Deepak CHOPRA
(Respuesta luchar o huir)
Los neurólogos han dividido el cerebro desde hace tiempo en nuevo y viejo. El cerebro nuevo es un órgano del que podemos estar orgullosos. Cuando tenemos un pensamiento razonado, esta área de materia gris, primariamente el córtex cerebral, entra en juego. Shakespeare se refería al nuevo cerebro (y lo utilizaba) cuando hizo exclamar a Hamlet: «Qué obra de arte es el hombre, cuan noble en razón, cuan infinito en facultades.» Pero Hamlet estaba también involucrado en un caso de asesinato que clamaba venganza, y cuando indagó más profundamente en los pecados de su familia, también profundizó en su propia mente. El viejo cerebro quería lo que le era debido, que es la parte de nosotros que clava sus garras para sobrevivir y matará, si fuera necesario, para protegernos.
El viejo cerebro está reflejado en un Dios que no parece poseer muy altas funciones. Es, antes que nada y ampliamente, inmisericorde. Sabe quiénes son sus enemigos y no es de la escuela del perdón y del olvido. Si hacemos una lista de sus atributos, que muchos relacionaran con el Antiguo Testamento, el Dios de la fase uno es:
Vengativo
Caprichoso
Iracundo
Celoso
Crítico (decidiendo recompensa y castigo)
Insondable
A veces misericordioso
Esta descripción no sólo corresponde a Jehová, que también era amoroso y benevolente, sino que entre los dioses indios y los del Olimpo también encontramos el mismo comportamiento testarudo y peligroso. Dios es muy peligroso en la fase uno: utiliza la naturaleza para castigar, incluso a sus hijos más queridos, con tormentas, inundaciones, terremotos y enfermedades. La prueba para el creyente es ver la parte de Dios que hay en una deidad así, y los creyentes lo han hecho sobrecogidos. El hombre primitivo percibió amenazas indecibles en su entorno y su supervivencia se hallaba cada día en peligro. Sin embargo, sabemos que estas amenazas no estaban destinadas a triunfar. Por encima de todo había una divina presencia que, a pesar de su talante aterrador, protegía a los seres humanos. El Dios protector era tan necesario para la vida como el padre en el seno de la familia.
El viejo cerebro es testarudo, como también lo es el viejo Dios. Por muy civilizado que sea el comportamiento de una persona, si se profundiza lo suficiente se encuentran respuestas primitivas.
Freud comparaba esto con desenterrar todas las capas de un yacimiento arqueológico. Sabemos lo suficiente de esta región, localizada en el fondo de la parte trasera del cráneo y arraigada en el sistema límbico, para ver que actúa de forma muy semejante al estereotipo de Jehová. El viejo cerebro no es lógico, sino que dispara impulsos que destruyen la lógica en favor de las emociones fuertes, reflejos instantáneos y con un sospechoso sentido del peligro siempre al acecho. La respuesta favorita del viejo cerebro es dar golpes furiosos en defensa propia, y por ello la respuesta de luchar y huir le sirve como principal detonante.
—No me importa lo que nos diga, hay algo maligno en esta enfermedad. Tiene mente propia y nadie podrá detenerla.
El joven padre había intentado contener las lágrimas pero su voz era temblorosa.
—Ya sé que puede interpretarse así —le repliqué tristemente—, pero el cáncer es sólo una enfermedad.
Le miré y me detuve en mi explicación sobre el tratamiento de radioterapia de su hija. El padre estaba fuera de sí, y sus palabras estaban llenas de horror y rabia.
—Un día tiene dolor de cabeza por el que no te preocupas y ahora se ha convertido en esto, sea lo que sea.
—Astrocitoma, un tipo de tumor cerebral. Su hija ha avanzado hasta la fase cuatro, lo que significa que no puede ser operada y que el tumor está creciendo muy rápidamente.
Esta conversación tuvo lugar hace más de una década, cuando los padres tenían apenas treinta años; eran jóvenes trabajadores que no tenían experiencia en este tipo de catástrofes. Habían transcurrido menos de veinticuatro horas desde que habían traído a su hija de doce años, que había tenido accesos de vértigo y un dolor recurrente detrás de los ojos. Después de hacerle una batería de pruebas, surgió la presencia de algo maligno y, como el cáncer en los niños crece muy rápidamente, el diagnóstico sería probablemente fatal.
—No nos damos por vencidos —dije—. Deben tomarse decisiones médicas, y ustedes dos tendrán que ayudar. —Los padres parecían insensibles—. Todos estamos rezando por Cristina —les dije—. Algunas veces es sólo cosa de Dios.
La cara del padre se ensombreció de nuevo.
—¿Dios? Podría haber evitado todo este maldito asunto. Si está dispuesto a permitir que suceda esta tragedia sin sentido, ¿cómo podemos pretender que la haga desaparecer?
Yo no respondí y los padres se levantaron para irse.
—Dígales que empiecen con los tratamientos, nosotros ya nos las arreglaremos —dijo el padre.
Tomó a su esposa y volvió a la cabecera de su hija.
En estos momentos de crisis falla la esperanza, lo que significa, si Somos totalmente honestos, que Dios falla, el Dios fase uno, que debería haber protegido a esta criatura. En momentos de crisis, todos nos sentimos arrollados por un profundo sentido de peligro físico, y no hablo sólo en el caso de un diagnóstico de cáncer. La pérdida de un empleo puede parecemos una cuestión de vida o muerte.
Las personas que discuten por un amargo divorcio actúan como si su antiguo cónyuge se hubiera convertido en su enemigo mortal. El hecho de que el viejo cerebro ejerza su influencia generación tras generación da cuenta de la durabilidad del papel de Dios como protector. Nuestras reacciones primitivas frente al peligro existen por una razón que no va a ser resuelta fácilmente, porque la misma estructura del cerebro lo garantiza. El cerebro activa el sistema endocrino, que inyecta la adrenalina en el torrente sanguíneo para forzar al cuerpo a cumplir la orden, sea lo que sea lo que piensa el cerebro elevado.
Pongámonos en el lugar de un acusado inocente en un juicio. Un extraño presenta cargos contra nosotros, forzándonos a aparecer delante de un juez. A pesar del deber de actuar de acuerdo con las normas legales, hay algunos sentimientos primitivos que son ineludibles y muy del estilo del Antiguo Testamento:
• Desearemos desquitarnos con nuestro acusador. Jehová es vengativo.
• Intentaremos encontrar cualquier cosa que tenga sentido para probar nuestra causa. Jehová es caprichoso.
• Nos enfurecemos al pensar en la injusticia que se nos está haciendo. Jehová es iracundo.
• Desearemos que el tribunal nos preste tanta atención como sea posible, considerando sólo nuestra versión. Jehová es celoso.
• Desearemos que se castigue a nuestro acusador cuando se demuestre nuestra inocencia.
Jehová es justiciero, y decide los premios y los castigos.
• Por la noche, permaneceremos despiertos pensando en cómo ha podido sucedemos esto a
nosotros. Jehová es insondable.
• Nos sostendrá la fe en que el Tribunal, al final, no nos castigará injustamente. Jehová es
misericordioso a veces.
(Valdría la pena repetir que he puesto a Jehová como ejemplo ilustrativo, pero podría ser
sustituido por Zeus o por Indra.)
Debido a que su papel es el de proteger, el Dios de la fase uno no funciona cuando el débil cae presa de una enfermedad, tragedia o violencia, y tiene éxito siempre que escapamos del peligro y sobrevivimos a una crisis. Cuando triunfa, sus devotos se sienten escogidos, exultan sobre sus enemigos y se sienten seguros de nuevo (durante un rato) porque el cielo está de su parte.
La razón nos enseña que la agresión engendra represalias, y lo sabemos de forma innegable, vista la trágica historia de la guerra; pero hay un muro entre la lógica del nuevo cerebro, que está basado en la reflexión, la observación y la capacidad de ver más allá de la mera supervivencia, y la lógica del viejo cerebro, que primero lucha o huye, y luego pregunta.
¿Quién soy?
Un superviviente.
En cada una de las fases, la pregunta básica «¿quién es Dios?» suscita inmediatamente otras cuestiones, la primera es «¿quién soy?». En la fase uno, la identidad está basada en el cuerpo físico y en el entorno, y la consideración prioritaria es la supervivencia. Si miramos la historia bíblica, encontramos que los antiguos hebreos podían sobrevivir con mucha más facilidad en un mundo hostil que en uno sin finalidad alguna. Las penurias de sus vidas eran numerosas: les costaba trabajos ímprobos e interminables sacar sus cosechas de la tierra, abundaban los enemigos y, como estaban inmersos en una cultura nómada, vivieron atrapados entre una migración y otra. ¿Cómo pudo conciliarse esta vida de pura subsistencia con cualquier tipo de Dios benigno?
Una de las soluciones que tenían era convertirlo en un padre caprichoso e impredecible. En el Génesis, que dedica mucho más tiempo a la caída de Adán y de Eva que a su creación, este papel se representa con una gran convicción dramática.
El primer hombre y la primera mujer son los niños malos por excelencia, siendo el pecado que cometen el de desobedecer los dictados de Dios de no comer del árbol del conocimiento. Si examinamos este acto en términos simbólicos, vemos a un padre celoso de sus prerrogativas de adulto: tiene más conocimientos, tiene el poder y su palabra es ley. Para mantener esta posición es preciso que los niños sigan siendo niños, aunque suspiren por crecer y tener los mismos conocimientos que posee el padre. Normalmente, esto es permisible, |pero Dios es el único padre que nunca ha tenido un hijo, cosa que lo nace de lo más antipático, ya que esta cólera contra Adán y Eva es irracional de tan dura como es. Veamos la condena de Eva:
Aumentaré tus trabajos y tus sufrimientos, y con dolor parirás hijos.
Tendrás necesidad de tu marido, y él será tu amo.
Eva tiene tal reputación de tentadora que olvidamos que no es abiertamente sexual hasta que Dios la hace así. El hecho de «necesitar a su marido» es parte de la maldición, como lo es el dolor de dar a luz. El resto de la vida familiar tendrá que soportar la sentencia pronunciada sobre el hijo de Dios:
Todos los días de tu vida con trabajos ganarás tu alimento de la tierra, donde no crecerá otra cosa que espinas y cardos, para ser tu alimento.
Ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado.
Porque eres polvo y en polvo te convertirás.
Toda esta escena, que termina con Adán y Eva expulsados del paraíso, divide también a la familia, destruyendo la intimidad de días pasados cuando Dios paseaba por el Edén y se solazaba con sus hijos. Pero el paraíso se convirtió pronto en un sueño borroso —no estamos lejos de la época en que Caín mató a su hermano Abel—, la lección caló hondo: los humanos son culpables. Como sólo ellos hacen que el mundo sea duro y difícil, caiga sobre sus cabezas la culpa por la agonía del parto y los ímprobos trabajos de ganarse la vida.
La historia del Génesis apareció unos dos mil años antes de Cristo. En su forma final fue escrita por escribas del templo, probablemente unos mil años después de que fuera originada. Hacía tiempo que las mujeres habían sido subyugadas por los hombres, y los rigores de la subsistencia y del parto son tan viejos como la humanidad. Por tanto, para llegar al Dios de la fase uno era necesario referirse a lo que ya existía.
Cuando los primeros escribas de la escritura se preguntaban «¿quién soy...?», sabían que eran mortales sujetos a las enfermedades y al hambre. Habían visto morir durante el parto a un inmenso porcentaje de niños y, muchas veces, sus madres también habían perecido. Estas condiciones tenían que tener una razón y, por lo tanto, la relación de familia con Dios se desarrolló en términos de pecado, desobediencia e ignorancia. Pero incluso de este modo Dios seguía en escena velando por Adán y Eva a pesar de la maldición que pesaba sobre ellos. Al cabo de un tiempo, encontró suficiente virtud en su descendiente Noé como para salvarlo de la sentencia de muerte que había caído sobre todos los que no eran descendientes de la familia original.
Sin embargo, aquí nos encontramos con otra ironía, ya que el único personaje que parece decir la verdad en el episodio de Eva y la manzana es la serpiente. Susurra al oído de Eva que Dios les ha prohibido comer del árbol del bien y del mal porque les daría conocimiento y les haría igual al padre.
Veamos sus palabras exactas cuando Eva le informa de que, si comen de la fruta prohibida, morirán:
«Desde luego que no moriréis. Dios sabe que tan pronto como la comáis vuestros ojos se abrirán y seréis como dioses, porque conoceréis el bien y el mal.»
La serpiente ofrece un mundo de consciencia, independencia y toma de decisiones. Todas estas cosas van aparejadas con el hecho de tener el conocimiento. En otras palabras, la serpiente aconseja a los hijos de Dios que crezcan y ésta es una tentación que ellos no pueden resistir. ¿Quién podría hacerlo? (Una autoridad sobre el tema, Joseph Campbell, subraya que en aquellos tiempos las tribus hebreas nómadas se mudaron a un territorio donde la religión mayoritaria era una diosa de la agricultura, sabia y benigna, cuyo animal tótem era la serpiente. Dando un giro al asunto, los sacerdotes de Israel convirtieron a la mujer en el malo de la película y a la perversa serpiente en su aliado.)
¿Por qué querría Dios oponerse al natural desarrollo de sus hijos y por qué no quería que tuvieran conocimiento? Actúa como el más abusivo de los padres, usando el terror para mantener a sus descendiente en un estado infantil. Nunca saben cuándo volverán a ser castigados y aún peor, no les da esperanza alguna sobre si la maldición original va a ser retirada alguna vez. Se pesa a Dios y a las malas acciones, y el premio y el castigo se administran desde el estrado del juez, pero sin embargo la humanidad no puede escapar al peso de la culpa, sin importar cuánta virtud demuestre uno en su vida.
Más que considerar severamente al Dios de la fase uno, tenemos que darnos cuenta de lo real que es. La vida ha sido increíblemente dura para muchas personas y en la vida familiar se han infligido profundas heridas psicológicas. Todos nosotros tenemos recuerdos de lo difícil que fue hacerse adulto y, en determinados momentos, sentimos el peso de antiguos temores infantiles. El superviviente y el niño culpable están escondidos debajo mismo de la superficie. El Dios de la fase uno sana estas heridas y nos da una razón para creer que sobreviviremos, al mismo tiempo que alimenta nuestras necesidades, ya que mientras necesitemos un protector nos aferraremos a nuestro papel de niños.
¿Cómo encajo en esto?
Voy tirando.
En la fase uno no se menciona que los humanos tengamos un lugar de favor en el cosmos, sino todo lo contrario. Las fuerzas naturales son ciegas, y su poder está más allá de nuestro control.
Recientemente he visto una noticia sobre una pequeña ciudad de Arkansas que ha sido arrasada por un tornado que se desencadenó a media noche. Los que sobrevivieron fueron despertados por un estruendo ensordecedor en la oscuridad y tuvieron la suficiente presencia de ánimo como para correr a refugiarse en sus sótanos. Posteriormente, mientras contemplaban las ruinas de sus pertenencias, los aturdidos supervivientes murmuraban todos la misma respuesta: «Estoy vivo por la gracia de Dios.»
No consideraron, ni tampoco lo expresaron en voz alta, que el mismo Dios pudo haber enviado la tormenta. Durante las crisis, las personas buscan formas de arreglárselas y, en la fase uno, Dios es un mecanismo para ir tirando. Esto es verdad dondequiera que esté en peligro la supervivencia. En el peor de los guetos que sufra el azote de la droga y el crimen callejero, siempre encontraremos la fe más intensa. Las situaciones más horribles extienden nuestras habilidades de ir tirando hasta más allá de sus límites —un ejemplo de ello serían las muertes al azar de niños tiroteados en las escuelas—. Para escapar completamente a la desesperación, las personas se proyectan más allá de la desesperanza, encontrando solaz en Dios, que quiere protegerlas.
¿Qué es la naturaleza del bien y del mal?
Dios es seguridad, confort, alimento, asilo y familia.
El mal es amenaza física y abandono.
Muchas personas anhelan un absoluto estándar para el bien y el mal, particularmente en una época en que los valores parecen desmoronarse. En la fase uno, da la sensación de que el bien y el mal están bien claros. Dios deriva de la seguridad y el mal deriva de estar en peligro. Una buena vida tiene recompensas físicas: alimento, ropas, asilo y una familia afectuosa, mientras que si llevamos una mala vida, estaremos solos y abandonados y seremos presa del peligro físico. ¿Pero esto realmente es así de claro?
Una vez más debemos tener en cuenta el drama de la familia. Los asistentes sociales saben muy bien que los niños que sufren abusos sienten un extraño deseo de defender a sus padres. Incluso después de años de palizas y crueldad emocional, puede ser casi imposible hacerlos testificar sobre el abuso. Su necesidad de tener un protector es muy fuerte, ya que podríamos decir que el amor y la crueldad están tan íntimamente relacionados que la psique no puede separarlos. Si intentamos apartar al niño del entorno abusivo, él teme profundamente que se le arrebate su fuente de amor.
Esta confusión no termina en su vida adulta, porque el viejo cerebro tiene una imperiosa necesidad de seguridad; por ello tantas mujeres maltratadas defienden a sus maridos y vuelven con ellos. El bien y el mal se confunden sin esperanza.
El Dios de la fase uno es igual de ambiguo. Hace veinte años leí una punzante fábula sobre una ciudad perfecta en la que todo el mundo gozaba de buena salud y era feliz y en la que el sol siempre brillaba. El único misterio en la ciudad era que cada día unas cuantas personas se iban andando en silencio y sin dar explicaciones. Nadie podía imaginarse por qué sucedía aquello. Aunque el fenómeno no parecía tener fin. Finalmente se descubrió que un niño había sido encerrado por sus padres en el sótano y allí lo torturaban. Las personas que se marchaban conocían el secreto y para ellas la perfección había terminado. Una inmensa mayoría no lo sabía, y los que sí lo sabían volvían las cabezas en otra dirección.
Las fábulas pueden leerse de muchas maneras, pero ésta dice alguna cosa sobre la fase uno de Dios. Incluso si es adorado como un padre benigno que nunca ha hecho caer culpa sobre nosotros, su bondad está corrompida por el sufrimiento. Un padre que proporciona mucho amor y generosidad se consideraría un buen padre siempre que no torturara a su hijo. Cualquiera que se tenga a sí mismo como hijo de Dios debe considerar este problema que la mayor parte del tiempo, como ocurre en la fábula, puede permanecer oculto. La necesidad de seguridad es demasiado grande y, además, no podemos enfrentarnos con muchas cosas al mismo tiempo.
¿Cómo encontraré a Dios?
Por medio del temor y la devoción amorosa.
Si el Dios de la fase uno otorga con una mano y castiga con la otra, entonces no puede ser conocido de una sola manera, ya que entran en juego el temor y el amor. Para cada una de las exhortaciones bíblicas a «ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, toda tu fuerza y toda tu alma», tenemos una contrapartida. La exhortación de temer a Dios es expresamente mencionada en todos los credos, incluso aquéllos supuestamente basados en el amor. (Jesús habla muy abiertamente de los que hacen el mal, que serán «expulsados al exterior con lamentos y con rechinar de dientes».)
Lo que esto significa en un sentido más profundo es que no se alienta esta ambivalencia. Una paz así reina en una familia en la que se dice sencillamente a los niños que deben amar a sus padres pero sienten también en secreto rabia, odio y celos hacia ellos. La emoción «oficial» es sólo positiva, y un extraño llamaría a esto falsa paz, aunque para los de la casa funciona perfectamente. De todos modos, ¿ha desaparecido realmente la parte negativa? Hace falta una gran transformación antes de que podamos vivir con ambivalencia y su mezcla constante de claro y oscuro, amor y odio, que es el camino que no se toma en la fase uno.
Un amigo me contó una historia muy conmovedora del día en que se convirtió en adulto. Él era un niño protegido, incluso mimado, cuyos padres eran muy reservados. Nunca los había visto estar en desacuerdo y eran muy cuidadosos en no traspasar los límites entre lo que los adultos de la familia hablaban entre ellos y lo que se le decía a los niños. Esto es psicológicamente saludable y mi amigo recuerda una infancia casi idílica, sin ansiedades ni conflictos.
Una noche, cuando tenía unos diez años, se despertó (era ya tarde) y oyó fuertes ruidos provenientes del piso inferior. Convencido de que se estaba cometiendo un crimen sintió un escalofrío de temor. Al cabo de un momento, se dio cuenta de que sus padres estaban discutiendo a gritos. Muy consternado saltó de la cama y bajó las escaleras, entró en la cocina y vio a sus padres gritándose.
«¡No le pongas una mano encima o te mataré!», dijo dirigiéndose a su padre. Los padres quedaron desconcertados e hicieron todo lo posible por calmar al muchacho, diciéndole que no había habido violencia, que sólo se trataba de un pequeño desacuerdo. Sin embargo, aunque había entendido la situación, algo muy profundo había cambiado para él y ya no pudo creer en un mundo perfecto.
En él había nacido la mezcla de amor y de ira, de paz y de violencia, con la que todos tenemos que vivir. En lugar de certeza, ahora había ambigüedad, porque las personas en las que había confiado le habían mostrado que poseían un lado oscuro. Intrínsecamente, esto es también verdad para todos nosotros y, por extensión, para Dios.
Cada uno de nosotros debe enfrentarse con este conflicto, pero todos lo resolvemos de formas distintas. Algunos niños intentan preservar la inocencia negando que exista su opuesto y se vuelven pensadores idealistas e ilusionados, mostrando una fuerte vena de negación cuando sucede algo «negativo» y sintiéndose ansiosos hasta que la situación vuelve a ser «positiva». Otros niños toman partido, asignando todos los rasgos que les provocan ansiedad a uno de los padres, el malo, mientras que etiquetan al otro como siempre bueno. Estas dos tácticas caen dentro de la categoría de los mecanismos de supervivencia. Por lo tanto no debe extrañar que estos mecanismos influyan tanto en las creencias religiosas en la fase uno.
La solución del buen padre y del mal padre toma la forma de una batalla cósmica entre Dios y Satán. En el Antiguo Testamento hay pruebas suficientes de que Jehová es lo bastante testarudo y cruel para asumir él mismo el papel de mal padre. Incluso un hombre de titánica honradez como Moisés queda privado al final de entrar en la tierra prometida. Por mucho temor y amor que mostremos hacia él, incluso aunque mezclemos estos sentimientos, no satisfaremos a este Dios porque su capricho no conoce límites. Sin embargo, si esta descripción es inaceptable, tiene que haber un adversario (el sentido literal de la palabra Satán) para cargar con la culpa de Dios. Satán aparece en el Viejo Testamento como un ladrón de almas tentador e impostor y como el ángel caído Lucifer que, orgulloso, intentó usurpar la autoridad de Dios y tuvo que ser arrojado al infierno.
Podríamos decir que es la luz descarriada, pero ni una sola vez es descrito como con aspecto de Dios. La división entre ambos nos hace el panorama más sencillo, de la misma forma que lo es para un niño que ha decidido que uno de los padres tiene que ser el bueno y el otro el malo.
La otra estrategia de supervivencia, que implica negar la negación buscando siempre ser positivo, es muy común en religión. Tiene que pasarse por alto mucho daño para hacer a Dios totalmente benigno, aunque muchas personas consiguen hacerlo. En el drama de la familia, si hay más de un hijo, se fijan las interpretaciones: uno de los hijos estará absolutamente seguro de que nunca hubo abuso o conflicto, mientras que otro estará seguro de que fue una cosa habitual. El poder de interpretación va ligado a la consciencia, ya que las cosas no pueden existir si no somos conscientes de ellas, sin importar lo reales que puedan ser para los demás. En términos religiosos, algunos creyentes están contentos de amar a Dios y temerle al mismo tiempo. Esta dualidad no implica en ningún caso condenación alguna de la deidad, que es todavía «perfecta» (en el sentido de que siempre tiene razón), porque aquellos a los que castiga están equivocados.
En este caso, la fe depende de un sistema de valores predestinado. Si contraigo alguna enfermedad, es que he cometido algún pecado, incluso si no tengo conciencia de ello. Lo que debo hacer es mirar profundamente dentro de mí hasta que encuentre el defecto y entonces veré el perfecto juicio que Dios ha obrado. Sin embargo, a alguien que esté fuera del sistema le puede parecer como si un niño maltratado tuviera que convencerse, a través de una lógica retorcida, de que debe ser malo para que el padre cruel tenga razón. En la fase uno, Dios tiene que tener razón. Si no la tuviera, el mundo sería demasiado peligroso para vivir en él.
¿Cuál es mi reto en la vida?
Sobrevivir, proteger y mantener.
Cada una de las fases de Dios implica un reto en la vida, que puede ser expresado en términos de las más altas aspiraciones. Dios existe para inspirarnos, y esto lo expresamos por medio de las aspiraciones que nos imponemos a nosotros mismos. Una aspiración es el límite de lo posible. En la fase uno, el límite viene dado por circunstancias físicas. Si estamos rodeados por amenazas, sobrevivir es una gran aspiración, como en el caso de un naufragio, una guerra, hambre o una familia que proporcione malos tratos. Sin embargo, cada fase de Dios debe dar aplicación a toda la gama de capacidades humanas ya que, incluso en la peor de las situaciones, una persona aspira a algo más que a ir tirando.
Podríamos pensar que el siguiente paso sería escapar. Sin embargo, en la fase uno, la escapatoria está bloqueada por el principio de realidad; un niño no puede escapar de su familia, del mismo modo que las víctimas del hambre no pueden escapar de la sequía. Por lo tanto, la mente se orienta hacia la imitación de Dios y, como Dios es un protector, intentamos proteger las cosas más valiosas de la vida. Los protectores toman muchas formas, de policías que defienden la ley, de bomberos que velan por la seguridad, o de asistentes sociales que trabajan a favor de los desvalidos.
En otras palabras, la fase uno es la más social de los siete mundos que examinaremos porque en ella aprendemos a ser responsables y cuidadosos.
La recompensa por aprender a proteger a los demás es que éstos nos dan su amor y respeto.
Démonos cuenta de cómo se enfurecen los agentes de policía si se mofan de ellos las mismas personas a las que han jurado defender, cosa que ocurre en los disturbios, las manifestaciones políticas y en los barrios divididos por problemas raciales ya que el protector anhela respeto, pero también es inflexible por lo que a las normas y leyes se refiere. Al ser el guardián, ve peligro en todas partes y lleva a cabo su función de mantener a la gente a raya «por su propio bien». Esto es esencialmente un sentimiento paternal y suele ocurrir que los agentes de policía sean paternales en un sentido positivo y también en un sentido negativo. Pueden perdonar infracciones cuando la persona no ha actuado con alevosía, pero también son propensos a administrar la justicia con contundencia cuando alguien no muestra remordimiento. El desafío total es la peor respuesta que le podemos dar al protector, puesto que entonces cuenta con la justificación necesaria para aplicarnos
la ley al pie de la letra. La autoridad divina puede ser muy cruel incluso con el pueblo escogido, pero para los que están fuera de la ley, y esto quiere decir para cualquiera con una religión diferente, no tiene piedad.
¿Cuál es mi mayor fuerza?
El coraje.
¿Cuál es mi mayor obstáculo?
Miedo a perder, abandono.
No es difícil imaginar lo que hay que hacer para sobrevivir en este mundo tan duro y el coraje que tenemos que demostrar frente a la adversidad. El Antiguo Testamento es un mundo de héroes, como Sansón y como David, que luchan para vencer a sus enemigos. Sus victorias son las pruebas de que Dios les favorecía. Pero como veíamos, no existe lucha, por grande que ésta sea, que apacigüe totalmente a este Dios. El coraje de luchar tiene que convertirse a veces en el coraje de oponérsele.
Al considerar esto a escala familiar, caemos en un círculo vicioso. Si tememos a nuestro padre por su carácter violento e impredecible, la perspectiva de enfrentarnos con él suscitará aún más temor y nos hará guardar silencio. Desdichadamente, callar no hace más que aumentar el temor, porque éste no se ve liberado. La única forma de seguir adelante es vencer el obstáculo, que es real en cada una de las fases de Dios. Como ocurre en el ámbito familiar, el devoto de un Dios aterrador no podrá pasar a una fase superior hasta que se diga: «Estoy cansado de tener miedo. Si tengo que esconderme de tu ira, entonces no eres mi Dios.»
En términos sociales, vemos esta reacción en las rebeliones contra las autoridades. Un policía que decide testificar contra compañeros del cuerpo corruptos pisa terreno pantanoso. Desde un punto de vista es un traidor; desde el otro, es una persona con conciencia. ¿Cuál es la perspectiva correcta? Esto depende de donde esté uno situado. Las personas que tienen que preservar el sistema, como la corrupción es inevitable, deben decidir cuánto mal pueden tolerar en nombre del bien común. Cada día los padres y las madres toman decisiones como ésta sobre el mal comportamiento de sus hijos, del mismo modo que la policía lo hace respecto al comportamiento de los ciudadanos y ciudadanas frente a la ley. Pero otras personas miran el mismo sistema y piensan que hacer el bien no es consecuente con la infracción de las normas que se deben respetar. Los padres no pueden enseñar a ser sinceros siendo mentirosos al mismo tiempo y los policías no pueden aceptar sobornos al mismo tiempo que arrestan a estafadores.
En todo esto no hay una línea definida. Tal y como lo demuestran las organizaciones religiosas, es posible vivir mucho tiempo con un Dios iracundo, celoso e injusto, incluso si suponemos que es el juez supremo. Ninguno de los lados de la línea es mejor que el otro y al final debemos aprender a vivir con ambivalencia.
La importante cuestión psicológica es ¿con cuánto temor estamos dispuestos a convivir? Cuando este obstáculo está salvado, cuando la integridad personal es más importante que ser aceptado dentro del sistema, empieza una nueva fase. De ahí el entusiasmo demostrado por muchos manifestantes contra la guerra. Para ellos, manifestarse contra las autoridades marca un renacimiento de la moralidad que es guiado por el principio más que por fuerzas exteriores.
Traslademos ahora esto a una guerra interna, con una voz interior instándonos a la rebelión y la otra amenazándonos con el castigo por infringir la ley, y tendremos el drama central de la fase uno.
¿Cuál es mi mayor tentación?
La tiranía.
Al leer la historia de Adán y Eva podemos pensar que los hijos de Dios fueron tentados al pecado, pero para mí ésta no es más que la versión oficial. El guardián quiere que obedezcamos y, por lo tanto, tomará como una desobediencia un acto incorrecto. La tentación real está al lado de Dios, del mismo modo que ocurre con cualquier protector que actúe en su nombre. La tentación de Dios es de volvernos tiranos. La tiranía es el deber de protección llevado demasiado lejos. Existe en familias en las que los padres no son capaces de equilibrar las normas con la libertad y en sistemas legales donde se ha olvidado la misericordia.
El deseo de gobernar es tan seductor que no necesitaremos ahondar mucho en esta tentación concreta. Es más interesante preguntar cómo escapar a ella. La mayoría de las veces, el tirano tiene que ser depuesto por la fuerza y en algunas sociedades, como en algunas familias, esto se hace por medio de la violencia. Los niños se rebelan contra la autoridad matándola, de forma simbólica, desde luego, con su comportamiento imprudente de adolescentes, bebiendo en exceso y conduciendo de forma temeraria, por ejemplo. Pero hay un mecanismo para escapar a la tentación con poca violencia, que es encontrar la necesidad de tenerla. En las películas de la mafia, los gángsters se constituyen
en una banda de protección y, con el pretexto de alejar el peligro de los dueños de tiendas y
restaurantes, les venden seguridad en forma de su propia protección. Este planteamiento, sin embargo, sólo funciona con una mentira de por medio, ya que la violencia que se evita viene de los mismos gángsters, que son al mismo tiempo la amenaza y la seguridad. En términos espirituales, la protección de Dios sólo se evalúa si negamos que él es el origen de la amenaza. En definitiva, no hay nada fuera de la deidad, por lo que pedirle protección contra tormentas, hambre, enfermedades e infortunio es lo mismo que pedírsela a su autor.
Leí un caso psiquiátrico en el cual el padre estaba muy preocupado por su hija de tres años que no dormía bien y sufría brotes de grave ansiedad. El padre se sentaba con ella cada noche y le leía cuentos intentando ofrecerle tranquilidad.
—Le leo el cuento de la Caperucita Roja y del lobo feroz —le dijo al médico—. Si se asusta, le
digo que no hay nada por lo que preocuparse, que yo estoy allí para protegerla.
—O sea, ¿usted no puede entender por qué está tan asustada? —le hizo notar el médico.
—No —dijo el padre—. No puedo ser más tranquilizador.
—¡Claro que sí! Pregúntese por qué escoge cuentos que la asustan si ella se asusta tanto al
escucharlos.
La respuesta en este caso es que el padre estaba cegado por su necesidad de ser tranquilizador, una necesidad arraigada en el pasado, porque había tenido un padre ausente que no se ocupaba de él para calmar sus temores infantiles. Esta anécdota es muy ilustrativa, porque plantea la cuestión central de la fase uno: ¿Por qué Dios ha tenido que hacer un mundo tan aterrador? ¿Fue solamente por una tentación de tiranizarnos? La respuesta no está en Dios sino en la interpretación que hacemos de él. Para salir de la fase uno tenemos que llegar a una nueva interpretación de todos los aspectos que han sido tratados hasta este momento: ¿quién es Dios?, ¿qué clase de mundo ha creado?, ¿quién soy yo?, ¿de qué modo encajo en todo esto? En la fase dos tenemos que superar el problema de la supervivencia. Tenemos mucha menos necesidad de tener miedo, y por primera vez vemos la influencia emergente del nuevo cerebro. Incluso de este modo, de la misma manera que el cerebro reptiliano está encerrado dentro del cráneo y no queda inhabilitado por el intelecto o anulado por pensamientos más elevados, el Dios de la fase uno es un legado permanente que cualquiera confronta antes de alcanzar su crecimiento interior.