Primera parte
El Propósito de la vida
4 ~ Recuperar nuestro estado innato de felicidad
Nuestra naturaleza fundamental
- Estamos hechos para buscar la
felicidad. Y está claro que los sentimientos de amor, afecto,
intimidad y compasión traen consigo la felicidad. Estoy convencido
de que todos poseemos la base para ser felices, para acceder a
esos estados cálidos y compasivos de la mente que aportan felicidad
-afirmó el Dalai Lama-. De hecho, una de mis convicciones
fundamentales es que no sólo poseemos el potencial necesario
para la compasión, sino que la naturaleza básica o fundamental
de los seres humanos es la benevolencia.
-¿En qué funda esa convicción?
-La doctrina de la «naturaleza de
Buda» aporta fundamentos para creer que la naturaleza de todos los
seres sensibles es esencialmente benévola y no agresiva. Pero
ese punto de vista también se puede adoptar sin necesidad de
recurrir a la «naturaleza de Buda».
En la filosofía budista, la
«naturaleza de Buda» se refiere a la naturaleza fundamental,
básica y más sutil de la mente. Presente en todos los seres
humanos, no puede alcanzarse cuando hay emociones o pensamientos
negativos.
También baso esta convicción en
otros motivos. Creo que la cuestión del afecto y la compasión no
pertenece exclusivamente a la esfera religiosa, sino que es
indispensable en las consideraciones cotidianas.
»Si analizamos la existencia, vemos
que estamos fundamentalmente alentados por el afecto de los
demás. Eso es algo que se inicia ya en el momento de nacer. Nuestro
primer acto después de nacer es mamar de nuestra madre, o de alguna
otra mujer. Hay en ello afecto y compasión. Sin eso no podríamos
sobrevivir, está claro. Y esa acción no puede realizarse a menos
que exista un sentimiento mutuo de afecto. El niño, si no nota
sentimientos de afecto, si no tiene vinculación con la persona que
le da la leche, es posible que rechace el alimento. y si no hay
afecto por parte de la madre o de alguna otra persona, es posible que
no se le ofrezca libremente la leche. Así es la vida. Ésa es la
realidad.
»Nuestra propia estructura física
parece corresponderse con los sentimientos de amor y compasión. Un
estado mental sereno y afectuoso tiene efectos beneficiosos para
nuestra salud. Y, a la inversa, los sentimientos de frustración,
temor, agitación y cólera pueden ser destructivos para ella.
»También observamos que nuestro
equilibrio emocional se robustece gracias a los sentimientos de
afecto. Para comprenderlo sólo tenemos que pensar en cómo nos
sentimos cuando otros nos manifiestan calor y afecto. También
podemos observar cómo nos afectan nuestros sentimientos. Estas
emociones positivas y los comportamientos que las acompañan conducen
a una vida familiar y social más feliz.
»Creo que podemos inferir de ello que
nuestra naturaleza fundamental es la bondad y el amor. Por
tanto, nada tiene más sentido que intentar vivir en concordancia con
esta naturaleza.
-Si nuestra naturaleza esencial es
amable y compasiva -pregunté-, ¿cómo explica todos los
conflictos y comportamientos agresivos que nos rodean?
El Dalai Lama asintió, con gesto
reflexivo, antes de contestar. -Naturalmente, no podemos pasar por
alto el hecho de que los conflictos y las tensiones existen, no sólo
dentro del individuo, sino también en la familia, en nuestras
relaciones, nuestro país y el mundo. Así pues, al abordar esta
situación, algunas personas llegan a la conclusión de que la
naturaleza humana es básicamente agresiva. Quizá miren la historia
humana y sugieran que, en comparación con otros mamíferos, el
comportamiento humano es mucho más agresivo. O quizá admitan:
«Sí, la compasión forma parte de nosotros, pero la cólera
también. Ambas constituyen una parte de nuestra naturaleza, ambas
se encuentran más o menos al mismo nivel». A pesar de todo -siguió
diciendo con firmeza, adelantando la cabeza, tenso y alerta-, sigo
estando convencido de que la naturaleza humana es esencialmente
compasiva y bondadosa. Ésa es la característica predominante. La
cólera, la violencia y la agresividad pueden surgir, ciertamente,
pero creo que se producen en un nivel secundario y más superficial;
en cierto modo brotan cuando nos sentimos frustrados en nuestros
esfuerzos por lograr amor y afecto. No forman parte de nuestra
naturaleza básica.
»Así pues, aunque puede haber
agresividad, estoy convencido de que no proviene del sustrato humano
fundamental, sino que es más bien el resultado del intelecto, de la
inteligencia desequilibrada, del mal uso de ella, o de nuestra
imaginación. Al contemplar la evolución humana, creo que, en
comparación con otros animales, nuestro cuerpo es muy débil.
Gracias, sin embargo, al desarrollo de la inteligencia, fuimos
capaces de utilizar muchos instrumentos y descubrir métodos de
afrontar situaciones ambientales adversas. A medida que la sociedad
humana y las condiciones de vida fueron haciéndose más complejas,
el papel de la inteligencia y la capacidad cognitiva para satisfacer
crecientes exigencias cobró mayor importancia. Por tanto, creo que
nuestra naturaleza subyacente o fundamental es la afable, y que la
inteligencia viene de una evolución posterior. Y si la inteligencia
y la capacidad cognitiva se desarrollan de forma desequilibrada, sin
ser adecuadamente contrarrestadas por la compasión, pueden ser
destructivas y conducir al desastre.
»Pero también es importante
reconocer que si bien los conflictos son originados por el mal uso de
la inteligencia, podemos utilizar ésta para descubrir medios que nos
permiten superarlos. Al utilizar conjuntamente la inteligencia y
la bondad, todas las acciones humanas son constructivas. Al combinar
un corazón cálido con el conocimiento y la educación,
aprendemos a respetar los puntos de vista y los derechos de los
demás. Eso es el cimiento de un espíritu de reconciliación
que sirva para superar la agresión y resolver nuestros conflictos.
El Dalai Lama hizo una pausa y miró
su reloj.
-Así que, por mucha violencia que
exista y a pesar de las penalidades por las que tengamos que
pasar, estoy convencido de que la solución definitiva de
nuestros conflictos, tanto internos como externos; consiste en volver
a nuestra naturaleza humana básica, que es bondadosa y
compasiva.
Miró de nuevo su reloj y empezó a
reír de un modo afable.
-y ahora... creo que es mejor que lo
dejemos aquí. ¡Ha sido un día muy largo! Recogió los zapatos que
se había quitado durante la conversación y se retiró a su
habitación.
La cuestión de la naturaleza humana
Durante las últimas décadas, la
visión del Dalai Lama sobre la naturaleza compasiva de los
seres humanos parece estar ganando terreno en Occidente, fruto de un
gran esfuerzo. En el pensamiento occidental se halla profundamente
arraigada la idea de que el comportamiento humano es esencialmente
egoísta. Nuestra cultura se ha visto dominada durante siglos
por la convicción de que no sólo somos congénitamente
egoístas, sino también agresivos. Claro que asimismo son muchas las
personas que han mantenido el punto de vista opuesto. A mediados del
siglo XVIII, por ejemplo, David Hume escribió mucho sobre la
«benevolencia natural» de los seres humanos. Un siglo más tarde,
incluso Charles Darwin atribuyó a nuestra especie un «instinto de
simpatía». Pero, por alguna razón, en nuestra cultura ha echado
raíces el punto de vista más pesimista sobre la humanidad, al menos
desde el siglo XVII, bajo la influencia de filósofos como Thomas
Hobbes, quien tuvo una visión bastante pesimista de la especie
humana, a la que consideraba violenta, competitiva y en conflicto
continuo, únicamente preocupada por el interés propio. Hobbes,
que se hizo famoso por descartar cualquier atisbo de bondad
humana básica, fue descubierto en cierta ocasión dándole dinero a.
un mendigo, en la calle. Al ser interrogado acerca de este
impulso de generosidad, afirmó: «No lo hago para ayudarle, sino
para aliviar mi propia angustia al ver su pobreza».
De modo similar, en la primera parte
de este siglo, el filósofo George Santayana, de origen español,
escribió que los impulsos generosos y de preocupación por los demás
son generalmente débiles, fugaces e inestables, y «si se escarba un
poco por debajo de la superficie se encontrará un hombre feroz,
obstinado y profundamente egoísta». Desgraciadamente, la
ciencia y la psicología occidentales se aferraron a ideas como
éstas, admitiendo e incluso estimulando dicho egoísmo. Durante los
primeros tiempos, la moderna psicología científica persistió
en la suposición de que toda motivación humana es, en último
término, egoísta y se basa puramente en el propio interés.
Después de aceptar implícitamente la
premisa de nuestro egoísmo connatural, destacados científicos han
añadido, durante los últimos cien años, la creencia en la
naturaleza esencialmente agresiva de los seres humanos. Freud afirmó
que «la inclinación hacia la agresión es una disposición original
e instintiva que se sustenta a sí misma». En la segunda mitad de
este siglo hubo dos autores en particular, Robert Ardrey y Konrad
Lorenz, que examinaron las pautas del comportamiento de ciertas
especies animales depredadoras y llegaron a la conclusión de
que los seres humanos también eran básicamente depredadores,
dotados de una tendencia innata a luchar por la posesión de
territorio.
En los últimos años, sin embargo, el
péndulo parece alejarse de esta visión profundamente pesimista,
para acercarse a la sustentada por el Dalai Lama, la de la naturaleza
bondadosa y compasiva del hombre. Durante las dos o tres últimas
décadas cientos de estudios científicos indican que la agresividad
no es innata y que el comportamiento violento está influido por
factores biológicos, sociales, situacionales y ambientales. La
síntesis de estas recientes investigaciones se refleja en la
Declaración de Sevilla sobre la Violencia, en 1986, redactada por
más de veinte destacados científicos de todo el mundo.
En ella, se
reconoce, naturalmente, que el comportamiento violento existe,
pero se afirma categóricamente que es científicamente incorrecto
decir que tenemos una tendencia heredada a hacer la guerra o
actuar con violencia. Ese comportamiento no se encuentra
genéticamente en el hombre. Los científicos dijeron que a
pesar de tener un aparato neuronal apto para actuar con violencia,
ese comportamiento no se activa automáticamente. En nuestra
neurofisiología no hay nada que nos impulse a actuar con
violencia. Al examinar el tema de la naturaleza humana básica,
la mayoría de los investigadores de este campo tienen la impresión
de que poseemos potencial para desarrollarnos como personas
bondadosas o agresivas, y que prevalezca uno u otro impulso depende
en buena medida de nuestra formación.
Los investigadores contemporáneos no
sólo han rechazado la tesis de la agresividad innata, sino
también la del egoísmo. Investigadores como C. Daniel Batson o
Nancy Eisenberg, de la Universidad Estatal de Arizona, han realizado
numerosos estudios en los que se demuestra que los seres humanos
tenemos una tendencia hacia el comportamiento altruista y algunos
científicos, como la socióloga Linda Wilson, tratan de descubrir la
causa. La doctora Wilson ha teorizado que el altruismo puede formar
parte de nuestro instinto básico de supervivencia, precisamente
lo opuesto a las ideas de pensadores anteriores, quienes
sostuvieron que la hostilidad y la agresividad eran la característica
constitutiva de nuestro instinto de supervivencia. Al examinar más
de cien grandes desastres naturales, la doctora Wilson encontró una
fuerte tendencia altruista entre las víctimas, lo que parecía
formar parte del proceso de recuperación. Descubrió que la ayuda
mutua tendía a evitar problemas psicológicos derivados de
situaciones traumáticas.
La tendencia a establecer estrechos
vínculos con los demás, actuando en favor del bienestar
colectivo, puede estar profundamente enraizada en la naturaleza
humana, por haberse forjado en un remoto pasado, cuando aquellos
que pasaban a formar parte de un grupo tenían mayores probabilidades
de supervivencia. Esta necesidad de estrechos lazos sociales persiste
en la actualidad. En un estudio realizado por el doctor Larry
Scherwitz, que examina los factores de riesgo de enfermedades
coronarias, se ha descubierto que las personas más centradas en sí
mismas (quienes suelen utilizar más los pronombres «yo», «mi»
y «mío» en una entrevista) eran las más propensas a
desarrollarlas, a pesar de mantener refrenados muchos
comportamientos amenazadores para la salud. Los científicos
están descubriendo que las personas sin estrechos lazos
sociales tienen una salud deficiente, niveles más elevados de
infelicidad y son más vulnerables al estrés.
Abrirse para ayudar a los demás puede
ser tan fundamental para nuestra naturaleza como la comunicación.
Podría establecerse una analogía con el desarrollo del lenguaje,
que, como la capacidad para la compasión y el altruismo, es una de
las magníficas características de la raza humana. Hay zonas del
cerebro específicamente dotadas para el desarrollo del lenguaje. Si
nos vemos expuestos a unas condiciones ambientales correctas,
como por ejemplo una sociedad en la que se habla, esas zonas del
cerebro empiezan a desarrollarse y a madurar y aumenta nuestra
capacidad para el lenguaje. Del mismo modo, todos los seres humanos
pueden poseer la «semilla de la compasión», que florecerá en
condiciones adecuadas, en el hogar, en el conjunto de la sociedad
quizá, más tarde, gracias a nuestros propios y decididos esfuerzos.
Animados por esta idea, los investigadores tratan de descubrir
ahora cuáles son las condiciones ambientales óptimas para la
maduración de esa semilla en los niños. Por el momento han
identificado varios factores: tener padres capaces de regular sus
propias emociones, con un comportamiento altruista que los niños
puedan imitar, que establezcan límites apropiados para el
comportamiento del niño, que infundan en él responsabilidad y que
utilicen el razonamiento para dirigir su atención hacia estados
afectivos y hacia las consecuencias que puede tener su comportamiento
sobre los demás.
Revisar nuestros presupuestos sobre la
naturaleza fundamental de los seres humanos, pasando de lo hostil a
lo cooperativo, abre nuevas posibilidades ante nosotros. Si empezamos
por asumir el modelo del propio interés de todo comportamiento
humano, el niño sirve como un ejemplo perfecto, como una «prueba»
de esa teoría. En el momento de nacer, parece tener una sola
cosa en su mente: la satisfacción de sus necesidades, como la
alimentación y el bienestar físico. Pero si dejamos de lado esa
suposición, empieza a surgir ante nosotros una imagen completamente
nueva. Podemos decir entonces, con la misma facilidad, que el niño
nace programado sólo para aportar placer y alegría a los demás. Al
observar a un niño sano, sería difícil negar la naturaleza
bondadosa de los seres humanos. A partir de esto, podríamos
argumentar que el niño tiene una capacidad innata para aportar
placer a otro, a la persona que lo cuida. Un recién nacido, por
ejemplo, sólo tiene desarrollado un cinco por ciento del sentido del
olfato, en comparación con un adulto, mientras que el sentido del
gusto es más débil aún. Pero estos sentidos en el recién nacido
están polarizados en el olor y el sabor de la leche. El acto de
mamar no sólo le aporta nutrientes, sino que también sirve
para aliviar la tensión en el pecho de la madre. Así pues,
podríamos decir que el niño nace con la capacidad innata para
producir placer en la madre, al aliviar la tensión en su pecho.
Un niño también está biológicamente
programado para reconocer y responder, y son muy pocas las personas
que no experimentan un verdadero placer cuando un bebé las mira
inocentemente a los ojos y les sonríe. Algunos etólogos han
sugerido que cuando un niño sonríe a la persona que lo cuida, o la
mira directamente a los ojos, está siguiendo una «pauta
biológica» profundamente enraizada, que «provoca»
comportamientos bondadosos, tiernos y atentos en esa persona, que
también son instintivos. Conforme avanza la investigación de la
naturaleza, la noción del niño como un pequeño manojo de egoísmo,
como una máquina de comer y dormir, va dejando paso a la de un ser
que llega al mundo dotado de un mecanismo para complacer a los
demás, y que sólo necesita condiciones ambientales adecuadas
para que germine y crezca en él la «semilla de la compasión»,
fundamental y natural.
Una vez que llegamos a la conclusión
de que la naturaleza básica de la humanidad es compasiva en lugar de
agresiva, nuestra relación con el mundo que nos rodea cambia
inmediatamente. Ver a los demás como básicamente compasivos en
lugar de hostiles y egoístas nos ayuda a relajamos, a confiar,
a sentimos a gusto. Nos hace más felices.
Meditación sobre el propósito de
la vida
Esa semana, mientras el Dalai Lama
estaba en el desierto de Arizona, dedicado a explorar la
naturaleza humana y a examinar la mente con el escrutinio de un
científico, una sencilla verdad pareció iluminar todas las
discusiones: el propósito de nuestra vida es la felicidad. Esa
simple afirmación puede utilizarse como una poderosa herramienta
para navegar a través de los problemas cotidianos. Desde esa
perspectiva, nuestra tarea consiste en descartar las que
conducen al sufrimiento y acumular aquellas otras que conducen a
la felicidad. El método, la práctica diaria, supone
incrementar nuestra comprensión de lo que conduce verdaderamente a
la felicidad.
Cuando la vida se hace demasiado
complicada y nos sentimos abrumados, a menudo resulta muy útil
retroceder un poco y recordar cuál es nuestro propósito, nuestro
objetivo esencial. Al afrontar la sensación de estancamiento y
confusión, puede sernos útil tomar una hora, una tarde o incluso
varios días para reflexionar y determinar qué es lo que nos
aportará verdaderamente felicidad, para luego organizar nuestras
prioridades. Eso puede resituar nuestra vida en el contexto
adecuado, permitir una nueva perspectiva y ver el camino
correcto.
De vez en cuando, tenemos que afrontar
decisiones fundamentales que pueden afectar al curso de nuestras
vidas. Quizá decidamos, por ejemplo, contraer matrimonio, tener
hijos o estudiar para ser abogados, artistas o electricistas.
Una de dichas decisiones puede ser también la firme resolución
de ser felices, de conocer los factores que conciernen a la
consecución de la felicidad y dar pasos en esa dirección.
Volverse hacia la felicidad como un objetivo alcanzable y tomar la
decisión de buscarla de manera sistemática, puede cambiar
profundamente nuestra vida.
El conocimiento que tiene el Dalai
Lama de los factores que, en último término, conducen a la
felicidad, proviene de toda una vida de observación metódica de su
propia mente, de exploración de la condición humana, dentro
del marco establecido por Buda hace veinticinco siglos. Así, el
Dalai Lama ha llegado a algunas conclusiones definitivas sobre
qué actividades y pensamientos son más valiosos. Sintetizó sus
convicciones en las siguientes palabras, sobre las que se debe
meditar.
-A veces, al encontrarme con viejos
amigos, recuerdo lo rápidamente que pasa el tiempo. Y eso hace
que me pregunte si lo utilizamos adecuadamente. La utilización
adecuada del tiempo es muy importante. Con este cuerpo y
especialmente con este extraordinario cerebro humano, cada minuto es
precioso. Nuestra existencia cotidiana está llena de esperanza,
a pesar de que nada garantiza nuestro futuro. Nada nos asegura
que mañana, a esta misma hora, estaremos aquí. A pesar de ello,
trabajamos esperanzados. Así pues, necesitamos hacer el mejor
uso posible de él. Estoy convencido de que la utilización adecuada
del tiempo consiste en servir a otras personas, a otros seres
sensibles. Si no pudiera ser así, evitemos al menos causarles daño.
Creo que ésa es toda la base de mi filosofía.
»Así pues, reflexionemos sobre cuál
es el verdadero valor en la vida, qué da significado a nuestras
vidas, y establezcamos nuestras prioridades sobre esa base. El
propósito de nuestra vida ha de ser positivo. No nacimos con el
propósito de causar problemas, de hacer daño a los demás. Para que
nuestra vida sea valiosa, tenemos que desarrollar buenas cualidades,
como cordialidad, afabilidad y compasión. Entonces, nuestra
vida podrá ser más significativa y pacífica, más feliz.
Dalai Lama con Howard C. Cutler, M. D.
EL ARTE DE LA FELICIDAD
Traducción de José Manuel Pomares
No hay comentarios.:
Publicar un comentario