¡MARAVILLOSA Semana!!!
(Capítulo sólo para mutantes)
En una vida anterior, Buda fue una liebre. En esos días, un cazador que estaba perdido en la sierra, y casi muerto de hambre por no haber logrado atrapar una pieza, hizo una hoguera y puso en su marmita agua a hervir, tratando de imaginar que era una suculenta sopa. La liebre sintió tal pena por el cazador que, para calmarle el hambre, de un salto se sumergió en el líquido hirviente.
Años más tarde, la liebre renació como cazador. Cuando preparaba sus trampas, vio una paloma que venía huyendo de un halcón.
-¡Sálvame! -imploró la paloma.
Lleno de compasión, la ocultó en su morral. El halcón, al ver esto, se le acercó quejándose:
-¡Eres un hombre injustol Me has quitado el alimento. Moriré de hambre.
El cazador, compadecido también de la rapaz, se cortó de su muslo un trozo de carne, que equivalía al peso de la paloma, y se lo ofreció.
La rapaz, insatisfecha, le dijo:
-No es un asunto de gramos de carne. Me impediste apoderarme de la vida de mi presa. Si quieres equilibrar este acto, dame tu propia vida.
El cazador aceptó sacrificarse. Renació como Buda.
Esta leyenda nos muestra a un ser que, partiendo de un nivel animal, a lo largo de sucesivas transformaciones llega a la consciencia suprema. En la vida real, esto no sucede a menudo. En general las personas no cambian, convencidas de que son como creen ser y de que todo es como piensan que es. Sin salirse de su limitado nivel de consciencia, permaneciendo iguales a sí mismas, a lo sumo cambian una cosa por otra. Los comunistas de ayer son hoy capitalistas o taoístas; los creyentes se hacen ateos; los ateos, creyentes; los que amaban, odian; los que odiaban, aman... Para llegar a la Consciencia suprema, o sea a la salud espiritual, se necesita pasar por cambios esenciales. La mística hindú Ma Ananda Moyi cuenta esta historia poniéndose en el lugar de un cántaro:
Cuando aún era tierra, la gente me pisoteaba, e incluso hubo uno que hizo sus necesidades sobre mí. Yo lo soportaba todo. Un día, vino un hombre a despedazarme con una pala. Soporté eso también. En seguida tomó un palo y me golpeó sin piedad. Después de haberme empapado con agua fría, se fue. Creí estar en paz. Pero el hombre regresó, me amasó y luego, sobre una rueda, me hizo girar y girar hasta darme la forma de un cántaro. En seguida me expuso a la intemperie. Padecí fríos y calores extremos. Luego me colocó dentro de un horno, donde un fuego intenso me quemó terriblemente.Después me vendió.
Y ahora estoy aquí, lleno hasta el borde de la sagrada agua del río Ganges...
Si lo soportas todo, como hace la tierra, tú también serás venerado. La vida divina se despertará en ti. Permítaseme usar como guía de esta travesía -descrita por la santa de una manera un tanto masoquista- no un cántaro, sino una araña y una mosca.
1. Persistencia
La mosca pasa su vida tratando de evitar a la araña. La araña pasa su vida tratando de cazar a la mosca.
Nada cambia. El Yo personal, dividido en cuatro egos desequilibrados, pasa su vida tratando de no oír las llamadas del Dios interior, transportadas por el Yo esencial y el Yo superior. Aunque el amor lo solicita, escapa. Aunque la alegría de vivir lo llama, huye. Piensa que es un cazador, pero en realidad es la presa. Todo cuanto alberga en su interior lo busca, pero la conjunción no se produce. En lugar de aunar, multiplica. El príncipe da un beso a la princesa dormida, la despierta, se casan, creen ser felices, engendran muchos niños, multiplican su dinero, sus coches, se compran una casa frente al mar, viajan, van de fiesta social en fiesta social, de borrachera en borrachera, de amante en amante, de proyecto en proyecto... pero no cambian. Nada es real, todo es promesa.
Quienes viven en la persistencia se copian los unos a los otros. Los que están en el poder se aferran a sus puestos, prolongan su mandato hasta sus últimos segundos de vida. Siendo viejos, se visten igual que a los veinte años. Conservan, a punta de operaciones, injertos o pelucas, una antigua imagen seductora. Practican una misma actividad, luego otra parecida, y otra... Repetición constante, multiplicación de lo mismo. Sufrimiento y miedo a perder. Escritores que han ganado el premio Nobel, tercamente se quedaron en ese nivel, sin renovar nunca sus ideas. Samuel Beckett, por ejemplo. En su obra de teatro Esperando a Godot el tan esperado personaje nunca llega. Poco después, en otra obra tragicómica, una mujer en una playa monologa enterrada en la arena. Poco a poco se va hundiendo. Al final la vemos sumergida hasta el cuello, nunca sale. Más tarde, en otra creación, sus actores aparecen encerrados en jarrones y sólo muestran la cabeza. De un espectáculo a otro, los personajes se reducen cada vez más, se encierran en sus delirios, el mundo es un tarro de basura, no hay la menor posibilidad de cambio. Por supuesto que este dramaturgo escribe bien, pero su mensaje permanece en un nivel miserable. Y es que, bajo la bandera del intelecto, muchos autores se permiten decir cosas semejantes a que «El mundo no tiene finalidad, no es posible que cambie. El ser humano es un producto absurdo del azar. La esperanza es cursi, el optimismo es estúpido. No existe ninguna posibilidad de sanar. Todo terminará mal». Textos angustiados, dibujos angustiados, música angustiada, periódicos cuajados de noticias angustiantes... que producen en los seres una vida entera angustiada. Si ésta no los conduce a la multiplicación o a la división y pérdida, los sumergirá en la incrustación: se verán convertidos en auténticas tortugas humanas. Acaparazonados en su casa, en sus actividades, siempre con los mismos amigos o con el mismo y limitado estilo de pintura, de novela -sea histórica, policiaca o erótica-, de música, de arquitectura...
Sardinas en sus latas de conserva, yacen siempre iguales a sí mismos, tomando píldoras calmantes. Hay quienes ni siquiera son capaces de incorporar a su lenguaje una nueva palabra.
Una pareja ha dejado de hablarse. Un día, el hombre entrega a la mujer un papel en el que ha escrito "Tengo que tomar el avión. Despiértame a las seis de la mañana». Se acuesta.
Se despierta al día siguiente al mediodía. Encuentra sobre su pecho un pequeño papel en el que está escrito ,,¡Despiértate!».
Sienten un increíble odio hacia quienes no viven como ellos. No aceptan que alguien sobrepase los límites de su mirada. Desean aniquilar todo pensamiento, sentimiento, deseo o acto que no sean iguales a los que ellos padecen. No realizarán la Consciencia suprema. Persistirán siendo lo que creen ser. Se defenderán de cualquiera que pretenda enseñarles algo nuevo. Competirán, negarán.
Una mujer llega a su casa y el marido exclama:
-¡Es increíble lo hermoso que es tu pelo! ¡Parece una peluca! -¡Es una peluca!
-¿Ah, sí? Parece pelo de verdad.
Somos como un ordenador. Cada uno de nosotros tiene en el cerebro una especie de disquete; para poder hacer algo diferente, tendríamos que cambiarlo. Pero es difícil, si no imposible, ver qué nos han insertado en él. Por eso pedimos a veces que alguien desde fuera nos diga que nuestro sistema de conducta es mecánico. Cosa peligrosa, porque si el instructor no es un verdadero santo, puede extraer nuestro disquete pero al mismo tiempo puede embutimos uno suyo, convirtiéndonos así en fanáticos seguidores de él. Somos nosotros mismos quienes, desarrollando una formidable voluntad para rechazar y eliminar parásitos (Esto no soy yo, ni tampoco esto, ni esto... ), debemos extraemos ese viejo disquete. ¿Cómo?
2. Renuncia
La mosca comprende que los deseos carnívoros de la araña se deben en realidad a una esencial necesidad de energía y, perdiendo el miedo, acepta sacrificarse. La araña, aprendiendo a ponerse en el lugar de la mosca, decide renunciar a la caza, aunque eso la haga morir de hambre.
En un momento dado, convertidos en individuos persistentes y sin nada auténtico, no soportando ya más el tedio ni la angustia, comprendemos que sólo podremos llegar a ser nosotros mismos si nos detenemos. Para ello, nos convertimos en espectadores de lo que hemos creído ser. Nos damos cuenta de la cantidad de energía que estamos derrochando en todo tipo de obligaciones creadas, trabajando en lo que no nos gusta, con horarios que nos despojan de la libertad, con jefes que odiamos o despreciamos, colaborando en la fabricación o en la venta de medicinas y alimentos que dañan la salud, sacrificándonos por una familia que nunca debimos crear... Entonces, comenzamos a sentir que estamos dominados por deseos parásitos, al creer que teniendo a tal persona o tal objeto o tal cantidad de dinero eso nos dará felicidad. Vamos de fiesta en fiesta, de vicio en vicio sin sentimos nunca satisfechos, torturados por rencores por ideales inalcanzables, por tontas esperanzas. Algo en el fondo nos dice que es un engaño el creer que somos amados; y paladeando nuestro inmenso egoísmo, vemos de pronto el de los demás, nos sentimos abandonados, sin valores, acosados por in-numerables miedos, principalmente por ese que nos dice que de golpe vamos a perderlo todo. Con disgusto, observamos el desfile de ideas locas que rellenan nuestra mente.
«Estoy cansado de definirme por medio de una profesión. Soy algo más que una etiqueta, que un diploma. Estoy cansado de las miradas que me inmovilizan y me empujan a situaciones que no son las mías. Estoy cansado de gastar mi energía en ganar mucho dinero. Por lo tanto, debo reducir mis actividades para llegar a mis verdaderas necesidades, haciendo exactamente lo que debo y quiero hacer, y no más. Nunca más me incrustaré en una oficina, en un matrimonio o en una casa que puedan convertirse en una cárcel."
Este nivel de vida puede ser comparado con una oruga, que da origen a una mariposa. Nos aislamos, nos encerramos en nosotros mismos. Luchando contra la cobardía, nos enfrentamos a nuestros sufrimientos, los desenterramos del inconsciente y, en lugar de huir de ellos, nos esforzamos por dejar de querer obtener lo imposible, lo que nunca nos dieron. Aprendemos a ser nuestra propia madre y nuestro propio padre, avanzamos hacia lo más profundo de nosotros hasta sentir el ignoto centro vital y aceptar bañarnos en su manantial de amor: nos damos cuenta de que no habíamos amado porque no sabíamos amarnos. Entonces, nos encerramos el tiempo que sea necesario. Luchamos por zafarnos de cualquier hábito, de cualquier repetición maniática. Cortamos los lazos que nos atan al pasado y también dejamos de proyectamos "en el futuro: pasamos a aceptar lo que somos en el instante.
Así lo ilustra un koan zen:
Un discípulo dice al Maestro:
-Soy una persona estúpida. Floto, me ahogo, floto, me ahogo, floto, me ahogo... ¿Cuándo me liberaré de este doloroso mundo? Flotar, ahogarse, flotar... ¡Qué difícil es vivir!
El Maestro no responde nada. El discípulo lo mira largo rato, espera y por fin le dice:
-¡Maestro! ¿Acaso no estoy aquí, frente a usted, preguntándole una cosa?
-¿Dónde estás ahora? ¿Flotando o ahogándote?
Si el discípulo, dejando de pensar si flota o se ahoga, o que sobrevive con dificultad o que le va muy mal, se comunicara realmente con el maestro, dejaría de tener problemas. Son problemas ilusorios: ni se está ahogando ni está flotando, es un diamante frente a otro diamante, es un Buda frente a otro, una perfección frente a otra.
La diferencia entre ellos es que el maestro es consciente de que el ser humano es una obra milagrosa, y el discípulo no. Éste, en lugar de identificarse con su Yo esencial, se sumerge en los límites de su Yo personal. Cree que la realización se encuentra en el futuro. Se inventa una enorme angustia que no le permite entrar en el presente... Por eso el Maestro no le responde. Si el discípulo dice que está ahogándose y flotando sucesivamente, no está en la realidad sino en su mundo mental. En cambio, el Maestro está en la realidad, presente. Y ahí no hay nada que permita ahogarse o flotar. Ni océano, ni agua, ni angustia. Sólo paz.
Convertido en oruga, aislado en sí mismo, el buscador de la Verdad se dice:
«Dios interior mío, he pasado gran parte de mi vida sin verte, sin quererte conocer, sin satisfacerte, maltratándote con mi negación. En lugar de desarrollar un árbol frondoso, encarcelé tu semilla. Ahora quiero encontrarte. Voy a desprenderme de máscaras y disfraces y aceptaré ser lo que soy. Abandonaré mi constante invención de proyectos para dedicarme sólo a eliminar obstáculos. Todo lo que seré, en potencia ya lo soy. Y eso que soy eres tú, Esencia mía. Guíame, soy de ti, tengo confianza en ti, eres mi felicidad». y entonces, el buscador, demoliendo los muros intelectuales, imagina lo que el Dios interior puede decirle: «¡Por fin has dejado de hablar en nombre de alguno de tus egos y te has decidido a imaginar que existo! Más aún, te has permitido darme la palabra, oír lo que puedo pensar aunque pensar no sea una actividad propia de mi ser, ya que no necesito cerebro y mucho menos un cuerpo. Pero aceptemos que la palabra es mi forma actual de manifestación y veamos desde mi eternidad e infinitud qué es eso que tú quieres llamar realidad.
Antes que nada debo decirte que no esperes de mí ni un sentimiento ni un deseo ni una necesidad, son reacciones que se dan en un nivel que no me corresponde. Tampoco busques en mí impureza alguna: soy lo que soy en toda la manifestación de mi ser, no puedo ser juzgado en términos de espacio y tiempo. Para hablar contigo debo adaptarme a tus límites (ya pronunciar una palabra es mentir) y darte la energía suficiente para que abras el capullo en que te has envuelto, entregado a la transformación que significa salir de la imagen de ti mismo y ponerte en mi lugar, es decir, aceptar hablar en nombre de tu potencia superior. No es un simple juego. En todo momento puedes hacerlo. Aprende en las situaciones difíciles a ponerte en mi lugar. No eres tú quien dice humildemente "Soy de ti, tengo confianza en ti, eres mi felicidad". Escucha el inmenso amor con que me entrego a ti, porque soy de ti. Siente la ilimitada fe con que sostengo tu realización, porque tengo confianza en ti. Tu realización es mi felicidad. Aceptarme no es desaparecer, es integrarte en la unidad creadora. Si tratas de definirme caes en la trampa de la razón. Impensable, no soy ni el Cuerpo, ni el Alma, ni el Espíritu. No soy el oído, ni el gusto, ni el olfato, ni la vista, ni el tacto. No soy el agua, ni la tierra, ni el fuego, ni el aire. No soy el soplo vital ni
ninguna parte de tu organismo. No siento aversión, ni atracción, ni avidez, ni confusión. No siento orgullo ni envidia. No tengo obligaciones, ni intereses, ni deseos, ni necesidades de liberación. Para mí no existen ni las buenas acciones, ni los pecados, ni el placer, ni el sufrimiento. Tampoco existen las plegarias, ni los lugares santos, ni las escrituras sagradas, ni los ritos. No soy el goce, ni el objeto ni el agente del goce. No conozco la muerte, ni la duda, ni las discriminaciones. Sin padre ni madre, nunca he nacido. No tengo amigos, ni parientes, ni maestros, ni discípulos. Soy sin determinante y sin forma. Omnipresente, no conozco ni la liberación ni la servidumbre. Sólo soy Felicidad pura».
Una madre está muy preocupada porque su hijo Abraham no ha regresado del colegio. Lleva ya media hora de retraso. Por fin, aparece. Su madre le dice:
-¿Por qué llegas con media hora de retraso? ¿Es que el rabino te ha dado una clase de hebreo más larga?
-No, no fue eso. En la calle me entretuvo una señora que había perdido una moneda.
-Ah, ahora comprendo... Eres tan bueno que te quedaste media hora ayudándola a encontrar su dinero.
-No fue así. Me quedé inmóvil durante media hora. Esperé que ella se cansase y se fuera, porque la moneda la tenía yo bajo mi pie.
Esa moneda puede simbolizar la unidad. El niño (nuestro Yo superior) pone su pie (su atención) en la moneda (la unidad) y se queda inmóvil (medita). Suceda lo que suceda, estamos ahí (en el presente) esperando a que la dama (los obstáculos del deseo) desaparezca. Estamos concentrados en nosotros mismos, sin ceder, sin desalentamos. Cuando aquello que no somos se ha esfumado, cosechamos nuestra riqueza interior.
Alejandro Jodorowsky
Cabaret Místico
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