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domingo, 4 de marzo de 2018

9 ~ Sufrimiento autoinfligido (1/2)

Tercera parte
Transformación del sufrimiento

9 ~ Sufrimiento autoinfligido (1/2)


En su visita inicial, el caballero de mediana edad, elegante­mente vestido con un austero traje negro, se sentó con una acti­tud amable pero reservada y empezó a relatar lo que le había traído a mi consulta. Habló con bastante suavidad, con voz controlada y me­dida. Le hice las preguntas habituales: motivo de la consulta, edad, antecedentes, estado civil...
-¡Esa bruja! -gritó de repente, con la voz alterada por la cóle­ra-. ¡Mi maldita esposa! Mi ex, ahora. ¡Mantenía relaciones extra­matrimoniales a mis espaldas! Después de todo lo que había hecho por ella. ¡Esa... esa puta!
Su voz se hizo más fuerte, más colérica y venenosa mientras, du­rante los veinte minutos siguientes, fue narrando agravio tras agravio. La hora se acercaba a su final. Al darme cuenta de que él no había hecho sino empezar y que aquello podía durar fácilmente varias ho­ras, intenté corregir la situación.
-Bueno, la mayoría de la gente tiene dificultades para adaptarse después de un divorcio; por tanto abordaremos ese problema en las próximas sesiones. -Luego, le pregunté con voz tranquilizadora-: Y a propósito, ¿cuánto tiempo hace que se ha divorciado?
-Diecisiete años en el pasado mes de mayo.
En el capítulo anterior vimos la importancia de aceptar el sufri­miento como un hecho natural de la existencia humana. Muchos su­frimientos son inevitables, pero otros tienen su causa en nosotros mismos. Hemos visto que la negativa a aceptar el sufrimiento como algo natural puede conducimos a consideramos víctimas y a echar a los demás la culpa de nuestros problemas, una receta segura para llevar una vida desdichada.
Pero también aumentamos nuestro sufrimiento de otras formas. Sucede con demasiada frecuencia que perpetuamos nuestro dolor, lo mantenemos vivo cuando repasamos mentalmente una y otra vez nues­tras heridas, al tiempo que exageramos las injusticias. Volvemos una y otra vez sobre los recuerdos dolorosos, quizá con el deseo inconsciente de que cambie la situación; pero no cambia. Claro que a veces este in­terminable repaso de nuestros infortunios puede servir para exagerar el drama y proporcionar cierto romanticismo a nuestras vidas, o para des­pertar la atención y la simpatía de los demás. Pero esas supuestas «ven­tajas» son demasiado pobres frente a la infelicidad que soportamos.
Sobre ello, dijo el Dalai Lama:
-Hay muchas formas de contribuir activamente a experimentar in­quietud mental y sufrimiento. Aunque en general las aflicciones men­tales y emocionales tienen causas externas somos nosotros quienes las empeoramos. Por ejemplo, cuando sentimos cólera u odio hacia una persona, es poco probable que el sentimiento se exacerbe si no lo alimentamos. No obstante, si pensamos en las presuntas injusticias de que hemos sido objeto y seguimos pensando en ellas una y otra vez, avivamos el odio, convirtiéndolo en algo muy intenso. Lo mismo pue­de decirse cuando sentimos apego por alguien; podemos alimentar el sentimiento pensando continuamente en lo hermosa o atractiva que es esa persona, y así el apego se hace más y más fuerte. Eso demuestra que podemos cultivar nuestras emociones.
»A menudo también incrementamos nuestro dolor con una sensibilidad excesiva, al reaccionar con exageración ante cosas nimias. Tendemos a tomarnos las cosas pequeñas demasiado seriamente, a sacarlas de quicio mientras por otro lado seguimos indiferentes a cosas realmente importantes, a aquellas que tienen efectos profundas sobre nuestras vidas y consecuencias sobre ellas a largo plazo.  »Así pues, creo que en buena medida el sufrimiento depende de cómo se responda ante una situación dada. Por ejemplo, descubrimos que alguien habla mal de nosotros a nuestras espaldas. Si se reacciona ante este conocimiento, ante esta negatividad, con un sentimiento de cólera o de dolor, es uno mismo el que destruye su propia paz men­tal. El dolor no es sino una creación personal. Por otro lado, si uno se contiene y evita reaccionar de manera negativa y deja pasar la difa­mación como un viento silencioso al que no se hace caso, se está pro­tegiendo de sentirse herido, de esa sensación de agonía. Así pues, y aunque no siempre se puedan evitar las situaciones difíciles, sí se pue­de modificar la extensión del propio sufrimiento.

A veces, los terapeutas decimos de este proceso que es una «perso­nalización» de nuestro dolor, es decir, la tendencia a estrechar nuestro campo de visión psicológico mediante la interpretación, acertada o errónea, de todo aquello que nos afecta.
Una noche cené con un colega en un restaurante. El servicio era muy lento y mi colega empezó a quejarse: -¡Fíjate en eso! ¡Ese camarero es condenadamente lento! ¿Dónde se ha metido? Creo que pasa de nosotros. A pesar de que ninguno de los dos tenía un compromiso urgente, las quejas de mi colega sobre el servicio siguieron durante toda la cena y terminaron por convertirse en una letanía sobre la comida, la vaji­lla y todo lo que no fuera de su agrado. Al final el camarero nos ob­sequió con dos postres gratuitos.
-Les ruego que disculpen la lentitud del servicio de esta noche -dijo-, pero tenemos poco personal. Ha muerto un familiar de uno de los cocineros y un camarero está enfermo. Espero no haberles cau­sado muchas molestias...
--A pesar de todo, no volveré nunca aquí -murmuró amargamente­ mi colega una vez el camarero se hubo alejado.
Esto no es más que un pequeño ejemplo de cómo contribuimos a nuestro propio sufrimiento al afrontar una situación molesta como si obedeciera a un deliberado propósito de perjudicarnos. En este caso, el resultado fue una cena desagradable. Cuando esta actitud impregna toda relación con el mundo, puede convertirse en una fuente inagota­ble de desdichas.
Al describir las implicaciones de esta mentalidad estrecha, Jacques Lusseyran hizo un comentario muy penetrante. Lusseyran, ciego des­de los ocho años de edad, fue el fundador de un grupo de la Resisten­cia durante la Segunda Guerra Mundial. Finalmente, fue detenido por los alemanes y enviado al campo de concentración de Buchenwald. Más tarde, al contar sus experiencias en los campos de concentración, Lusseyran afirmó: «Comprendí entonces que la infelicidad sobrevie­ne porque creemos ser el centro del mundo, porque tenemos la mez­quina convicción de que únicamente nosotros sufrimos, y con una in­tensidad insoportable. La infelicidad consiste en sentimos siempre aprisionados en nuestra piel, en nuestro cerebro».

«¡Pero eso no es justo!.».

Los problemas surgen a menudo en nuestra vida. Pero los proble­mas, por sí solos, no provocan automáticamente el sufrimiento. Si lo­gramos abordar con decisión nuestros problemas y centrar nuestras energías en encontrar una solución, el problema puede transformar­se en un desafío. No obstante, si consideramos «injusto» ese contra­tiempo, añadimos un ingrediente que puede crear inquietud mental y sufrimiento. Entonces no sólo tenemos dos problemas, en lugar de uno, sino que ese sentimiento de «injusticia» nos distrae, nos consu­me, nos priva de la energía necesaria para solucionar el problema ori­ginal.
Una mañana, al plantearle este tema al Dalai Lama, le pregunté: -¿Como podemos afrontar el sentimiento de injusticia que con tanta frecuencia nos tortura cuando surgen los problemas?
-Hay muchas maneras de encararlo -contestó el Dalai Lama­

Ya he hablado de la importancia de aceptar el sufrimiento como un hecho natural de la existencia humana. Creo que, en cierto modo, los tibetanos están más capacitados para aceptar estas situaciones difíci­les, ya que dicen: «Quizá se deba a mi karma en el pasado». Lo atri­buirán a las acciones negativas cometidas en esta vida o en una vida anterior, de modo que hay mayor grado de aceptación. He visto a al­gunas familias, en nuestros asentamientos en la India, en situaciones muy difíciles, viviendo en condiciones muy pobres y, además de eso, con hijos ciegos o con alguna deficiencia. De algún modo, esas po­bres mujeres se las arreglan, limitándose a decir: «Esto se debe a su karma; es su destino».
»A propósito del karma es importante señalar que, debido a una mala interpretación de la doctrina, hay una tendencia a echarle la cul­pa de todo lo que sucede al karma, en un intento por sacudirse la res­ponsabilidad o la necesidad de tomar iniciativas. Resulta muy fácil de­cir: "Esto se debe a mi karma pasado, a mi karma negativo anterior, así que ¿qué puedo hacer? Soy impotente". Esa es una interpretación erró­nea del karma, pues aunque las experiencias son una consecuencia de los hechos del pasado, eso no quiere decir que los individuos no ten­gamos alternativas o que no haya posibilidad de producir un cambio positivo. Uno no debe ser pasivo y tratar de excusarse para no tomar la iniciativa atribuyéndolo todo al karma, porque si uno comprende correctamente el concepto de karma, sabrá que karma significa "ac­ción". El karma es un proceso muy activo, y el futuro que nos está re­servado viene determinado en buena medida por lo que hacemos en el presente, por las iniciativas que tomemos ahora.
»Así pues, no debería entenderse el karma en términos de una fuer­za pasiva y estática, sino de un proceso activo. Eso indica que el agente individual tiene un papel importante en la determinación del proceso kármico. Por ejemplo, hasta el sencillo propósito de satisfacer nues­tras necesidades de alimentación... Para alcanzar ese objetivo necesitamos actuar. Tenemos que buscar alimento y luego comerlo; eso de­muestra que hasta el objetivo más simple se alcanza por medio de la acción....,..
-Está bien -asentí-, reducir el sentimiento de injusticia acep­tando que es resultado del karma puede ser efectivo para los budis­tas, pero ¿qué me dice de quienes no creen en la doctrina del karma? En Occidente, por ejemplo, son muchos los que...
-Muchas de las personas que creen en un creador, en Dios, pue­den aceptar las circunstancias difíciles con mayor facilidad, al con­siderarlas parte de la creación o el plan de Dios. Aunque la situación parezca muy negativa, Dios es todopoderoso y misericordioso, de modo que tiene que haber algún significado en la situación que ellas desconocen. Creo que esa clase de fe puede ayudarlas en sus momen­tos de sufrimiento.
-¿ y qué me dice de los que no creen ni en el karma ni en un Dios creador?
-Para quien no sea creyente... -El Dalai Lama reflexionó un momento antes de responder-. Quizá pudiera ayudarle un enfoque práctico y científico. Los científicos consideran muy importante exa­minar un problema objetivamente, estudiado sin mucha implicación emocional. Con esa actitud puedes decirte: «Si se puede luchar con­tra el problema, lucha, ¡aunque tengas que llegar a los tribunales!». -Se echó a reír-. Luego, si descubres que no hay forma de ganar, puedes limitarte a olvidarlo.
»Un análisis objetivo de situaciones difíciles o problemáticas pue­de ser bastante importante, porque se descubre a menudo que detrás de las apariencias hay otros factores. Por ejemplo, si el jefe le ha tratado a uno injustamente en el trabajo, es posible que esté detrás, por ejem­plo una discusión con su esposa por la mañana. Naturalmente, uno tiene que seguir afrontando las cosas según están, pero al menos con ese enfoque no se experimentará la ansiedad adicional que provoca.
-¿Es posible que el análisis objetivo de la situación nos ayude a descubrir que estamos contribuyendo a crear el problema y debilite el sentimiento de injusticia?
-¡Sí! -respondió con entusiasmo-. Ahí está la gran diferencia. En general, si examinamos cualquier situación de una forma impar­cial y honesta, nos daremos cuenta de hasta qué punto somos tam­bién responsables de los acontecimientos.
»Por ejemplo, muchas personas echaron la culpa de la guerra del Golfo a Saddam Hussein. En varias ocasiones dije que eso no era jus­to. Teniendo en cuenta las circunstancias, sentí verdadera pena por Saddam Hussein. Claro que es un dictador, responsable de muchas barbaridades. Si se examina superficialmente la situación, resulta fá­cil echarle toda la culpa: es un dictador, un totalitario, ¡incluso su mi­rada parece siniestra! -exclamó, echándose a reír-. Pero su capaci­dad para causar daño sería muy limitada si no contara con su ejército, y ese poderoso ejército no puede funcionar sin equipo militar. Todo ese equipo militar no ha sido producido por él, ni ha llovido del cielo. Considerando las cosas de ese modo nos damos cuenta de que son muchas las naciones implicadas.
»Así pues -siguió diciendo el Dalai Lama-, nuestra tendencia normal consiste en achacar nuestros problemas a los demás o bien a factores externos. Además, solemos buscar una sola causa, para lue­go tratar de exonerarnos de toda responsabilidad. Parece que cada vez que hay implicadas emociones intensas, tiende a producirse una disparidad entre apariencia y la realidad. En mi ejemplo, si se analiza la situación muy cuidadosamente, se verá que Saddam Hussein no es la única causa del conflicto.
»Esta práctica supone mirar las cosas de una forma holística, dar­te cuenta de que son muchos los factores que intervienen en un hecho. Tomemos, por ejemplo, nuestro problema con los chinos; también nosotros hemos contribuido a originarlo, sobre todo por la negligen­cia de las generaciones que nos precedieron. Así pues, creo que noso­tros, los tibetanos, hemos contribuido a esta trágica situación. No es justo echarle toda la culpa a China. Pero también hay perspectivas. Es preciso señalar que los tibetanos, por ejemplo, nunca se han sometido por completo a la opresión china, siempre ha habido una resistencia. Debido a ello, los chinos desarrollaron una nueva política y trasladaron grandes masas de chinos al Tíbet, de modo que la población autóctona acabara siendo demográficamente insignificante, quedara marginada y el  movimiento de liberación perdiera fuerza. Pero tam­poco podemos decir que la resistencia tibetana sea la única culpable de la política China.
-Pero ¿qué me dice de esas situaciones en las que está claro que lo ocurrido no es en absoluto culpa de uno, con las que uno no tiene nada que ver, incluso las relativamente insignificantes, como cuando alguien nos miente intencionadamente?
-Naturalmente, al principio siento desilusión cuando alguien no dice la verdad, pero incluso en tal caso, si examino la situación, pue­do descubrir que su motivación para ocultarme algo puede haber sido cierta falta de confianza en mí. Así que, a veces, hay que considerar estos hechos desde otro ángulo; por ejemplo, que quizá la persona en cuestión no confió del todo en mí porque no sé guardar un secreto. En otras palabras, no soy digno de la plena confianza de esa persona debido a mi naturaleza. Examinando la situación de ese modo, po­dría concluir que la causa reside en mí.
Esta justificación racional, incluso procediendo del Dalai Lama, me parecía un tanto forzada: descubrir «la propia contribución» a la falta de honestidad del otro. Pero la sinceridad de su voz sugería que había puesto en práctica esta conducta en su vida personal como ayuda frente a la adversidad. Claro que es probable que no siempre poda­mos descubrir nuestra contribución, pero intentarlo nos permite des­plazar el centro de atención, lo que nos ayuda a romper las estrechas pautas de pensamiento que conducen al sentimiento destructivo de in­justicia, que es la fuente de tanto descontento.



Dalai Lama con Howard C. Cutler, M. D.
EL ARTE DE LA FELICIDAD
Traducción de José Manuel Pomares

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