Como esos jugadores de naipes que, mirando con ojos neutros, de pronto atacan con el as de espada a la yugular de su oponente, el ingrato acecha.
Vulnerable al principio, el ingrato se te muestra grato superlativamente. Su humildad de utilería convence a tu inocencia, -que, negando, sólo quiere percibir el Bien-. Mas su avaricia se babea entre las sombras, donde no lo ves, previendo el instante en el que salte a rapiñar el Anillo de Poder.
Succiona ávidamente (lo que necesita, y mucho más); esquilma con elegancia: engulle como si sólo sorbiera. Y, poco a poco, su actitud te envuelve en esa pegajosa telaraña hipnótica: "No me das lo suficiente: merezco MÁS".
Entonces te hace un torniquete en la garganta, para que no respires SU aire. Recibió miel, y devuelve hiel.
Como el mosquito que chupa tu sangre mientras te inocula su peste, el ingrato, una vez que se ha llenado, realiza su pase mágico y sucede lo impensado: es ÉL quien te ha dado, y eres TÚ quien le debe. Te marea para confundirte y que no sepas quién dio qué.
Porque sabe ejercer un arte en el que sólo un ingrato es diestro: minimizar todo lo recibido y amplificar todo lo que te ha dado. Entonces la ecuación te dejará en evidente desventaja.
Te comió la pulpa, y ahora escupe la cáscara en tus ojos.
Y en el último instante, retuerce la Ley: la recorta, la reescribe, hasta que le quede a medida para cubrir su impudicia con repugnantes decires: "Me has lastimado. Te lo haré pagar caro."
Quiere que sientas culpa: así es como degüella en su faena el cuello manso del cordero, mientras, -sembrando rumores como tumores-, busca que todos crean que el cordero se comió al lobo.
No permitas que te devaste: amputa su aguijón impune. Protege tu intención incorrupta: cercénalo de ti.
Pobre el ingrato: en su regusto interno regurgita ácidamente el jugo de su miserabilidad.
Hay ingratos que en el último instante pueden despertar, y retroceder en su felonía. (Benditos sean esos conversos.)
El resto está llamado a este aprendizaje: QUE TODA CAUSA TIENE SU EFECTO. Nadie escapa de eso. Allí ya no tendrá cómo engañar ni cómo autoengañarse: quedará acorralado contra la pared, y será la Vida quien apoye en su yugular la punta del as de espada.
Autorredención o autoinfierno: ésos son los caminos del ingrato. La didáctica de la vida es inequívoca.
Bendito sea el ingrato que ha elegido no serlo.
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