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sábado, 24 de febrero de 2018

4 ~ Recuperar nuestro estado innato de felicidad

Primera parte
El Propósito de la vida

4 ~ Recuperar nuestro estado innato de felicidad

Nuestra naturaleza fundamental

- Estamos hechos para buscar la felicidad. Y está claro que los sentimientos de amor, afecto, intimidad y compasión traen consigo la felicidad. Estoy convencido de que todos poseemos la base para ser fe­lices, para acceder a esos estados cálidos y compasivos de la mente que aportan felicidad -afirmó el Dalai Lama-. De hecho, una de mis convicciones fundamentales es que no sólo poseemos el potencial ne­cesario para la compasión, sino que la naturaleza básica o fundamen­tal de los seres humanos es la benevolencia.
-¿En qué funda esa convicción?
-La doctrina de la «naturaleza de Buda» aporta fundamentos para creer que la naturaleza de todos los seres sensibles es esencial­mente benévola y no agresiva. Pero ese punto de vista también se puede adoptar sin necesidad de recurrir a la «naturaleza de Buda».

En la filosofía budista, la «naturaleza de Buda» se refiere a la naturaleza fun­damental, básica y más sutil de la mente. Presente en todos los seres humanos, no puede alcanzarse cuando hay emociones o pensamientos negativos.
También baso esta convicción en otros motivos. Creo que la cuestión del afecto y la compasión no pertenece exclusivamente a la esfera reli­giosa, sino que es indispensable en las consideraciones cotidianas.
»Si analizamos la existencia, vemos que estamos fundamental­mente alentados por el afecto de los demás. Eso es algo que se inicia ya en el momento de nacer. Nuestro primer acto después de nacer es mamar de nuestra madre, o de alguna otra mujer. Hay en ello afecto y compasión. Sin eso no podríamos sobrevivir, está claro. Y esa acción no puede realizarse a menos que exista un sentimiento mutuo de afec­to. El niño, si no nota sentimientos de afecto, si no tiene vinculación con la persona que le da la leche, es posible que rechace el alimento. y si no hay afecto por parte de la madre o de alguna otra persona, es posible que no se le ofrezca libremente la leche. Así es la vida. Ésa es la realidad.
»Nuestra propia estructura física parece corresponderse con los sentimientos de amor y compasión. Un estado mental sereno y afec­tuoso tiene efectos beneficiosos para nuestra salud. Y, a la inversa, los sentimientos de frustración, temor, agitación y cólera pueden ser destructivos para ella.
»También observamos que nuestro equilibrio emocional se robus­tece gracias a los sentimientos de afecto. Para comprenderlo sólo tene­mos que pensar en cómo nos sentimos cuando otros nos manifiestan calor y afecto. También podemos observar cómo nos afectan nuestros sentimientos. Estas emociones positivas y los comportamientos que las acompañan conducen a una vida familiar y social más feliz.
»Creo que podemos inferir de ello que nuestra naturaleza funda­mental es la bondad y el amor. Por tanto, nada tiene más sentido que intentar vivir en concordancia con esta naturaleza.
-Si nuestra naturaleza esencial es amable y compasiva -pregun­té-, ¿cómo explica todos los conflictos y comportamientos agresivos que nos rodean?
El Dalai Lama asintió, con gesto reflexivo, antes de contestar. -Naturalmente, no podemos pasar por alto el hecho de que los conflictos y las tensiones existen, no sólo dentro del individuo, sino también en la familia, en nuestras relaciones, nuestro país y el mundo. Así pues, al abordar esta situación, algunas personas llegan a la con­clusión de que la naturaleza humana es básicamente agresiva. Quizá miren la historia humana y sugieran que, en comparación con otros mamíferos, el comportamiento humano es mucho más agresivo. O qui­zá admitan: «Sí, la compasión forma parte de nosotros, pero la cóle­ra también. Ambas constituyen una parte de nuestra naturaleza, am­bas se encuentran más o menos al mismo nivel». A pesar de todo -siguió diciendo con firmeza, adelantando la cabeza, tenso y alerta-, sigo estando convencido de que la naturaleza humana es esencialmen­te compasiva y bondadosa. Ésa es la característica predominante. La cólera, la violencia y la agresividad pueden surgir, ciertamente, pero creo que se producen en un nivel secundario y más superficial; en cier­to modo brotan cuando nos sentimos frustrados en nuestros esfuerzos por lograr amor y afecto. No forman parte de nuestra naturaleza básica.
»Así pues, aunque puede haber agresividad, estoy convencido de que no proviene del sustrato humano fundamental, sino que es más bien el resultado del intelecto, de la inteligencia desequilibrada, del mal uso de ella, o de nuestra imaginación. Al contemplar la evolución hu­mana, creo que, en comparación con otros animales, nuestro cuerpo es muy débil. Gracias, sin embargo, al desarrollo de la inteligencia, fuimos capaces de utilizar muchos instrumentos y descubrir métodos de afrontar situaciones ambientales adversas. A medida que la socie­dad humana y las condiciones de vida fueron haciéndose más com­plejas, el papel de la inteligencia y la capacidad cognitiva para satis­facer crecientes exigencias cobró mayor importancia. Por tanto, creo que nuestra naturaleza subyacente o fundamental es la afable, y que la inteligencia viene de una evolución posterior. Y si la inteligencia y la capacidad cognitiva se desarrollan de forma desequilibrada, sin ser adecuadamente contrarrestadas por la compasión, pueden ser destructivas y conducir al desastre.
»Pero también es importante reconocer que si bien los conflictos son originados por el mal uso de la inteligencia, podemos utilizar ésta para descubrir medios que nos permiten superarlos. Al utilizar con­juntamente la inteligencia y la bondad, todas las acciones humanas son constructivas. Al combinar un corazón cálido con el conocimien­to y la educación, aprendemos a respetar los puntos de vista y los de­rechos de los demás. Eso es el cimiento de un espíritu de reconcilia­ción que sirva para superar la agresión y resolver nuestros conflictos.
El Dalai Lama hizo una pausa y miró su reloj.
-Así que, por mucha violencia que exista y a pesar de las penali­dades por las que tengamos que pasar, estoy convencido de que la so­lución definitiva de nuestros conflictos, tanto internos como externos; consiste en volver a nuestra naturaleza humana básica, que es bonda­dosa y compasiva.
Miró de nuevo su reloj y empezó a reír de un modo afable.
-y ahora... creo que es mejor que lo dejemos aquí. ¡Ha sido un día muy largo! Recogió los zapatos que se había quitado durante la conversación y se retiró a su habitación.

La cuestión de la naturaleza humana

Durante las últimas décadas, la visión del Dalai Lama sobre la na­turaleza compasiva de los seres humanos parece estar ganando terreno en Occidente, fruto de un gran esfuerzo. En el pensamiento occidental se halla profundamente arraigada la idea de que el comportamiento humano es esencialmente egoísta. Nuestra cultura se ha visto domi­nada durante siglos por la convicción de que no sólo somos congéni­tamente egoístas, sino también agresivos. Claro que asimismo son muchas las personas que han mantenido el punto de vista opuesto. A mediados del siglo XVIII, por ejemplo, David Hume escribió mucho sobre la «benevolencia natural» de los seres humanos. Un siglo más tarde, incluso Charles Darwin atribuyó a nuestra especie un «instinto de simpatía». Pero, por alguna razón, en nuestra cultura ha echado raíces el punto de vista más pesimista sobre la humanidad, al menos desde el siglo XVII, bajo la influencia de filósofos como Thomas Hob­bes, quien tuvo una visión bastante pesimista de la especie humana, a la que consideraba violenta, competitiva y en conflicto continuo, úni­camente preocupada por el interés propio. Hobbes, que se hizo fa­moso por descartar cualquier atisbo de bondad humana básica, fue descubierto en cierta ocasión dándole dinero a. un mendigo, en la ca­lle. Al ser interrogado acerca de este impulso de generosidad, afirmó: «No lo hago para ayudarle, sino para aliviar mi propia angustia al ver su pobreza».
De modo similar, en la primera parte de este siglo, el filósofo Geor­ge Santayana, de origen español, escribió que los impulsos generosos y de preocupación por los demás son generalmente débiles, fugaces e inestables, y «si se escarba un poco por debajo de la superficie se en­contrará un hombre feroz, obstinado y profundamente egoísta». Des­graciadamente, la ciencia y la psicología occidentales se aferraron a ideas como éstas, admitiendo e incluso estimulando dicho egoísmo. Durante los primeros tiempos, la moderna psicología científica per­sistió en la suposición de que toda motivación humana es, en último término, egoísta y se basa puramente en el propio interés.
Después de aceptar implícitamente la premisa de nuestro egoísmo connatural, destacados científicos han añadido, durante los últimos cien años, la creencia en la naturaleza esencialmente agresiva de los seres humanos. Freud afirmó que «la inclinación hacia la agresión es una disposición original e instintiva que se sustenta a sí misma». En la segunda mitad de este siglo hubo dos autores en particular, Robert Ardrey y Konrad Lorenz, que examinaron las pautas del comporta­miento de ciertas especies animales depredadoras y llegaron a la con­clusión de que los seres humanos también eran básicamente depre­dadores, dotados de una tendencia innata a luchar por la posesión de territorio.

En los últimos años, sin embargo, el péndulo parece alejarse de esta visión profundamente pesimista, para acercarse a la sustentada por el Dalai Lama, la de la naturaleza bondadosa y compasiva del hombre. Durante las dos o tres últimas décadas cientos de estudios científicos indican que la agresividad no es innata y que el comportamiento violento está influido por factores biológicos, sociales, situacionales y ambientales. La síntesis de estas recientes investigaciones se refleja en la Declaración de Sevilla sobre la Violencia, en 1986, redactada por más de veinte destacados científicos de todo el mundo.
En ella, se re­conoce, naturalmente, que el comportamiento violento existe, pero se afirma categóricamente que es científicamente incorrecto decir que te­nemos una tendencia heredada a hacer la guerra o actuar con violen­cia. Ese comportamiento no se encuentra genéticamente en el hom­bre. Los científicos dijeron que a pesar de tener un aparato neuronal apto para actuar con violencia, ese comportamiento no se activa automáticamente. En nuestra neurofisiología no hay nada que nos im­pulse a actuar con violencia. Al examinar el tema de la naturaleza hu­mana básica, la mayoría de los investigadores de este campo tienen la impresión de que poseemos potencial para desarrollarnos como per­sonas bondadosas o agresivas, y que prevalezca uno u otro impulso depende en buena medida de nuestra formación.
Los investigadores contemporáneos no sólo han rechazado la te­sis de la agresividad innata, sino también la del egoísmo. Investiga­dores como C. Daniel Batson o Nancy Eisenberg, de la Universidad Estatal de Arizona, han realizado numerosos estudios en los que se demuestra que los seres humanos tenemos una tendencia hacia el comportamiento altruista y algunos científicos, como la socióloga Linda Wilson, tratan de descubrir la causa. La doctora Wilson ha teorizado que el altruismo puede formar parte de nuestro instinto básico de su­pervivencia, precisamente lo opuesto a las ideas de pensadores ante­riores, quienes sostuvieron que la hostilidad y la agresividad eran la característica constitutiva de nuestro instinto de supervivencia. Al examinar más de cien grandes desastres naturales, la doctora Wilson encontró una fuerte tendencia altruista entre las víctimas, lo que pa­recía formar parte del proceso de recuperación. Descubrió que la ayu­da mutua tendía a evitar problemas psicológicos derivados de situa­ciones traumáticas.
La tendencia a establecer estrechos vínculos con los demás, ac­tuando en favor del bienestar colectivo, puede estar profundamente enraizada en la naturaleza humana, por haberse forjado en un remo­to pasado, cuando aquellos que pasaban a formar parte de un grupo tenían mayores probabilidades de supervivencia. Esta necesidad de estrechos lazos sociales persiste en la actualidad. En un estudio reali­zado por el doctor Larry Scherwitz, que examina los factores de ries­go de enfermedades coronarias, se ha descubierto que las personas más centradas en sí mismas (quienes suelen utilizar más los pronom­bres «yo», «mi» y «mío» en una entrevista) eran las más propensas a desarrollarlas, a pesar de mantener refrenados muchos comporta­mientos amenazadores para la salud. Los científicos están descubrien­do que las personas sin estrechos lazos sociales tienen una salud defi­ciente, niveles más elevados de infelicidad y son más vulnerables al estrés.
Abrirse para ayudar a los demás puede ser tan fundamental para nuestra naturaleza como la comunicación. Podría establecerse una analogía con el desarrollo del lenguaje, que, como la capacidad para la compasión y el altruismo, es una de las magníficas características de la raza humana. Hay zonas del cerebro específicamente dotadas para el desarrollo del lenguaje. Si nos vemos expuestos a unas condi­ciones ambientales correctas, como por ejemplo una sociedad en la que se habla, esas zonas del cerebro empiezan a desarrollarse y a ma­durar y aumenta nuestra capacidad para el lenguaje. Del mismo modo, todos los seres humanos pueden poseer la «semilla de la compasión», que florecerá en condiciones adecuadas, en el hogar, en el conjunto de la sociedad quizá, más tarde, gracias a nuestros propios y decididos esfuerzos. Animados por esta idea, los investigadores tratan de des­cubrir ahora cuáles son las condiciones ambientales óptimas para la maduración de esa semilla en los niños. Por el momento han identificado varios factores: tener padres capaces de regular sus propias emo­ciones, con un comportamiento altruista que los niños puedan imi­tar, que establezcan límites apropiados para el comportamiento del niño, que infundan en él responsabilidad y que utilicen el razona­miento para dirigir su atención hacia estados afectivos y hacia las consecuencias que puede tener su comportamiento sobre los demás.

Revisar nuestros presupuestos sobre la naturaleza fundamental de los seres humanos, pasando de lo hostil a lo cooperativo, abre nuevas posibilidades ante nosotros. Si empezamos por asumir el modelo del propio interés de todo comportamiento humano, el niño sirve como un ejemplo perfecto, como una «prueba» de esa teoría. En el momen­to de nacer, parece tener una sola cosa en su mente: la satisfacción de sus necesidades, como la alimentación y el bienestar físico. Pero si dejamos de lado esa suposición, empieza a surgir ante nosotros una imagen completamente nueva. Podemos decir entonces, con la misma facilidad, que el niño nace programado sólo para aportar placer y alegría a los demás. Al observar a un niño sano, sería difícil negar la na­turaleza bondadosa de los seres humanos. A partir de esto, podríamos argumentar que el niño tiene una capacidad innata para aportar pla­cer a otro, a la persona que lo cuida. Un recién nacido, por ejemplo, sólo tiene desarrollado un cinco por ciento del sentido del olfato, en comparación con un adulto, mientras que el sentido del gusto es más débil aún. Pero estos sentidos en el recién nacido están polarizados en el olor y el sabor de la leche. El acto de mamar no sólo le aporta nu­trientes, sino que también sirve para aliviar la tensión en el pecho de la madre. Así pues, podríamos decir que el niño nace con la capaci­dad innata para producir placer en la madre, al aliviar la tensión en su pecho.
Un niño también está biológicamente programado para reconocer y responder, y son muy pocas las personas que no experimentan un verdadero placer cuando un bebé las mira inocentemente a los ojos y les sonríe. Algunos etólogos han sugerido que cuando un niño sonríe a la persona que lo cuida, o la mira directamente a los ojos, está si­guiendo una «pauta biológica» profundamente enraizada, que «pro­voca» comportamientos bondadosos, tiernos y atentos en esa persona, que también son instintivos. Conforme avanza la investigación de la naturaleza, la noción del niño como un pequeño manojo de egoísmo, como una máquina de comer y dormir, va dejando paso a la de un ser que llega al mundo dotado de un mecanismo para complacer a los de­más, y que sólo necesita condiciones ambientales adecuadas para que germine y crezca en él la «semilla de la compasión», fundamental y natural.
Una vez que llegamos a la conclusión de que la naturaleza básica de la humanidad es compasiva en lugar de agresiva, nuestra relación con el mundo que nos rodea cambia inmediatamente. Ver a los demás como básicamente compasivos en lugar de hostiles y egoístas nos ayu­da a relajamos, a confiar, a sentimos a gusto. Nos hace más felices.

Meditación sobre el propósito de la vida

Esa semana, mientras el Dalai Lama estaba en el desierto de Arizo­na, dedicado a explorar la naturaleza humana y a examinar la mente con el escrutinio de un científico, una sencilla verdad pareció iluminar todas las discusiones: el propósito de nuestra vida es la felicidad. Esa simple afirmación puede utilizarse como una poderosa herramienta para navegar a través de los problemas cotidianos. Desde esa pers­pectiva, nuestra tarea consiste en descartar las que conducen al sufri­miento y acumular aquellas otras que conducen a la felicidad. El mé­todo, la práctica diaria, supone incrementar nuestra comprensión de lo que conduce verdaderamente a la felicidad.
Cuando la vida se hace demasiado complicada y nos sentimos abru­mados, a menudo resulta muy útil retroceder un poco y recordar cuál es nuestro propósito, nuestro objetivo esencial. Al afrontar la sensa­ción de estancamiento y confusión, puede sernos útil tomar una hora, una tarde o incluso varios días para reflexionar y determinar qué es lo que nos aportará verdaderamente felicidad, para luego organizar nues­tras prioridades. Eso puede resituar nuestra vida en el contexto ade­cuado, permitir una nueva perspectiva y ver el camino correcto.
De vez en cuando, tenemos que afrontar decisiones fundamentales que pueden afectar al curso de nuestras vidas. Quizá decidamos, por ejemplo, contraer matrimonio, tener hijos o estudiar para ser aboga­dos, artistas o electricistas. Una de dichas decisiones puede ser tam­bién la firme resolución de ser felices, de conocer los factores que conciernen a la consecución de la felicidad y dar pasos en esa direc­ción. Volverse hacia la felicidad como un objetivo alcanzable y tomar la decisión de buscarla de manera sistemática, puede cambiar profun­damente nuestra vida.
El conocimiento que tiene el Dalai Lama de los factores que, en úl­timo término, conducen a la felicidad, proviene de toda una vida de observación metódica de su propia mente, de exploración de la con­dición humana, dentro del marco establecido por Buda hace veinti­cinco siglos. Así, el Dalai Lama ha llegado a algunas conclusiones de­finitivas sobre qué actividades y pensamientos son más valiosos. Sintetizó sus convicciones en las siguientes palabras, sobre las que se debe meditar.
-A veces, al encontrarme con viejos amigos, recuerdo lo rápida­mente que pasa el tiempo. Y eso hace que me pregunte si lo utiliza­mos adecuadamente. La utilización adecuada del tiempo es muy im­portante. Con este cuerpo y especialmente con este extraordinario cerebro humano, cada minuto es precioso. Nuestra existencia cotidia­na está llena de esperanza, a pesar de que nada garantiza nuestro futu­ro. Nada nos asegura que mañana, a esta misma hora, estaremos aquí. A pesar de ello, trabajamos esperanzados. Así pues, necesitamos ha­cer el mejor uso posible de él. Estoy convencido de que la utilización adecuada del tiempo consiste en servir a otras personas, a otros seres sensibles. Si no pudiera ser así, evitemos al menos causarles daño. Creo que ésa es toda la base de mi filosofía.
»Así pues, reflexionemos sobre cuál es el verdadero valor en la vida, qué da significado a nuestras vidas, y establezcamos nuestras priori­dades sobre esa base. El propósito de nuestra vida ha de ser positivo. No nacimos con el propósito de causar problemas, de hacer daño a los demás. Para que nuestra vida sea valiosa, tenemos que desarrollar buenas cualidades, como cordialidad, afabilidad y compasión. Enton­ces, nuestra vida podrá ser más significativa y pacífica, más feliz.

Dalai Lama con Howard C. Cutler, M. D.
EL ARTE DE LA FELICIDAD
Traducción de José Manuel Pomares


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