta, he sepultado mis sueños. Debo cortar los nudos, enfrentar mi miedo a la soledad, perder todo lo que está sustituyendo a mi ser esencial, respirar libremente, sin obligarme a desear a quien no deseo. Aceptaré mi cuerpo como un aliado sabio, reaprenderé a sentir, comeré alimentos sanos, me despojaré de los pensamientos negativos, expulsaré de mi mente al Juez implacable, dejaré de ser mi peor enemigo, convertiré mi corazón en un canal que recibe y transmite el amor universal, lucharé contra mis deseos de posesión, siendo uno y todos a la vez, designaré como Maestro a mi Dios interior».

Cuando el elefante acepta a sus tres amos-sirvientes y colabora con la manada de paquidermos trabajadores, se le coloca en la pata trasera derecha una cadena en forma de pulsera. Para él, este anillo se convierte en un símbolo que significa que está prisionero. Mientras lo lleva, jamás intenta escapar. Pero si por cualquier circunstancia se lo quitan o lo pierde, de inmediato huirá hacia el bosque. Tolerando la pulsera, el elefante hace un juramento de fidelidad. Acepta la disciplina.

Así nosotros, comenzada la Gran Obra, aunque pasen los años continuaremos siendo fieles a nuestro trabajo. La primera fase de la disciplina consiste en el abandono de la agresión, rechazando las ideas influidas por el orgullo o el escepticismo, no hiriendo el cuerpo, los sentimientos, la creatividad ni el espíritu de los demás. Con benevolencia hacia los otros y hacia nosotros mismos, evitaremos las imposiciones crueles, reconciliando el rigor con la dulzura, consagrándonos a lo que es benéfico para el mundo. Con alegría, nos contentaremos con lo que realmente es nuestro y con lo que realmente somos. Más valiosa que mil grandes mentiras, se nos hará una ínfima verdad. Dejando de hablar de fracaso, diremos: «Este intento ha fallado, seguiremos intentándolo. No hay problemas, sólo dificultades. Nada me sucederá por debilidad, gobernaré mi vida».


Alejandro Jodorowsky
Cabaret Místico

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